Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

50 años de «Rayuela» (y del Cortázar político)

Todo cambió después de la publicación de Rayuela. Pero para entonces ya había cambiado su propio autor, convencido como estaba de que la única vía para cambiar la realidad era el compromiso político. Nunca sabremos si perdimos o ganamos con esa decisión.

El 28 de junio se conmemoran los 50 años de publicación de Rayuela a cargo de la editorial Sudamericana. No resulta difícil imaginar lo que debió haber sido ese viernes de 1963: dudo mucho las largas filas, porque el Cortázar novelista no había exhibido aún toda su complejidad. Los premios, publicada en 1961, y si acaso “El perseguidor”, esa novela corta/relato largo, habían en principio asentado las bases de lo que llegaría después. Pero lo que ocurrió es que nadie imaginaba qué era eso que llegaría después. Nadie imaginó las implicaciones que la publicación de Rayuela traería no sólo para el autor, sino para la población latinoamericana que, en una década tan convulsa, exigía a gritos algo que le permitiera experimentar esa estrella surrealista de tres puntas evocada por Octavio Paz: la conjunción de la libertad, el amor y la poesía. Eso implicó Rayuela: el poder usar ese sombrero de tres puntas incluso en días nublados; que fuera práctico era lo de menos.

Pero ocurrió algo que no sabemos qué tanto los primeros lectores de la obra imaginaron a su manera. La lectura de Rayuela es emprender la búsqueda que llevan a cabo sus personajes, y que podemos imaginar llevó a cabo su propio autor a su manera. No en vano los primeros capítulos en orden ascendente fueron escritos en 1951 cuando llegó a París, esos “papelitos” que se escondieron dentro de cajones, en la mesa de noche, en cualquier parte, para aparecer casi 12 años después como pequeños poemas en prosa a la mejor manera baudelairiana para dar inicio a la obra. Así como quien lee a Paul Auster cae rápidamente en increíbles coincidencias y en irremediables encuentros del azar, el lector de Rayuela, queriéndolo a no, comienza a buscar dentro de su abanico del deseo todas las posibilidades de inversión vital. No sabe exactamente qué es lo que busca invertir, pero sabe que hay algo terriblemente transgresor en la lectura; sabe (como esperamos seguirán sintiendo los alumnos universitarios bien guiados, como espero sentirán aquellos que a pesar de la edad leerán por primera vez Rayuela a 50 años de su publicación) que algo tiembla dentro suyo, y ese algo se llama la cotidianeidad, ese algo se llama la Gran Costumbre: tiembla para no volver a asentarse, pero también tiembla porque le es necesario preguntarse por aquello que en el día a día viene formulando como cierto y compartiendo como verdadero. Esto lo hace a partir, cómo no, de eso que se denomina a partir de la novela como “búsqueda metafísica”, término antipático que resulta familiar para los filósofos, literatos o mamertos, pero que en realidad es el resultado de abrir los ojos y no aceptar como dado aquello que, por su peso, parece inamovible de nuestra propia esfera. Dicho en otras palabras, que tanto gustaron a Cortázar: “rondar del lado de allá” para darnos cuenta que en el lado de acá las cosas nunca han estado tan bien y tan claras como nos han enseñado.
Pero eso que ocurrió y que no sé qué tanto supieron los lectores, y que ahora podemos imaginar gracias a las cartas editadas por Carles Álvarez, es que cuando los lectores de entonces comenzaban esas búsquedas entre Oliveira y la Maga, y esos Clubes de la Serpiente y ese París cortazariano, Cortázar ya lejos estaba de todo aquello que había sentido desde 1951 cuando llegó a París y que logró depurar, por así decirlo, casi 12 años después cuando terminó la novela. En 1962 recibió en París las galeradas para hacer la revisión de lo que sería esa primera edición; pero también en el ‘62, en esa cifra fundamental de la numerología cortazariana, le llegó una carta de invitación de la Casa de las Américas en la Habana, que cualquier conocedor de Cortázar identifica como la invitación al gran cambio del autor envalentonado en su búsqueda estética.  Mientras que esa edición de Rayuela se preparaba, algo ya ocurría en el interior de Cortázar: la convicción de que la búsqueda por cambiar la realidad a partir de lo estético había fallado, al igual que le ocurrió a Oliveira. Paradójica situación: revisaba las pruebas de aquello que ya había sido probado como falso.

Es imposible, o así me lo parece, no imaginar que el fracaso de Oliveira en su búsqueda pudo haber sido también el fracaso de Cortázar en algún campo de su propia experiencia vital. No me dejará de llamar la atención el hecho de que es precisamente mientras revisa las galeradas de esa primera edición de Sudamericana el momento en que volcará todas sus energías en el compromiso político, y que dejará de lado cualquier composición poética o literaria que olvide el compromiso del intelectual/escritor latinoamericano con su realidad circundante. Muchos años después de la publicación de Rayuela, en las charlas dadas en la universidad de Berkeley en 1980 que próximamente publicará Alfaguara (gracias a una magistral edición, como siempre, de Carles Álvarez), Cortázar confiesa ese cambio de interés en el ámbito literario sufrido a comienzos de la década de los sesenta. Confiesa haber pasado de la literatura por la literatura misma a “la literatura como una de las muchas formas de participar en los procesos históricos que a cada uno de nosotros nos concierne en su país.” Dicho de otro modo: dejó de interesarse únicamente en el prójimo psicológico (el “prójimo” como material de novelas, visto extensivamente en “El perseguidor”, Los premios y Rayuela) y comenzó a interesarse en el personaje como símbolo de “sociedades enteras, pueblos, civilizaciones, conjuntos humanos.” En ese 1980 Cortázar reconoció el egoísmo que supuso indagar en esos perfiles psicológicos porque, imbuido como estaba en lo estético, había olvidado la responsabilidad política y social del quehacer literario. En otras palabras: creía contar todavía con un Mallarmé que le lanzaba los dados, cuando en realidad había una imposición a lo Zolá en cuanto a la responsabilidad de quien escribe. Pero hay algo que cojeó. Ya lo había dicho Wilde: “Ningún artista desea probar nada. Hasta las cosas ciertas pueden ser probadas.”

Si bien la adhesión de Cortázar por la revolución cubana le duraría desde 1962 hasta  prácticamente el caso Padilla de 1971, ya nunca dejaría de ser activo políticamente. El cambio de lo estético por lo político pudo haber sido el resultado de ese fracaso que vivió de manera tan cercana con Oliveira. La búsqueda que se había pactado a través del sujeto parecía haber caducado, a cambio de una búsqueda social y política utilizando el mismo medio imperfecto, la literatura. Pero hay algo que cojea. Rayuela siempre me será más provechoso desde el ámbito psicológico y social, incluso político, que el mismo Libro de Manuel; “El perseguidor” me parece que intenta cambiar la propia concepción de la realidad más de lo que pudo haber hecho Nicaragua tan violentamente dulce. Lo extraño fue proponerse llevar a cabo lo que ya estaba más que asentado en su propia dimensión de lo humano: el cambio desde adentro para así modificar lo exterior, lo que nos rodea.

Algo cambiaría para siempre luego de la aparición de Rayuela: su propio autor olvidaría lo estético y metafísico como vía de cambio para la realidad. Sorprendente, sobre todo porque a partir de esa obra tantos otros lectores habían ya decidido emprender ese camino que el mismo argentino que se hizo querer por todo el mundo había propuesto. Mientras que él lo pensó insuficiente, miles de lectores le agradecerían la invitación a cambiar su propia manera de pensar, la que la obra les proponía. El lector que leyó Rayuela  en la edición de Sudamericana de 1963 lo hizo sin compañía de su autor.  Cortázar ya estaba en otra parte, como lo estuvo siempre. La diferencia de esa vez es que nunca sabremos cuánto perdimos o si acaso ganamos.

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