Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

Los primeros cincuenta años de «Rayuela»

Passage du Grand Cerf, 1824-1825

En el pasado Hay Festival, en la conversación entre Mario Vargas Llosa y Carlos Granés que tuvo lugar en el Centro de Convenciones, el autor peruano dejó caer más de una perla biográfica en homenaje a los cincuenta años de publicación de la novela La ciudad y los perros. Entre otros, contó la conversación que tuvo con el gran editor Gallimard, en ocasión de la traducción y publicación en la prestigiosa editorial francesa. Vargas Llosa recordó el momento lapidario en que el editor le confesó que una de las cosas que había encontrado más interesantes de su La ciudad y los perros era su final francamente abierto: no se sabía quién había matado al Esclavo. Vargas Llosa intentó, en vano, rectificarlo: no había duda de que al final  el asesino era bastante claro. “Eso no es lo que el texto dice—sentenció el francés—. No sabemos, nunca sabremos, quién lo mató.” Ante la sorpresa, el joven Vargas Llosa dudó de lo que había sido incluso su propia lectura del crimen. Comprendió entonces algo fundamental: que la libertad de lecturas y su multiplicidad era un elemento clave no solamente en la conciencia del escritor, sino que le garantizaba una larga vida a la novela por todo lo que en ella sería de manera diferente comprendido. Así es que, auguró, aquellos cincuenta no eran más que los primeros cincuenta años de La ciudad y los perros.

Un año después estuvimos celebrando otros cincuenta años, esta vez de otra catedral de la literatura latinoamericana como es Rayuela. Más allá del boom editorial que suponen ediciones nuevas y conmemorativas, es la ocasión, en aras de esos números cerrados que tanto confort otorga el recuerdo, de poder leer de nuevo la obra y valorarla desde una mirada fresca y desenfadada, lejos de ser inquisitorial y mucho menos dictatorial; sin tópicos, sin checklists, sin repeticiones, buscando una experiencia propia en lo que allí se dice. Algo así como soplar la brasa candente para hacer saltar la llama que permitirá leerla bajo una nueva luz. Como lectores honestos comprendemos qué hay que revisar, qué ha perdido su brillo: qué permanece candente. Esa nueva luz, esa nueva llama, que otorga una nueva mirada y una nueva experiencia.

La misma nueva mirada que —y en esto radica uno de los más ilustrativos episodios de la correspondencia completa— Cortázar fue consciente de adquirir cuando llegó en aquel otoño a París proveniente de Buenos Aires. Harán 62 años —62: ese año no cerrado que resulta clave en la obra de Cortázar— que el escritor argentino se auto impuso uno de sus más dedicados compromisos, pero por eso mismo más fructíferos en su vida no solamente como autor sino como humano: la importancia de aprender a mirar, de saber ver. Carles Álvarez, en un artículo incluido —no podía ser de otra manera— en el catálogo Leer imágenes. El archivo fotográfico de Julio Cortázar, en el año 2007, fue el primero en llamar la atención: como siempre Álvarez fue aquél que sembró la semilla, mostró un camino que resultaría fundamental para la formación del escritor. Nos mostró el camino hacia su constante preocupación por aprender a mirar el mundo, para aprender a detallarlo con una nueva mirada distinta de aquella que había dejado en Buenos Aires. Como si la serpiente necesitara cambiar de piel.

La llegada de Cortázar a París a finales de 1951 fue francamente solitaria y triste. Vivía muy lejos del barrio latino —en las residencias de estudiantes de la Maison de l’Amérique Latine—, y el poco dinero que le otorgaba la beca, acompañado del frío y la nostalgia por haber dejado a sus amigos atrás, no le permitían del todo vivir bien. Caminaba creyendo saber llegar a los destinos que se había propuesto, sólo para ver que llegaba a un lado completamente diferente; cuando creía estar llegando a Les Invalides  o al Panteón estaba en realidad apareciendo por Luxemburgo o el Parc de Montsouris. A pesar de ser estos paseos rabdomantes las semillas de tantos episodios de Rayuela, fueron los mismos que acompañaron a Cortázar en una época que le confesaría a María Jonquières de tristeza: “Escribo un poquito, duermo mal, no estoy contento, comprendes con el contento barato. Hasta ahora creo que me duele París. Pero son los dolores necesarios. Anoche a la una el Sena reflejaba un cielo rojo, y Notre Dame era como un caballero feudal a caballo con todas sus armas, velando.”

La primavera de 1952 implicó, sin embargo, la recompensa de la soledad y el vacío que se debe sentir cuando se llega a un lugar que nos importa: el vaciamiento para querer ser nuevos. A partir de febrero Cortázar comenzó a dar paseos por la ciudad y a educar su mirada yendo a museos y caminando por las calles. “Necesito ver y aprendo a ver, y un día sabré ver”, le dice en una carta a Eduardo Jonquières; “No dura más que un segundo, pero en ese segundo veo. Veo lo que yo tendría por hacer si no fuera tan incapaz. Veo lo que espera del otro lado de esto que llamamos realidad”, le dice en otra. Así suene decimonónico, “bebe de París” de tal manera que forja una nueva mirada. “Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza”, dice Stephen Dedalus antes de partir de su isla irlandesa: Cortázar parece estar pensando lo mismo al haber salido de su isla argentina.  Buscar la mirada, abrir los ojos, compenetrarse con lo que lo rodea: algo que le permita acceder a una experiencia propia. Despertar los sentidos, ver con los ojos de Argos, ser ubicuo en los sentidos.

Y es entonces cuando surge la mayor preocupación: llegar a perder la chispa de la nueva mirada, dejarse contentar con la Gran Costumbre que lentamente hubiera adormilado el instinto novedoso de la llegada, acostumbrarse a la cotidianeidad. Porque a Cortázar le preocupa mucho —le preocupa de sobremanera— perder la experiencia sensorial con el asiduo análisis de por qué está mirando esto o aquello. Esto lo presiente a los cuatro meses de haber llegado, y así se lo hace saber a Eduardo:

 

Ya llevo aquí cuatro meses, y anoche, al hacer un balance mental de este tiempo, me daba cuenta de la asombrosa familiaridad con que me muevo en este mundo. Ahí está, ahora, el peligro. Es ahora que debo vigilar mi visión, mi manera de situarme frente a cosas que cada vez conozco mejor; es ahora que debo impedir que los conceptos me escamoteen las vivencias. (…) Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada. (…)Es tan horrible advertir cada minuto cómo las facultades intelectuales empiètent[conquistan]sobre las intuiciones puras, tratando de esquematizar el mundo. Lo atroz de B.A. es que es materia mucho más intelectual que estética, y apresura ese horrendo proceso de cristalización de un hombre.  (Carta a Eduardo Jonquières, París, 24 de febrero de 1952)

 

Reconoce que ante la experiencia del viaje en su estado más puro la propia conceptualización o teorización de sus experiencias terminarán siendo traducidas por tantas otras experiencias que resultan siendo de otros, ya dichas y expresadas. De allí, si no, la sistemática escritura de los primeros capítulos de la novela, verdaderos pequeños poemas en prosa sobre sus primeras experiencias en París. Cortázar y Oliveira coinciden en sus preocupaciones; en el capítulo segundo, aparecerá una de las grandes preguntas que se hará Oliveira, y que marcará su imposibilidad de una experiencia pura y sensorial: “¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones de orden y de desorden, de libertad y de Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de la calle Cochabamba?” Es algo así como negarse a romper la sensación de la experiencia en aras de su comprensión racional. Nada de desguazarla ni romper su pulpa para comprender qué era lo que allí sucedía: también a partir de la irracionalidad podemos comprender y acceder a una experiencia.

Pueda ser que Rayuela sea en realidad un gran ejercicio personal de Cortázar para poner a luchar —dicho de buena manera: sobre la novela, sobre el papel— sus dos grandes facetas: la sentimental y la intelectual. La lucha de la Maga y Oliveira recae sobre las maneras de comprender el mundo —siendo, a mi juicio y como ya lo dije en alguna otra parte, la Maga la gran vencedora de la novela, si de vencedores pudiéramos hablar. Pero más allá de esto, que resulta evidente, está la gran preocupación de Oliveira por comprender la manera como la Maga lo ha llevado a mirar distinto. No se lo puede creer: esa mocosa que vino con un hijo entre brazos, sin un vintén en el bolsillo, y además a estudiar canto, es quien le da lecciones sobre la manera de mirar y de ver. “Yo —dirá Oliveira—, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos.”

Todo esto es, entonces, lo que ya venía ardiendo en la cabeza de Cortázar: la precisa combinación entre el crítico y el especulativo. Qué importan en realidad las lecturas biográficas que se han hecho de la novela intentando encontrar que tal personaje es tal persona, etc. Yo lo veo como esa gran lucha interna de Cortázar por exorcizar sus luchas interiores y por saltar al ruedo con todas sus virtudes y facultades. No en vano —y esto me parece fundamental— fue que mientras revisaba las galeradas se preparaba para su primer viaje a Cuba. Y todos sabemos los cambios que indujeron este viaje a Cuba. Rayuela fue un proceso de depuración: fue una carnicería propia entre muertes de bebés y éxtasis musicales, centros vacíos y ovillos tirados,  entre hidropesía y mierda hasta el cogote. Al terminar la novela, fue otro.

 

Durante el pasado verano, durante esos días en que pudimos ver ese histórico diálogo entre Vargas Llosa y Aurora Bernárdez en el marco del curso “Cortázar y el boom latinoamericano” de la Cátedra Vargas Llosa en el Escorial, en medio de su larga y sugerente charla el nobel aseguró que aquello que sobreviviría de Cortázar serían sus cuentos. Al día siguiente, mientras cenábamos a pocos kilómetros de las residencias donde se había organizado el curso, nos encontrábamos Aurora Bernárdez, Carles Álvarez, Carlos Granés y yo cenando.  Mientras que Aurora terminaba una copa de vino blanco, Carles recordó el comentario y dijo que lo que sobreviviría de Cortázar sería su correspondencia. Aurora dijo, por su lado, que Cortázar “era una ausencia presente”, saldando así el asunto sin hacer prevalecer una obra sobre otra. Carlos Granés seguía inclinándose por una nueva mirada sobre el Libro de Manuel, no tanto para que fuese la novela que sobreviviera, sino para que pudiera ser por primera vez bien leída. Yo, por mi lado, repetí lo que tantas veces dije como secretario del curso: que siempre habrá un lector a quien Rayuela esté esperando para cuestionarle y hacerle pensar por su cuenta. Y así es como creo que cerramos, ahora mejor que en un imposible antes, los primeros cincuenta años de esta grandiosa novela.

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