Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

Baudelaire y la infancia de la mirada


El niño lo ve todo en novedad puesto que se encuentra siempre ebrio . Nada viene a ser tan parecido a aquello que es la inspiración como la alegría con que el niño absorbe la forma y el color” escribió el poeta Charles Baudelaire. En la naturaleza del niño reside uno de los grandes atributos de la mirada: el “estado de embriaguez” que permite siempre destacar la novedad y originalidad incluso en lo monótono y arcaico. Un vistazo a su poema en prosa “Las vocaciones”.

En una tarde setembrina, sentados en un jardín donde los rayos de un sol otoñal parecían retrasar la llegada de la noche, bajo un cielo verdoso donde las nubes de oro flotaban “como continentes en viaje”, cuatro hermosos niños, cansados de jugar, entablan una conversación en la cual cada uno relata una experiencia propia. El primero habla acerca de una vez que fue al teatro; el segundo de la manera como en ese mismo instante está viendo a Dios; el tercero relata la manera como, durante un viaje con sus padres y careciendo de cama propia, la compartió con su criada y, en la oscuridad de la noche, acarició suavemente su cuerpo femenino; el cuarto y último recuenta la vez que observó a tres bohemios (bohèmiens) tocar sus instrumentos y luego continuar su viaje hacia España. Tras la llegada de la noche, los cuatro niños se separan, “yéndose cada cual, sin saberlo, según las circunstancias y los azares, a madurar su destino, a escandalizar a sus allegados y a hacer su camino hacia la gloria o hacia el deshonor.”

La importancia de la visión y de los ojos en el poema de sugerente título “Las vocaciones” cuenta con un doble valor: el poeta adulto (es decir, quien nos habla) nos está contando de cómo ve a cuatro niños que a su vez recuentan una experiencia en la que la visión o los ojos son fundamentales. No se trata simplemente de la recreación de una tarde agitada: consiste en el persistente llamado de Baudelaire a nunca abandonar el deseo de una mirada original, libre de premeditaciones sociales, siempre buenamente desviada hacia las inmediaciones del arte, que no deja jamás de ser ese espacio libre en que la mirada adquiere su valor primordial.

El recuento de la visita al teatro del primer niño consta de una descripción de los vestidos que las actrices llevaban puestos, detallando sus “ojos hundidos” que, junto con las mejillas sonrosadas, crean un ineludible sentimiento amoroso a pesar de producir temor y “ganas de llorar.” El segundo niño, al percatarse de que efectivamente está viendo a Dios, le dice a los otros: “¡Miren, miren allá arriba!, ¿lo ven? Parecería que él también nos observa desde esa pequeña nube del color del fuego”. La mirada en el tercero, por el contrario, brilla por su ausencia, reemplazada por el sentido del tacto: luego de bajar la voz para compartir el secreto con sus amigos, dice: “Me causó un efecto particular eso de no estar acostado solo en cama sino con mi criada, en las tinieblas”. Estas tinieblas son inmediatamente sustituidas por la vívida descripción de la mirada del niño una vez concluye su relato: tenía “los ojos bien abiertos por una especie de estupefacción de aquello que aún sentía”. No es el único cuyos ojos están desencajados de manera extática: los tres lo comparten, y eso que aún no hemos escuchado el relato del cuarto niño.

Éste, al contrario de los anteriores, hubiera querido irse con el grupo de los bohemios que observó tocar sus instrumentos pero por indecisión, precisamente “porque es difícil decidirse por cualquier cosa”, no los pudo acompañar. Desde el comienzo de su relato el cuarto niño reclama su deseo vital: “Siempre me ha parecido que mi deseo consta en caminar siempre hacia adelante, sin saber hacia dónde, sin inquietar a nadie, pero siempre viendo países nuevos”. Relata entonces la manera como ha visto a los tres hombres que viven de la manera que a él le gustaría, para luego decir de los bohemios: “Sus grandes ojos sombríos brillaban repentinamente mientras que la música salía de sus instrumentos.” En otras palabras: únicamente a partir del arte (de la música, de la poesía), es que se cambia la mirada, y ésta adquiere el poder de la luz creadora sobre el mundo circundante.

Esta última voz no es la del joven niño: es la del mismo Baudelaire. Si no fuera así, no comprenderíamos el momento en que él mismo intercede ante la escena de los cuatro niños, y sobre todo de lo que éste último ha contado: “El aire poco interesado de sus amigos me hizo pensar que este pequeño era ya un incomprendido. Lo miré fijamente: había en sus ojos y en su frente un no sé qué de precocidad fatal que por lo general ahuyenta la simpatía. Sin yo saber por qué, excitaba la mía, hasta el punto de tener la extraña idea de tener un desconocido medio hermano”.

La mirada del poeta adulto, es decir, del poeta formado, reconoce en aquél niño a su medio hermano. ¿Cuántas veces pasamos de largo la mirada del niño, por supuestamente pueril, infantil o ingenua? Ahí, precisamente, radica lo que debemos aprender, aquello que jamás deberíamos perder: la infancia de la mirada, que por lo general radica en un estado de “embriaguez de curiosidad” por aquello que nos es desconocido. “Sólo embriagándonos podremos soportar el tedio de la existencia”, apunta en otro poema Baudelaire. No creo que haya que ir tan lejos como para hablar actualmente de “tedio de la existencia”, sino de algo que nos amenaza de manera más inmediata: del anquilosamiento mental, de la fosilización de las emociones sociales, de esa nefasta costumbre de comprender la vida diaria como una ecuación que por lo general no resuelve sus variables sino que toma su valor de algo ya enunciado y masticado. Resulta que únicamente a partir del cultivo de la mirada, de la permanencia de su curiosidad, es que  lograremos comprendernos a nosotros mismos . Únicamente así comprenderemos, también,  al «otro» en su extrañeza apabullante.

Baudelaire fotografiado por Nadar, 1855

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