Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

Frankenstein y el Minotauro cortazariano

“El minotauro”, George F. Watts,  1885

Luego de releer Frankenstein de Mary Shelley, lo veo más claro que nunca: la criatura confeccionada por el doctor Frankenstein y el Minotauro de Cortázar en Los reyes son víctimas de la misma maldición.

Luego de que Fausto pronunciara las palabras mágicas “En el principio era la acción”, la estirpe de aventureros científicos y literarios cambió para siempre. El Doctor Frankenstein, de bien acomodada infancia en Suiza, con una prometida esperándolo en casa, emprende sus estudios científicos para sin vacilación alguna llegar a una sola voluntad y deseo: crear la vida. Basta ya de respetos éticos hacia el Creador, cuando ya a partir de la ciencia puede el hombre actuar de manera más eficaz y ensanchar sus metas. Se dedica durante noches enteras a frecuentar morgues y cementerios, donde descuartiza cadáveres frescos para recolectar las partes que confeccionarían su creación. Su experimento es un éxito; sin embargo, aunque envalentonado frente a la Realidad y la Vida, en el momento en que la criatura abre los ojos como un bebé recién llegado al mundo el científico, que hasta el momento venía comportándose como un dios creador, sucumbe a la más humana de las faltas: la cobardía. Huye atemorizado y la criatura, al levantarse de la cama donde fue parido, y no comprender absolutamente nada de lo que está sucediendo a su alrededor (al igual que un recién parido), al sentirse perdido, desolado y miserable, se sienta cuando grande y feo es y llora desconsoladamente. Una de las primeras acciones cuando atiende a su propia vida es llorar su soledad. Esos son los primeros días del “temible monstruo” que recibe el nombre de Frankenstein popularmente, pero que en la novela de 1818 es radicalmente distinto: es un sin-nombre. Es “la criatura”, “el adefesio”, “el maldito”.

Si se piensa en el método de confección de la criatura, que es un cuerpo creado a partir de cientos de cuerpos, no es exagerado afirmar que se trata del primer collage de la historia. Un collage macabro, pero sin embargo collage por la extraña combinación de cuerpos que científicamente vuelven a la vida conformando uno. Pero lo que resulta verdaderamente apasionante del personaje es su constancia en comprender quién es y de donde proviene. Luego de ser apaleado al llegar a pueblos (hay que imaginar las suturas, los colores, lo adefésico, lo hechizo), se refugia en una especie de locus amoenus en el granero de una familia de campo, alejada de la corrupción y de las faltas morales. La criatura, como se puede esperar, no sabe hablar, porque nadie le ha enseñado. Allí, como es sabido, ocurre la famosa escena de la lectura, que es cuando la criatura logra, a través de mirar atentamente cómo uno de los familiares le enseña a una extranjera a leer, aprender él mismo a leer. Y es entonces cuando comienza lo interesante. Sin reconocer las categorías de ficción o no ficción, la criatura aprende a hablar y a leer a partir, entre otros, de El paraíso perdido de John Milton, clásico alabado y admirado a más no poder por la primera y segunda generación de poetas románticos ingleses. Dicho en otras palabras: la criatura va más allá de la mera lectura de la poesía para convertirse él mismo en un producto enteramente poético, en la medida en que organiza sus pensamientos a partir de un lenguaje perteneciente a la poesía.  El resultado es el siguiente: un espantoso cuerpo hecho de retazos, horrible y espantoso a la vista, profiriendo el inglés más poético, elevado y apasionado inglés de finales del XVII; la monstruosidad de su apariencia no es impedimento para comprender su estado de íntima soledad existencial: es único, es el Único Otro de su especie. Es una contradicción; es un extranjero, y cuenta con un alto lenguaje para comunicarlo a su creador cuando lo encuentra en los Alpes. No veo por qué, dada su situación, no lo podamos ver como un poeta.

En la Nota del autor para la edición francesa de Los reyes de 1984, Cortázar menciona su grata sorpresa al reconocer, en ese texto que no había leído hacía más de 20 años, que ya desde 1949 había estado atendiendo los grandes problemas que tanto le ocupan: la represión de un gobierno o régimen, el silencio impuesto a las voces disidentes, es decir de los poetas. En alguna entrevista cuenta cómo, una vez regresando en ómnibus a su casa a las afueras de Buenos Aires, le había venido de sopetón griego (y eso que, dice, el ómnibus nada tenía de griego) la sospecha de que quizás el Minotauro nunca había sido en realidad como nos lo habían contado. Dicho de otro modo: ¿quién había afirmado que el Minotauro era un monstruo? ¿que devoraba a los y las vírgenes que Minos enviaba al laberinto a manera de ritual? ¿Según quién se trataba de alguien meramente malvado? ¿Quién era el dueño de esta versión de la historia? Y entonces sucedió la inversión, porque lo vio de manera clara: “Hoy, como entonces, continúo creyendo que el Minotauro, es decir el poeta, la criatura doble, capaz de comprender una realidad diferente y más rica que la realidad cotidiana, no ha cesado de ser ese ‘monstruo’ que los tiranos y sus partidarios detestan y quieren silenciar con tal de que su voz no llegue al pueblo y arrase así las murallas que lo encierran en sus leyes y sus tradiciones fosilizadas.” Lo ve de manera absolutamente clara: Teseo es una especie de gánster que le hace el trabajo sucio al patrón, a Minos, símbolo de la opresión y la reificación de los hombres. El héroe griego es en realidad “la reencarnación de todo que recibe hoy en día diversos nombres, como fascismo, entre otros, porque su espada no está al servicio de la libertad sino de lo que Minos representa.”

En Los reyes, Cortázar le da voz al silenciado, al Minotauro, a quien reconoce como víctima de una interpretación equivocada del mito. Por esto mismo es que Los reyes es la obra del argentino más permeada por el surrealismo, incluso más que las novelas póstumas que compuso hasta 1950. Ya los surrealistas desde la década de 1920 habían reconocido la importancia del Minotauro en su propia empresa de cambiar la vida de cuajo. Vieron en la figura del Minotauro la del guardián del secreto por vivir en el centro del laberinto; vieron en él, como apunta Ottinger, la perseverancia de las fuerzas de la desmesura, de todo aquello que los griegos quisieron mantener a raya; se trata del  “aliado incondicional en la lucha contra el exceso del racionalismo.” No en vano una de las más importantes revistas surrealistas fue Minotaure editada por Skira.

¿Pero supo alguna vez el Minotauro que se llamaba como tal? Es decir, ¿alguien se tomó el trabajo de explicarle que ese era su nombre, que así era nombrado, que esa era su identidad? ¿Alguien habrá hecho lo mismo con la Medusa? ¿Debería comenzar con mayúscula sus nombres? Vaya usted a saber, pero me temo que no: a los monstruos no se les nombra y seguramente en esta omisión cultural reposa la monstruosidad del señalado.  Sobra decir que es inocente.

Así como Rimbaud en su carta a Izambard se pregunta qué culpa tiene el cobre en despertarse un día convertido en corneta, haciendo alusión a la culpabilidad de aquel que cae en cuenta, de un momento a otro, de que es un poeta; así como esto, digo, ¿qué culpa puede tener la Criatura en ser monstruosa? Tanto la Criatura como el Minotauro son víctimas de los avances “tecnológicos” de sus tiempos, si se quiere: el doctor se aplica a la concreción de la vida gracias a sus oscuros conocimientos provenientes de la filosofía natural; el segundo es concebido gracias a un artefacto que Pasifae, enamorada del Gran Toro Blanco que iba a ser sacrificado a Poseidón, le ordena construir a Dédalo: una gran vaca de madera que le permitiera copular con el animal. Dédalo no deja de ser una especie de Doctor Frankesntein, en la medida en que, según Ovidio, “se dedica a la oscuras artes”.

 

Al ser encerrado en el labertino, el Minotauro de Cortázar se dedica a cantar mientras el citarista hace sonar su instrumento, y recibe a cada uno de los vírgenes a su majestuoso palacio de la razón oscura otorgándoles la posibilidad de vivir de una manera distinta. Cuando se le da la oportunidad en su soledad, el hermano de Ariadna opta por el canto. Distinto es el destino de la Criatura. Reconociéndose maldito, caído, despreciado por todos y perseguido; dándose cuenta de que nadie se percató de sus buenas acciones por la maldición de ser un adefesio,  reconoce en la lectura de El paraíso perdido su única imagen y semejanza: Satán, el caído, quien juró venganza eterna sobre el Dios creador. De allí, pues, surge la maldad de la criatura: vengarse porque nunca le fue permitido ser bueno, porque nunca pudo tener a una compañera femenina para así formar parte de un grupo, y no ser tan íngrimamente solo. La criatura de Mary Shelley es, de manera sorprendente, una especie de compendio del poeta romántico de comienzos del XIX: incomprendido, abandonado por los dioses, dejado a su aventura con el lenguaje como único mecanismo para cauterizar las heridas de su propio cuerpo. Que en el caso de la criatura son tantas que no pueden dejar de ser la exteriorización de aquél entregado a la cítara y al canto en medio de una despedazadora sociedad industrial.

En los momentos finales de sus vidas, cada uno de estos proscritos deja caer en el aire la poesía de su soledad, melancolía y escarmiento. En el lecho de muerte de su creador la criatura se lamenta por la vida que llevó, y sobre todo se lamenta por el papel que le fue impuesto interpretar: “I, the miserable and the abandoned, am an abortion, to be spurned at, and kicked, and trampled on.”* El otro, cuando se encuentra frente a frente con un Teseo que lo acusa de monstruoso y le exige que desenvaine la espada para el enfrentamiento mítico, deja caer: “Aquí [en el laberinto] era especie e individuo, cesaba mi monstruosa discrepancia. Sólo vuelvo a la doble condición animal cuando me miras. A solas soy un ser de armonioso trazado; si me decidiera a negarte mi muerte, libraríamos una extraña batalla, tú contra el monstruo, yo mirándote combatir con una imagen que no reconozco mía.” ¿Cuáles habrán sido las de García Lorca frente a sus ejecutores? ¿Habrá declamado? “La poesía es lo más grande”, le dice Carlitos de Conversación en la catedral a Zavalita, y se lo dice a espaldas del Perú, a manera de secreto, donde nadie le escuche, no va y sea que llegue la frase, como tantas veces ocurre, a los oídos equivocados.

 

* “Yo, el infeliz, el proscrito, soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen, lo rechacen.”

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