Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

Soñar con Cortázar

screen-capture-7Nota: este texto fue publicado en el número monográfico sobre Rayuela de El cuaderno de la antigua Voz de Galicia, en su número 47 (Julio-Agosto 2013).

La primera y única vez que he soñado con Cortázar fue en el otoño de 1997, por la mitad de mis dieciocho años. Estaba compartiendo una pequeñísima habitación de un hotel en Besançon con un amigo, a quien en sorteo le correspondió la pequeña y única cama. Yo, apretado contra la pared dentro de mi sleeping bag, me puse a leer “El argentino que se hizo querer de todos” de García Márquez para conciliar el sueño. Al cerrar el libro, no sé de dónde surgió la impensable idea de soñar con Cortázar. Mientras seguía pensando en cómo hacerlo caí presa del cansancio del largo viaje en tren.

Pero así fue. Me encontraba en el parking de la vieja casa de mi familia en la zona cafetera colombiana, en una gris y fría tarde en que las barbas del árbol de mamoncillo se movían con una violencia inusitada. Cuando me di la vuelta, vi cuan largo era Julio Florencio Cortázar Descotte. Vestía unos pantalones grises que parecían ser de un paño ligero, y un jersey de cuello tortuga verde que casi le llegaba al mentón. Estiró su mano y cuando cubrió la mía sentí “sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas” y reparé en sus “ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”. Sin que sonara descortés, le pregunté qué hacía allí; mostrando que no había sonado como tal, me contestó que había venido a mi encuentro (la respuesta no podía ser otra, yo con escasos 18 años de adolescencia). Luego un súbito cambio de escenario: estaba en uno de los cuartos de la casa viendo a Cortázar escribiendo por primera vez el cuento “La noche boca arriba.” Él no me lo dijo; yo no alcancé a ver su caligrafía. Pero lo sabía: se trataba de la historia del motociclista accidentado que en las noches de hospital sueña con ser un indio moteca a punto de ser sacrificado, para luego darse cuenta de que efectivamente lo es.

Me gusta pensar ahora que dentro de mi sueño ya había otro, el que invierte las categorías de la vigilia y el sueño, una inversión más de las tantas que Cortázar buscó para combatir el rígido, cartesiano y logocéntrico pensamiento de occidente en Rayuela.  Esto ni lo imaginé por la época del sueño, a pesar de que leía Rayuela en cualquier momento libre. Porque entonces se trató de otro libro: uno que me llevó a París, como a tantos otros, a caminar la ciudad con la certeza de estar persiguiendo a sus personajes. Debo formar parte de la tercera o cuarta generación de adolescentes que leyó Rayuela; sin embargo, no creo que el París que Cortázar retrató siga vivito y coleando, pero sí me ayudó a comprobar que la vida puede ser vivida de una manera diferente de aplicársele ciertos rigores lúdicos y de observarla desde ángulos insólitos.

Rayuela a su manera es muchos libros, pero sobre todo es dos libros: el de la adolescencia y el de después. En la Rayuela de la adolescencia predomina el movimiento, los largos paseos por la ciudad, el juego amoroso, los juegos del azar, la liberación de la rigidez moral que por esos años se nos inculca a través de los padres o de la cultura. Al contrario la otra Rayuela, la de la lectura con experiencia, no busca la imitación ni la entrañable puesta en práctica de su poesía, sino su comprensión desde una perspectiva analítica: los juegos argumentativos, las distintas capas de sentido que guarda como una cebolla, las sesudas morellianas, los juegos del lenguaje y su atrevimiento a cuestionarlos.

Lo curioso termina siendo que, queriéndolo o no, al contemplar esas dos lecturas nos parecemos a sus dos personajes emblemáticos. Cuando la leíamos sin preguntarnos el por qué de su teoría sino pensando más bien en su representación en la vida, actuábamos como lo hace la Maga, libres de preceptos establecidos, con todas las arbitrariedades posibles, con unos ojos que aún no necesitaban de lentes para racionalizar el mundo; cuando la leemos preguntándonos por sus mensajes cifrados y ocultos, y la cuestionamos y la desangramos para saber cuál será su próxima sorpresa, actuamos como Oliveira: escépticos por naturaleza, analíticos insaciables, razonadores ilimitados, lúcidos filólogos. Dos personajes que representan, en últimas, dos maneras radicalmente opuestas de concebir el mundo: la irracional y la lógica; la poética, la del presente puro, y la teórica o racional, la del tiempo vivido.

Lo terriblemente injusto es que con el tiempo y la edad adquirida (tanto de la novela como la nuestra) termina prevaleciendo la segunda sobre la primera, porque es la lectura racional la que permite verbalizar lo que leemos. Una traición a toda costa. La novela no busca solamente que volvamos al inicio del camino de Occidente para recomponer su torcido itinerario. A nivel personal parece invitarnos a regresar a la edad del Mito luego de haber vivido tanto tiempo inmersos en el Logos; es decir, volver sobre lo que aún vivía libre de lo racional, de las leyes y del afincamiento burgués de la cotidianeidad que nuestra sociedad parece querer imponer a toda costa. Leerla es confirmar lo que Breton apuntó en alguna parte:  “Me he jurado no dejar amortiguarse nada en mí, en la medida en que pueda yo influir.” Cada generación puede soñar con Cortázar como le venga en gana: con algo de ingenuidad, con algo de inocencia. Pero siempre buscando esa otra manera, ese contrapelo de esto que nos ha sido dado por vida.

 

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