Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

El joven artista Stephen Dedalus

Ahora que la Iglesia estrena nuevo Papa, no es mal momento para recordar no solamente las maneras como la religión ha aprisionado el carácter artístico, sino las maneras como éste, desbocado y rebelde, ha logrado huir de las cadenas de la moral cristiana. Stephen Dedalus, personaje insigne del irlandés James Joyce, sigue siendo uno de los más elaborados retratos del artista incandescente y rebelde.

El joven Stephen Dedalus, protagonista de El retrato del artista adolescente,  es uno de esos personajes que llevan en su propia sangre el sino de los caracteres profanos y sublimes. Su nombre es en sí mismo una unión entre lo sagrado y lo profano: Stephen hace referencia a San Esteban, primer protomártir de la cristiandad que murió apedreado en Jerusalén en el año 36 d.C. Dedalus representa todo lo profano y lo inmisericorde: es una referencia a Dédalo, el astuto artífice del mundo antiguo a quien la pluma de Ovidio reconoció como un conocedor de las oscuras artes. Tan oscuras que no solamente ingenió la estructura en madera para que Pasifae lograra copular con el gran toro blanco que el rey Minos iba a sacrificar a Poseidón, sino que construyó, además, el laberinto de Creta donde se habría de guardar el fruto de tan irracional encuentro: el temible Minotauro. Bestia, no obstante,  rescatada por el siglo XX como el verdadero portador de un conocimiento sensible y artístico del mundo. El surrealismo se encargará de comenzar a esclarecer lo que el Minotauro podría ser; Julio Cortázar, en su poema dramático Los reyes, le dará el iluminador golpe de gracia a esta majestuosa figura mitológica. Como el mismo Cortázar escribió a pocos años de morir, el Minotauro encarna la rebeldía del artista no solamente frente a gobiernos que podríamos calificar de fascistas (es la voz disonante que cualquier régimen debe silenciar) sino frente a la temible injerencia de un Dios castrante.

La historia del joven Stephen Dedalus es la de aquél que luego de recibir una formación católica terminará optando por rendirse ante la Belleza que ante la figura de un Dios castigador. Desde sus primeros años así lo reconoce cuando pocas o nulas ganas tiene de jugar con el resto de sus compañeros, siendo su verdadero deseo el de “encontrar en el mundo real la imagen irreal que su alma contemplaba constantemente.” La férrea moral católica que sus profesores buscan inculcarle se ve súbitamente socavada en el momento en que, como cualquier otro adolescente, cae en las delicias de la carne y de los sentidos. Su primera rebelión llega de la mano de las prostitutas dublinesas, en las que reconoce la posibilidad de “pecar con otro ser de su misma naturaleza, forzar a otro ser a pecar con él, regocijarse con una mujer en el pecado”. En el siempre buscado debate entre el vicio y la virtud, Stephen se alía con los pecados capitales y hará de su vida un catálogo de atentados contra el creador, a sabiendas de que “estaba en la mano de Dios el arrebatarle la vida durante el sueño y precipitarle en el infierno, sin darle tiempo ni aún de pedir clemencia.”

Pero su Dios no dejaría escapar tan fácilmente a un alma joven de sus propios preceptos. Cuando Stephen escucha los diversos sermones que recibe en la preparación a su primera comunión, se da cuenta, con la sensibilidad imaginativa de un artista en formación, de las verdaderas dimensiones del infierno cristiano, y de cómo aquél lugar resultaba siendo el espacio castigador de sus sentidos, aquellos nuevos dioses a los cuales le rendía tributo y pleitesía siempre que podía. Se trata, sin lugar a dudas, de una de las secciones más poéticamente descarnadas de la novela. Difícilmente cualquier compañero de Stephen habrá entendido las verdaderas consecuencias de los tormentos físicos del infierno, a la vez que del tormento de la eternidad, y aquél que escarba como un gusano, el tormento de la consciencia. La sensibilidad que recibe estos sermones no puede obrar de manera distinta a la de convertir a Stephen, de nuevo, hacia la moral cristiana. Pasa de los siete pecados capitales a las siete virtudes capitales. La búsqueda de esa imagen irreal que tanto ansía no esta aún al alcance de una creencia religiosa.

Esto lo sabrá, sin embargo, en el momento en que contempla la Belleza pura representada en esa chica que aparecerá sobre los acantilados.

Este encuentro terminará convirtiéndose en uno de los mejores ejemplos de la revelación personal entendida en términos de epifanía. Ante la contemplación de la belleza, Stephen no puede más que rendirse de manera desinteresada, algo que no había conseguido de la mano de la virtud o del vicio cristianos. “La imagen de la muchacha había penetrado en su alma para siempre y ni una palabra había roto el silencio de su éxtasis. Los ojos de ella le habían llamado y su alma se había precipitado al llamamiento. ¡Vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida!” Sólo será a partir de la belleza que Stephen comprenderá su carácter artístico, aquél que no puede estar sujeto por creencias que poco o nada contribuyen a su propia sensibilidad artística.

La última sección de la novela ocurre ya en la universidad, con un Stephen que conoce de memoria a Santo Tomás de Aquino y todas sus ideas acerca de lo bello. Será allí que comprenderá su última frontera por superar: la de un lenguaje, el inglés, adquirido a manera de conquista cultural (el suyo original debía ser el gaélico). Libre del castigador de la consciencia, Dios mismo, y obstinado a recrearse libre de culturas impuestas, Stephen toma una decisión: “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión.” Decide huir de la isla irlandesa contando con tan solo tres armas para enfrentarse al mundo: el silencio, el destierro y la astucia. Escribe en su diario al finalizar la novela: “Bien llegada, ¡oh vida! Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza.”

Si algo permanece hasta nuestros días de este personaje es la idea liberadora para alcanzar el rasgo artístico que permitirá forjar la conciencia increada; es decir, la esencia artística por excelencia, aquello que ilumina un espacio que hasta entonces había estado en la oscuridad. Es la puesta en escena de la cruenta batalla del joven artista contra dos de los conceptos más castrantes en cualquier mente artística: la religión y la patria. Stephen Dedalus así lo demuestra: el camino hacia el arte auténtico es únicamente adquirido a través del despojo.

1904

 

 

Comentarios