Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

Cortázar en Berkeley, 1980

Clases de literatura (def)

 

Se acaba de publicar en Argentina Clases de literatura de Julio Cortázar. Son nada más y nada menos que las clases dictadas por el escritor argentino en octubre y noviembre de 1980 en la universidad de Berkeley, inéditas y desconocidas hasta ahora. Cortázar sigue creciendo.

Julio Cortázar aterrizó a comienzos de octubre de 1980 en San Francisco proveniente de México para acudir a un compromiso adquirido meses atrás: dictar un curso de literatura en la universidad de Berkeley, en California, Estados Unidos. Durante los jueves de  octubre y noviembre de 1980, de dos a cuatro de la tarde, Cortázar habló desde su experiencia personal, a cuatro años de su muerte, del cuento, de los suyos, de sus novelas, y prácticamente de lo que le vino en gana a un selecto grupo de estudiantes. Las ocho clases inéditas fueron recuperadas cuando apareció la grabación sonora: trece horas de audio en relativo buen estado, a pesar de que hay fragmentos incomprensibles. Carles Álvarez, como viene siendo ya costumbre en ricas materias cortazarianas, se encargó de traerlo al público transcribiéndolas y editándolas. Respetando cada coma, cada palabra, cada frase. Se trata de un libro que nos dará un nuevo perfil, hasta ahora prácticamente desconocido, de Cortázar. El que se pone el disfraz de “profesor” y se explaya abiertamente concentrándose en su obra literaria; pero también de lo que parece ser el Cortázar definitivo, aquél que le dio la espalda a lo político para comprometerse, de nuevo, con lo literario.

Pensar en Cortázar dictando un curso de literatura en una universidad norteamericana de alta esfera invita a pensar en la relación que Cortázar tuvo con el país del norte. Cercanamente comprometido con la revolución cubana durante la década de los sesentas, y luego con las causas chilenas y nicaragüenses durante los setentas, Estados Unidos había estado siempre en la mira periférica. La relación que estableció con el país terminó siendo un capítulo memorable de las épocas cubanas del escritor, que sin embargo tuvieron efectos adversos que terminaron ocasionando la lenta pero segura separación del régimen cubano. En marzo de 1969 Cortázar rechazó una invitación de la prestigiosa e Ivy League Universidad de Columbia; de manera respetuosa pero llena de carácter revolucionario, le escribiría a Frank McShane, director del Columbia Writing Workshop, que le comprendiera pero que rechazaba la invitación a esa honorable institución tan abierta de mente y dispuesta a todo con tal de producir conocimiento libre. Le dice que presentarse allí, bajo las actuales circunstancias, se trataría de un grave error. “La misma presencia física—le escribe en inglés a McShane— adquiere un valor simbólico en América Latina, que es negativo, desde luego, y en última instancia representa un nuevo triunfo de las fuerzas reaccionarias e imperialistas en la técnica de ‘fuga de cerebros’ que desgraciadamente sigue aplicándose en las artes y las ciencias.” Le dice eso a nada más y nada menos que a la Universidad de Columbia; pero también, precisamente, porque se trata de la Universidad de Columbia. Días después terminaría aceptando que la carta se publicara abiertamente al público.

Supo, sin embargo, que esa carta no saldría del recinto académico. Se propuso, entonces, dirigir su rechazo francamente abierto a un gran público hispanoamericano residente en Estados Unidos. Después de negociaciones y promesas por escrito con el comité editorial de la revista Life en Español, Cortázar dio luz verde a la publicación de una entrevista cuyas preguntas respondió por escrito desde París, enviadas por la periodista Rita Guibert. El texto, bajo el ya dudoso título “Un gran escritor y su soledad. Julio Cortázar”, como si desde su mera publicación ya en Life estuvieran convencidos de que nadie le creería, fue publicado el 7 de abril de 1969. Las condiciones habían sido claras, y los editores se habían comprometido por escrito: se publicaría el texto tal cual fue enviado por el argentino, previa revisión de las galeradas que le debían ser enviadas a París. Aprovechó el espacio y se explayó, explicando en el mismo texto las condiciones exigidas, sin ir más lejos del segundo párrafo: “No solamente desconfío de las publicaciones norteamericanas del tipo de LIFE —dice apenas comienza—, en cualquier idioma en que aparezcan y muy especialmente en español, sino que tengo el convencimiento de que todas ellas, por más democráticas y avanzadas que pretendan ser, han servido, sirven y servirán la causa del imperialismo norteamericano, que a su vez sirve por todos los medios la causa del capitalismo.” Así, a manera de desprecio inmediato y explícito, sirviendo la causa que le correspondió por aquellos años. La entrevista, sin embargo, no fue bien vista desde la Casa de las Américas, y por esto siempre se lamentó. Lo que él vio como la posibilidad de “una violenta incursión en terreno enemigo”, terminó siendo comidilla de los más radicales y furibundos regidores del régimen. Por causas del azar que sólo son comprendidas bajo la sombra del Cort-azar, ese mismo día, 7 de abril de 1967, se publicaría en Le Nouvel Observateur “Ni héroe ni mártir”, texto suyo en el que se  pronunció acerca del caso Padilla y que tampoco causó ni pizca de gracia a esos mismos furibundos en la Habana. Cortázar acusó la distorsión de su mensaje central en el texto a los editores de la revista, quienes, según le afirmó a Fernández Retamar, suprimieron lo que él consideraba su posición neutral en todo el incidente del poeta cubano, no esa supuesta imagen de contradictor del régimen que los editores le habían querido dar. Pero ni siquiera estas explicaciones fueron suficientes para convencer, de nuevo, a los furibundos de la Casa. Visto así, es como si ese 7 de abril los astros se hubieran ordenado para decirle que ese camino sería eventualmente abandonado. Ya se lo había dicho a Vargas Llosa acerca de la entrevista de Guibert: “Te diré, de paso, que probablemente yo tendré problemas en Cuba cuando aparezca…”. “Me juzgarán mal”, se lamentará líneas después en la misma carta.

¿Por qué tanto rodeo antes de entrar al aula para escuchar a Cortázar? Pues porque el Cortázar con el que nos encontramos en Clases de literatura es uno que, no yendo por primera vez a Estados Unidos (de hecho aceptó muchas invitaciones durante la década de los setenta, y a comienzos de ese mismo año ya había estado en Nueva York dictando unas conferencias), parece ser un Cortázar definitivo; es decir, un Cortázar en la tranquilidad literaria que sucede a la tormenta política. No en vano en la primera clase deja clara una cuestión gracias a la primera pregunta que un alumno le hace: “Me alegro de la pregunta en la medida que me permite decir hoy algo que es mejor decir ahora que más tarde: si hay alguna cosa que defiendo por mí mismo, por la escritura, por la literatura, por todos los escritores y por todos los lectores, es la soberana libertad de un escritor de escribir lo que su consciencia y su dignidad personal lo llevan a escribir.” Esta frase no es más que un bálsamo bendito, que resulta en un espaldarazo para su lectura: estamos de nuevo, luego de tantos años, frente a un Cortázar que regresó a la literatura, sin perder de vista su propia realidad histórica, pero a sabiendas de que es la primera la que debe primar por encima de cualquier creación literaria. Estamos frente al Cortázar desencadenado de cualquier adoctrinamiento político, el mismo que dos años después realizaría el viaje que dio pie a Los autonautas de la cosmopista. Es esa liberación de pensamiento, y ese itinerario puramente literario, el elemento que más se disfruta de Clases de literatura: los ires y venires de, como lo llama Carles Álvarez en el prólogo, el profesor menos pedante del mundo.

Leer estas clases de literatura es gozar de la oportunidad de entrar al aula para escuchar a Cortázar hablar de sus cuentos, de sus novelas, de la importancia que le radicó a lo político, de la manera como su vida se ha visto influida por su propia literatura, y de lo que para él es más importante en ese momento actual de parte de cualquier escritor: el compromiso con una realidad, no política, sino de pensamiento. Esta opción de poder sentirnos allí sentados, en tercera o cuarta fila, viendo al argentino de ojos separados y grandes manos se logra precisamente por una de las facetas más jugosas del libro: la increíble semejanza entre el Cortázar oral y el escrito. Esta es una combinación que he visto únicamente en grandes escritores como Vargas Llosa, a quien se le escuchan las comas, punto y comas y puntos seguidos cuando está interviniendo oralmente: el caso de Cortázar es idéntico. Esto no solamente permite percatarse de ese “duende” del argentino, o acaso de l’esprit, como para explicarlo entre tradiciones españolas y francesas; esto invita al lector a sentirse próximo, cercano, a esa figura hasta ahora desconocida de quien se pone el disfraz de profesor para en últimas hablar de literatura. La oralidad permite una nueva aventura: la de escuchar a Cortázar hablando de lo que le viene en gana, a sabiendas de que lejos está de cualquier adoctrinamiento teórico y mucho menos “pedagógico”. Como dirá en sus últimas sesiones, cruza los dedos para que Berkeley siga invitando a escritores, puesto que “un escritor puede comunicar su experiencia personal y con vitalidad e intuición crear un contacto al que no se llega de segunda mano a través de la crítica.” Es desde otro ámbito, desde el “revolucionario del pensamiento”, como él mismo se declara, que Cortázar se erige como una figura tutelar.

Esto es así porque en cada sesión nos muestra un nuevo atributo. La del lector de cuentos, suyos y ajenos, para poder establecer sus diversos devices: de cómo la noción de fatalidad determina la naturaleza del cuento fantástico, o de cómo la temporalidad puede estar al servicio de éste, o de lo que para él es la búsqueda de la musicalidad en su prosa, o de lo que personajes suyos como Johnny Carter u Horacio Oliveira estuvieron buscando. Elementos críticos, pero pronunciados desde la fragua de su creación. Pero Cortázar también parte de la base —y he aquí lo interesante, lo liberador— de que en muchos casos la literatura se basta a sí misma para su comprensión, y sin problema alguno podrá decir, por ejemplo, luego de haber leído en voz alta su cuento “Con legítimo orgullo”, que “No tengo ganas de hacer comentarios sobre este cuento porque me parece que los comentarios son obvios”; o cuando habla del humor, otro de los elementos sobre los que más se explaya detenidamente, y de la manera como puede ser comprendido: a manera de conclusión a “Lucas, sus hospitales”, dirá que “Como creo que esto del humor finalmente se siente mejor con el humor mismo que con tentativas de explicación teórica que son siempre precarias, vamos a cerrar un poco este capitulejo con un texto que no tiene otra intención que la de ser humorístico, o sea que ahí por una vez el humor se da realmente toda la libertad a sí mismo.” Estos destellos no dejan de ser alegres ecos del capítulo 93 de Rayuela: una comprensión que es “pneuma y no logos”; dicho en otras palabras, experiencia viva y no indagación intelectual; para ponerlo en términos de Pahmuk (bajo la estela de Schiller), un acercamiento ingenuo a la obra, dejando de lado lo sentimental, es decir, lo programático, lo rígido. De allí, precisamente —y esto puede ser una de las cosas que más envidio de esos alumnos— el haber optado por la lectura en voz alta durante las sesiones de cuentos como “La autopista del sur”, “Manual de instrucciones”, “Un tal Lucas”, etc. ¿Cómo hubiera sido haber estado allí cuando Cortázar, para hacer entender sus propios cuentos, supo que la lectura en voz alta sería la puerta de entrada? Algo así como compartir la lectura para luego entrar (o no) en su explicación. Una extraña actividad lúdica para  las aulas académicas (se lee poco en voz alta en las universidades), pero que en el caso del argentino tendrá, como lo podrá comprobar cualquier lector, unos efectos deliciosos.

Por último, como no podía ser de otra manera, contamos con la mano mágica y cortazariana de Carles Álvarez para poder acceder a estos cursos. Su trabajo (en conjunto con el de Aurora Bernárdez) viene siendo providencial no solamente para los lectores de Cortázar, sino para la voz “presente pero ausente” del argentino a casi 100 años de su nacimiento. Carles Álvarez siempre nos hace la misma jugada: creemos saber algo de Cortázar, creemos conocer sus facetas, hasta que este editor decide sorprendernos con un material inédito. Se trata de un rompecabezas al cual siempre necesitaremos acomodar nuevas piezas. Larga es la sombra que nos lleva a Cortázar, y largo el agradecimiento a quienes aún nos permiten escuchar su voz. Y ahora, con Clases de literatura, esto se cumple de la manera más sorprendente. Cortázar sigue creciendo, y qué mejor manera de celebrar su vida y obra.

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