Rumbo a Sudáfrica 2010

Publicado el mundial2010

La Copa del Duce

La influencia de Mussolini en el primer campeonato del mundo obtenido por Italia

Por: Fernando Araújo Vélez

Federico Fellini lo recordó como era, inmenso, apoteósico y tenebroso, un monumento viviente a la locura del poder, una pesada marcha de toscas y siniestras melodías. “De repente, luego del himno y cuando los equipos estaban en la cancha, escuché un murmullo. Entonces levanté la mirada y vi a Mussolini entrando al palco principal.

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Estaba con Giovanna, la menor de las princesas de la casa real de Saboya, una niña bellísima que se veía feliz por estar en aquella fiesta. La imagen de ella era todo lo opuesto a la de Mussolini, robusto, con su cuello de toro y su cabeza totalmente afeitada que impresionó a todos cuando se sacó una gorra. Fue ahí cuando la multitud empezó a gritar Duce, Duce, Duce…”.

Por aquellos tiempos Fellini era apenas un niño. Sus padres lo habían llevado a la tribuna principal del estadio Nacional Fascista de Roma porque los partidos de fútbol del Mundial eran un espectáculo que nadie con buen juicio y algo de estética podía perderse.  Él vio a Italia representada por 60 ó 70 mil hinchas, a su Italia, oscilante entre el pánico y la pasión cuando la Selección salió al campo y se formó, impecable, para escuchar el Himno al Sole de Giácomo Puccini. Aplaudió, como todos en la tribuna, y dudó segundo más tarde, cuando detalló a los jugadores de Checoslovaquia y pensó que, tal vez, por esas cosas del fútbol, hasta podrían ganar la Copa.

Sus temores se acentuaron a los 70 minutos, cuando Puc anotó el 1-0 a favor de los checos.  Él fue uno de los miles que calló, y uno de los miles que luego se dejó arrastrar por el delirio de las masas que creían y creerán que el fútbol es la patria con el empate de Raimundo Orsi, uno de los argentinos nacionalizados por Mussolini. Luego llegaron el tiempo extra para definir el campeón, una obra maestra de Guaita y el gol triunfal de Schiavio, el título, la Copa levantada por los camisas negras, el saludo con el brazo derecho al Duce, una vez más el himno de Puccini y unas cuantas lágrimas de miedo liberado.

Más tarde, muchos años después, Fellini y tantos otros sabrían lo que en realidad ocurrió antes y durante aquella Copa.  Sabrían que a Luis Monti lo amenazaron para que jugara en y por Italia, que Benito Mussolini había organizado un grupo subterráneo cuyo único objetivo era obtener el título, que sus subalternos habían comprado árbitros, rivales y directivos, que al técnico italiano, Vittorio Pozzo,  le habían dicho : ”Señor Pozzo, usted es responsable del éxito, pero si fracasa, que Dios lo ayude”, y que a sus jugadores les habían prometido hasta el cielo si ganaban, pero si no, habrían tenido que esfumarse.

La Copa del Duce se inició en 1929, cinco años antes de que comenzara a jugarse, en las oficinas de don Jules Rimet, París, y con la decisión unánime del comité de la Fifa en el sentido de que Italia debía organizar la segunda Copa del Mundo. Desde entonces, los preparativos fueron metódicos, casi perfectos. Jugadores, sedes, jueces, calendarios, etc, todo pasaba y se decidía en las oficinas de Mussolini, previo estudio y organización del general Vaccaro (presidente del Comité Olímpico Italiano) a quien el Duce le había dicho: “No sé cómo hará usted, general, pero Italia debe ganar el Mundial”.

Los primeros partidos fueron un simple trámite. La squadra azurra goleaba a cuanto rival enfrentaba (Estados Unidos, Francia, Hungría y Estados Unidos de nuevo en octavos de final). Su primer obstáculo serio fue la España de Ricardo Zamora e Isidro Lángara. Luego de un extenuante partido de 120 minutos igualaron a un gol, tantos de Lángara y de Orsi. La Fifa programó una revancha para el día siguiente que  Mussolini no quiso dejar en manos del fútbol o del azar. Por ello ese día, muy temprano, citó al general Vaccaro, que lo tranquilizó con un lacónico “todo está solucionado”. “Todo” era el árbitro, un señor de apellido Mercet a quien el Comité de Asignaciones de la federación designaría en menos de una hora. “Todo” fue su actitud, entregada, miserable, descarada a favor de Italia, que terminó por vencer a los españoles con un gol de Giuseppe Meazza.

Italia derrotó después a Austria 1-0 para acceder a la final, sin mayores contratiempos ni la necesidad de torcerle el rumbo al destino. La final fue a otro precio, al precio de Benito Mussolini, un precio que tenía más de amenaza que de liras, y mucho más de sangre y destierro que de cualquier otra cosa.

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