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Pedagogía de la verdad y calidad educativa. Reflexiones de un secretario de educación

“Esta incertidumbre pedagógica puede vivirse como un obstáculo para el pensamiento y como una parálisis en la acción… Sin embargo, constituye el principal dispositivo para implicarnos en una experiencia reflexiva dentro de las situaciones prácticas de la educación.”

Bárcena y Melich

Una pedagogía de la verdad implica ser coherentes entre el decir y el hacer, no quedarse en la denuncia o en la simple queja, es dar un paso al costado y empezar a hacer la diferencia con la transparencia de nuestras acciones en la vida cotidiana.

El eje de una pedagogía de la verdad es el ejemplo; no hay otra opción si se quiere hacer parte de los cambios culturales que necesita nuestro país. Antes de precisar este concepto en el ámbito de la escuela, volvamos al sentido que se ha orientado desde la alcaldía: la ciudad como espacio educativo, en el que todos se educan, en el que los funcionarios públicos estamos llamados a servir de referentes y en el que ningún adulto puede escabullir el grado de responsabilidad que tiene en la labor formativa.

Recuérdese el viejo refrán: Es tan culpable quien rompe una norma como aquel que, estando presente o siendo testigo, prefiere no actuar y guarda silencio para “no involucrarse”.

En los casos más condenables de corrupción, es tan ladrón el político que hace la componenda para quedarse con una buena tajada del dinero del presupuesto público, como aquel que decide lucrarse con “una migaja” de dicho negocio turbio o como aquel que se entera, pero se queda callado para “no meterse en problemas”.

Esta es la cadena que asegura el reinado de la inmoralidad en nuestro país. En nuestras pequeñas acciones cohabitamos con la corrupción e incurrimos en las mismas prácticas, así sea en una escala más reducida: irrespeto a las normas de tránsito si veo la oportunidad o no está el policía a la vista; en una cola de carros descomunal, me arriesgo y me meto a la brava entre los vehículos que han tomado la delantera; con nuestros hijos a bordo, lanzamos improperios a otros conductores a sabiendas de que hemos sido los responsables de una situación riesgosa; le agradecemos a Diosito cuando un vendedor nos da las vueltas equivocadas por haber hecho mal las cuentas; en fin, el listado de actitudes mínimas con las que engrosamos el “deje así… no se complique”, y con las que terminamos siendo cómplices de la corrupción, es larguísimo y la aplicación de una pedagogía de la verdad exige que empecemos a cambiar este facilismo con el que hemos torcido unos referentes éticos que en épocas pretéritas eran innegociables.

Quienes estamos en la formalidad del proceso educativo debemos ser protagonistas de la transformación cultural que exige el momento histórico que transitamos en nuestra amada ciudad de Cali y en el país entero. Directivos, maestros y administrativos somos referentes de unos usos y prácticas culturales, y en nuestras manos está la responsabilidad enrutarlas.

Es a través de la familia, la escuela y toda la comunidad que se define el futuro de nuestro país. Tenemos la misión delicada de que los estudiantes vislumbren el espacio de la escuela como posibilidad real de concretar sus sueños. Por eso considero que una pedagogía de la verdad, en consonancia con los postulados de Freire y de Fals Borda, debe partir del compromiso por mejorar la calidad de la educación pública.

Quienes optamos por el ejercicio de la docencia provenimos, por lo general, de sectores populares; gracias a la educación pública pudimos superar condiciones económicas difíciles en nuestras familias y nos beneficiamos al acceder a cargos que nos permiten dignificar nuestras vidas. Lo menos que podemos hacer entonces es recuperar ese imaginario fundamental: brindar calidad en las instituciones públicas que garantice el acceso a la educación superior. Por lo anterior, siempre he soñado con una educación que pueda tener en la misma aula de clase al hijo del obrero, del empresario, del comerciante, del panadero…, no como existe actualmente: una educación de primera para las élites y una educación de tercera o de quinta categoría para los pobres.

Es cierto que hay aspectos estructurales que ameritan una intervención de largo aliento, por ejemplo en lo que se refiere a la cualificación de los normalistas e incluso en la revisión de los programas que se ofertan en las licenciaturas de las universidades; pero necesitamos actuar y ser parte de la solución y esto solo se logra sobre el terreno: cada institución educativa debe ser receptiva al clamor de sus comunidades, cada equipo de directivos docentes y de maestros debe y puede acometer una revisión de su quehacer pedagógico.

Repito, no se trata de “llorar sobre la leche derramada”; se trata de repensar nuestro papel como maestros, nuestro rol como agentes de cambio cultural, como personas trascendentales en las vidas de nuestros estudiantes. De cuestionarnos respecto a las prácticas irregulares que hemos consentido en nuestras comunidades educativas. ¿Saludamos a nuestros estudiantes y a los padres de familia?, ¿les hacemos sentir que la escuela es un segundo hogar y que requiere del esfuerzo compartido de padres y maestros?, ¿esgrimimos las notas como único recurso para ganar autoridad?, ¿generamos relaciones de respeto y afecto?, ¿exteriorizamos gusto por nuestro trabajo?, ¿nos entregamos, con nuestra calidad humana y nuestra formación profesional, en nuestras prácticas educativas?

Una pedagogía de la verdad exige que demos lo mejor de nosotros mismos, que decidamos romper esquemas de confort, que convirtamos el ámbito de la escuela en escenario de preparación para la vida y, en especial, exige que instauremos la reflexión como parte esencial del acontecer educativo: ¿cómo hago para elevar las competencias lectoras y escritoras de mis estudiantes?, ¿mis propuestas pedagógicas se alinean con sus intereses?, ¿utilizo adecuadamente las bondades de las tecnologías? No se concibe un maestro que no se interrogue respecto a sus prácticas educativas. Pero quiero ir más allá: la idea del aula de clases como espacio cerrado, como pequeño feudo donde “manda” el maestro, hace rato fue superada. Ahora es un aula abierta, no solo con una mirada hacia el mundo, sino abierta a la reflexión, a la autocrítica, a la crítica constructiva.

Una apuesta por la calidad educativa exige revisar al dedillo todos los componentes del proceso educativo. He dicho que esta es una Secretaría sobre el terreno; es decir, que los acompañamientos, las capacitaciones y todo lo que se ofrecía en términos de “operadores” externos, debe arrancar desde la cotidianidad de las instituciones educativas, partiendo de los diagnósticos (en términos de cifras e indicadores respecto a unos estándares básicos), de sus autoevaluaciones institucionales e hilar muy delgado de acuerdo a las necesidades de cada equipo de maestros: ¿cómo se planea?, ¿cómo se evalúa?, ¿de qué manera se monitorea la trazabilidad del proyecto educativo institucional?, ¿se hacen planes de mejoramiento?, ¿cada cuánto tiempo?, ¿qué tipo de apoyo requieren los docentes para cualificarse en sus áreas?, ¿de qué manera se cuida la relación cercana que debe tenerse con los padres de familia?, ¿se planean escuelas de padres?, ¿hay planes de intervención respecto a los problemas tangibles de nuestros jóvenes?

Concibo un plan de intervención en la calidad educativa desde la premisa: ¡Mejorémoslo juntos!, pero ¿cómo lo hacemos?, ¿cómo podemos mejorarlo? Es entrando al aula de clases, compartiendo con los maestros sus inquietudes y dudas,  reflexionando con ellos sobre sus prácticas; no hay otra forma. Esto exige una mirada distinta de la Secretaría: “Vienen a evaluarnos y a criticarnos”. No, esa no es la intención. Vamos a revisarnos y a proponer cambios concertados en los que directivos y maestros sintamos que estamos oxigenando nuestras prácticas pedagógicas, donde reconocemos la importancia de compartir lo que hacemos, y de escuchar a otros que no vienen a darnos cátedra, como quien trae el remedio, sino como aliados pares que acompañan y juntos ponen en cuestión lo que siempre se consideró que “estaba bien”. No se trata de perseguir o, peor aún, de competir; se trata de asumir nuestra cuota de compromiso contra la inequidad social: no basta que garanticemos una educación pública, lo importante es que ofrezcamos una educación de calidad.

La educación, pensada como experiencia compartida en la que se construye lo humano, no se concibe como algo “acabado”. Todos los días el maestro se siente impelido a pensarse la clase. En el rostro de los pequeños lee su curiosidad y su satisfacción frente a las propuestas innovadoras que lleva. Con sus palabras y sus acciones, el maestro inspira a quienes tiene a su cargo. Podrán llegar todas las innovaciones tecnológicas, pero siempre el maestro tendrá ese lugar especial en el que su voz y su labor dejarán huellas entre sus estudiantes. Pilar Figueras Bellot recuerda los tres pilares en que reposa el concepto de ciudad educadora: buena comunicación, participación corresponsable y evaluación. Considero que se ajustan perfectamente al espacio escolar y a la labor de los maestros.

Requerimos de una comunicación asertiva en la que prime el rostro de los otros. La escuela debe trabajar al servicio de su comunidad y por ello exige la participación de los padres. Todo el proceso educativo debe considerar una evaluación continua que implique retroalimentación compartida y planes de mejoramiento. A estos tres componentes le agregaría otro: compromiso. Solo me comprometo con aquello que amo, con aquello que me inspira. Comprometerse es contemplar a los otros como mis semejantes y procurar su bien. Me comprometo cuando hago las cosas bien. Esta palabra va de la mano con el concepto de “vocación”, entendido como “llamado” a inspirar a otros a caminar bajo principios éticos.

Cada institución debe ser una promotora de los desarrollos locales, debe vivenciar las bondades de la democracia y comprometerse con las problemáticas del país. Si yo transformo mi casa, transformo el mundo; si entiendo el lugar donde vivo, actúo y aporto soluciones a mi sector, contribuyo a la sostenibilidad del planeta y aporto a la construcción de la paz. Podemos transformar la sociedad mejorando la calidad educativa: esta es la responsabilidad de todos.

“… El momento fundamental en la formación permanente de los profesores es el de la reflexión crítica sobre la práctica.” Paulo Freire

Escrito por
Gran Rector Premio Compartir 2016. Rector de la Institución Educativa Francisco de Paula Santander en La Cumbre, Valle del Cauca.

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