Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

Andrés Trapiello, la literatura y el período de las post-negociaciones


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En Ayer no más de Andrés Trapiello transcurre una escena que sin duda ocurrirá en muchos pueblos y ciudades de Colombia en los próximos sesenta años.

 José Pestaña, historiador de la guerra civil española y profesor universitario, se topa en una plaza de León con su padre, por accidente, cuando daba su paseo cotidiano. El encuentro, como se sabe en la novela, resulta incómodo: no solamente los libros que Pestaña ha publicado sobre la guerra civil comprometen ideológicamente a su padre de pasado y presente falangista, actor directo de la guerra, sino que su propio e inexplicado regreso a León ha movido los cimientos de la supuesta paz y tranquilidad con que la familia pasaba los días. Justo después del encuentro, arrecia un aguacero, obligando a los dos a buscar refugio en un toldo sobre el andén más cercano. En silencio, mientras esperan que pase la fuerte lluvia, aparece de la nada un viejo de apariencia campechana, quien busca refugio bajo la sombra del mismo toldo y se abre un hueco entre padre e hijo, sin forcejeos pero sí con el afán y la prisa que confiere la lluvia.

Dice el campechano en voz alta: “Ya hacía falta, ¿no le parece?”, dirigiéndose al otro viejo, al padre de Pestaña; pero este masculla algo entre dientes que parece ser “No hable tanto. Métase dentro; va usted a pillar un catarro.” A pesar de que lo dice entre dientes, y que el ruido de la lluvia tampoco ayudó a que se escuchara plenamente, parece ser que la voz atrapa al viejo campechano en una súbita sospecha. “¿En la guerra no estaría usted por casualidad en la Fonfría?”, le pregunta de inmediato al padre de Pestaña, quien tiene en la guerra sus mejores recuerdos y mencionarla es invitar a una alegría. Sonríe al desconocido, cambiando el semblante del fallido diálogo anterior. Ante la sonrisa que otorga una respuesta afirmativa, el campechano vuelve al diálogo: “¿No te acuerdas de mí?” El cambio al tuteo acciona algo inevitable, y es que pensamos como lectores que estamos frente al encuentro de dos viejos camaradas de trinchera, que están a punto de recordar lo vivido y encontrar perdidas complicidades en la experiencia pasada. “Soy Graciano Custodio Álvarez.” Ante la indiferencia del padre de Pestaña, Graciano vuelve a la carga: “¿No estabas tú en el puesto que tenía Falange en Carrocera?” Pestaña nos dice que si la palabra guerra activa recuerdos alegres, mencionar la Falange resulta siendo la “panacea”, algo así como el “Ábrete, Sésamo”. Entonces el padre de Pestaña abre las puertas al recuerdo preciso aceptando que en esos días efectivamente estuvo en Carrocera, en el puesto de vigilancia de Falange, preguntándole a la vez que afirmando: “Pero tú eres más joven que yo.” Graciano contesta afirmativamente con aspereza, como si esa condición —la de ser menor— fuera no tanto el motivo alegre del encuentro, sino precisamente su tragedia. Y no poco tiempo después sabemos por qué, y a esto me refiero con que será una escena que se replique en Colombia quién sabe durante cuántos años:

 

¿No te acuerdas? ¿No te acuerdas de un hombre que llegó andando con un niño? Iban a pasarse a Asturias. Uno le preguntó, ¿a dónde váis? El hombre le contestó: Con un hermano, a Gijón. Entonces vino otro y le preguntó, ¿y cómo se llama tu hermano?, y él dijo: Lázaro Custodio, y uno dijo, a tu hermano lo estamos buscando; mira por dónde no le tenemos a él, pero te tenemos a ti, y allí, sin más, le pegó un tiro, delante del niño. ¿No lo recuerdas? Aquel hombre se llamaba Ángel Custodio Reguera y era mi padre, y el niño soy yo.

Cuando la violencia pone los huevos en la vida desde la edad temprana de un niño, ya está sembrada para siempre. Pero lo que la novela lleva más allá de esta simple afirmación es la manera como esa historia macabra y desalmada debe ser contada, entonces y después; y demuestra en cada párrafo que la historia no es lo que siempre creímos que era (categorías como “inicio”, “final”, “buenos”, “malos”, etc.) ¿Qué se debe hacer con la historia? ¿Debería José Pestaña denunciar a su padre por haber estado presente en el momento de un asesinato falangista, lo que seguramente implica que sabe el lugar donde ese cuerpo está sepultado (algo que Custodio desconoce)? ¿Cómo deben reaccionar entre sí los dos hijos víctimas de la guerra, uno que comprueba que su padre puede ser un asesino, frente al otro que descubre a un participante del asesinato de su padre?

Digo que esta escena se repetirá durante quién sabe cuántos años de la historia colombiana, y mientras tanto me pregunto por nuestra propia consciencia de tener que contar esta historia dentro de tantos años. Me refiero, por supuesto, a lo que pretendemos que sean los años de las “post-negociaciones”, y dentro del mismo las preguntas que tendremos que hacernos. ¿Nos preguntaremos acaso por los “buenos” y por los “malos” de nuestro conflicto? ¿Cómo separaremos a las víctimas de los victimarios, en muchos de los casos? ¿Cómo lo haremos? En la novela de Trapiello, más allá de pasada la mitad de la historia, Pestaña nos dice: “La memoria histórica honra a las víctimas, pero tiene esta desventaja: si la Historia es siempre una reconstrucción incompleta y problemática de lo que ya no es, la memoria colectiva deforma el pasado, omitiendo lo que no conviene recordar o alimentando los deseos de venganza.” Luego la idea concluyente, como la piedra de una catapulta: “Y que el debate debe continuar sin que nadie se arrogue la propiedad del relato de la guerra”.

Entre las grandes soluciones (y quien haya leído la novela lo sabe) está la de no publicar libros de historia, sino escribir novelas. La novela, es decir la literatura, confiere la experiencia sobre la historia, mientras que la historia, pienso yo, explica los datos y los elementos relevantes para poder comprender el cuadro completo. Pero esta comprensión pasa por la empatía, y de allí, precisamente, el poder evocador de la literatura. ¿Qué se espera, entonces, de la literatura, del estudio y de la lectura de la literatura, de la composición y de la edición de la literatura, para ese período de post-negociaciones, para el período de las grandes preguntas sobre nuestro pasado, para las preguntas que tendrán que ver con el futuro, para las preguntas que nos haremos con tal de comprender al otro, al que ya desapareció, al que creíamos culpable, al que creímos cómplice? ¿Qué esperamos de ella?

Puesto que toda historia es ficticia, por lo menos en alguna de sus esquinas; puesto que la verdad histórica, ese conjunto de palabras tan perseguidas, no existe, tenemos tan solo versiones sobre lo sucedido, y es a partir de estas versiones superpuestas que lograremos tener un mediano atisbo de lo que en realidad sucedió, si es que sucedió.  Y las versiones de la historia tenemos que sumarlas tanto las víctimas como los victimarios, tanto los “buenos” como los “malos”, tanto los de a pie como los de a caballo. Y de pronto es la literatura, precisamente, el trampolín que nos permitirá convencernos de esto. En pocos períodos históricos la literatura ha resultado tan importante como en aquél que se avecina.

 Antes de que el padre de Pestaña saliera corriendo víctima del shock del reconocimiento, a duras penas puede modular una palabra, que sale por sí misma, aliviada. Esa única palabra que dice es “Perdón”.

 

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