Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

¿Por qué lee usted? (I)

Esa es la pregunta que le deberíamos lanzar a cualquier lector que encontremos en la calle: “¿por qué lee usted? ¿por qué abre usted este libro, o cualquier otro?”

Sin referirnos a ese libro en particular, el que tiene en las manos, porque la respuesta siempre sería la misma: “X o Y me lo recomendó”; “me han dicho que es bueno”; “me llamó la atención la portada”, etc. Salir del paso, antes de que el tema se vuelva álgido: es decir, personal e íntimo. Habría que ir más lejos y preguntarse qué es lo que me lleva a abrir un libro en plena disposición de lectura literaria, de eso que la cultura llama leer literatura.

No sorprenderá a nadie que uno de los actos más egoístas y solitarios como puede ser el de la lectura se lleve a cabo, casi siempre, para buscar su contrario inmediato: la compañía. Al leer un buen libro, a pesar de nuestra inmensa soledad, nos acompaña alguien que logra traducir nuestras sensaciones, experiencias y sentimientos (esta palabra siempre es peligrosa, pero en la intimidad de la lectura se revalúa);  nos acompaña alguien que logra crear “Esos mundos donde, precisamente porque no han sucedido nunca, las cosas seguirán sucediendo para siempre”, en palabras de Juan Gabriel Vásquez. Leemos para cerciorarnos de que, en medio de nuestro solitario universo interior, no estamos del todo solos. Alguien descifra a partir de la palabra aquello que no podemos más que contemplar como una oscura nebulosa: eso que está lleno de palabras que no logramos ordenar y que la psicología llama “nuestra interioridad”.

Siempre pensaré con especial respeto en esa máxima que colgaba en las Oficinas de Investigaciones Surrealistas en el número 15 de la parisina rue de Grenelle: “Ustedes que no ven, piensen en los que sí ven”. Un llamado a los burgueses por comprender y respetar lo que hace un artista (léase pintor, escritor, poeta, músico, etc.) por encima de todos los demás mortales: ver, en el sentido más completo del verbo. El escritor de ficción no solamente ve más que nosotros, sino que logra ordenar lo visto y leído en un mundo que termina casi siempre leyéndonos a nosotros mismos. Ahí reside el poder de su visión. Esa doble actividad (leer y ser leídos) resulta fundamental en cualquier encuentro con un libro, entre otras cosas porque cuando no se cumple se ha perdido el tiempo irremediablemente.

Es muy posible que el lector de best-sellers (que está en todo su derecho de serlo, ni más faltaba: de hecho nos va bien que lo sea, porque lo que él paga sustenta a los buenos escritores, a los que en realidad deberían perdurar) lo sea precisamente porque no le interesa en lo más mínimo darse cuenta de que un desconocido logró decir por él lo que nunca hubiera siquiera imaginado de sí mismo, pero que, de repente, una vez escuchado, resulta ser una verdad lapidaria. Difícilmente un lector ha podido olvidar aquella vez que levantó la mirada del libro y se dijo a sí mismo, como mirándose al espejo: “Sí, así es. Eso me pasa a mí. Así soy yo.”

Uno de los narradores que mejor leen a sus lectores, pensando en ellos, en una de sus muchísimas páginas cae en cuenta de que “no serían, a mi parecer, ‘mis lectores’, sino lectores de ellos mismos, siendo mi libro nada más que uno de esos cristales de aumento que entregaba a un comprador el óptico de Combray; mi libro, gracias al cual yo les proporcionaría el medio de leerse a sí mismos”. Por esto, dice el mismo narrador, “No les pediría que me elogiaran o denigrasen, sino sólo que me dijeran si eso es efectivamente así, si las palabras que leen en sí mismos son efectivamente las que yo he escrito.” Ocurre que muchas veces para leernos a nosotros mismos necesitamos que alguien más lo haga primero; que alguien despierte la conciencia. Porque muchas veces las palabras están en otro lugar: el mero hecho de que alguien entre y nos “ordene” prueba que no estamos solos, y que la lectura nos ayuda a comprender nuestro propio mundo interior.

No es el escritor quien nos acompaña, sino su creación, esa especie de prótesis que se llama obra literaria. Esa prótesis es la que a nosotros, como lectores, nos importa de veras. Porque la dependencia que se establece con el libro es mutua. Mientras que determinado personaje necesita de mi interioridad para ser comprendido, mi propia interioridad necesita de ese personaje (que me comprende) para despertar, para cobrar vida. Puesto así, nunca estamos más dispuestos a estar acompañados que cuando leemos en la soledad del estudio o de la biblioteca. Viejos y nuevos amigos entran y salen de nuestras estancias personales, donde siempre encuentran (y encontramos) un volumen abierto.

 

¿Por qué lee usted? (II)

¿Por qué lee usted? (III)

 

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