Lloviendo y haciendo sol

Publicado el Pilar Posada S.

El Ástor de Medellín

Mi mamá me llevaba al Ástor cuando íbamos, de compras, a «Medellín». Nosotros vivíamos en Otrabanda y no se decía , como ahora, ir al centro. Ibamos a comprar los uniformes para el colegio, o los zapatos. Claro, también los útiles a la Procuraduría de los hermanos cristianos, en Palacé. Era una fiesta entrar con mi mamá al Ástor.

A la izquierda los moritos y la pastelería. A la derecha los chocolates y los dulces. Y ese largo pasillo con la caja registradora a la izquierda, que uno atravesaba, mirando a lado y lado, buscando una mesa libre para sentarse. Los olores se colaban en las fosas nasales y en el cerebro límbico -debe ser-, porque el apetito se abría instantáneamente. De esas visitas al Ástor me quedó gustando la ceremonia del té con tostadas a las cinco de la tarde. Nunca me atrajeron los helados con salpicón y sus reboses de crema de leche.

Después, más crecida, volví. De diecisiete iba a veces con Byron White, con sus modos de gentleman y sus cuentos que nunca entendí del todo. Era esotérico y enredado. Más grande, fui también con Barquillo, que tomaba tinto como loco, y movía sus manos de dedos huesudos, lagrimeaba de su ojo díscolo y echaba sus peroratas. Se reía de sí mismo. Celebraba las palabras que le salían, con esa risa estertórea, como de loco, que tenía. También iba a veces con amigas, o sola, a mirar los libros de poesía que me acababa de robar en la Librería Nueva, al frente.

Al Ástor iba de todo: monjas, jubilados, señoras bien, parejas de novios, muchachas alharaqueras, lectores. Iban muchos hombres a leer, con sus libros misteriosos, abiertos sobre la mesa, mientras tomaban jugo de mandarina, o agua, o tinto. A ellos y a mí nos atendía, entre otras, una chiquita, menuda, con el pelo negro y largo que le llegaba a la cintura. Era rápida y discreta. ¿Estará muerta? Cuando me sobraba plata después de pagar la cuenta de adentro, me iba a los mostradores del pan y comparaba uno integral para mi mamá. Todavía hoy hago eso; compro pan integral para mi mamá en el Ástor. O compraba, como un regalo, para mi glotonería nunca desatada, porque siempre he engordado fácil, galletas alemanas, de las que tienen nueces y miel y están untadas de un polvito blanco que no sé si es harina de trigo o azúcar tres equis, u otras que nunca aprendí cómo se llamaban. Unas galletas -¿o será mejor decir torticas?- en forma de bollo, cubiertas de chocolate y envueltas en papel celofán transparente con una cintita de papel color metálico, rojo, verde o azul.

Mi mamá siempre ha sido religiosa y practicante, de veras -le sale del alma-, y en la cuaresma no comía chocolates, que le encantaban. Cuarenta días sin probarlos. En la Pascua, resucitado Jesucristo Nuestro Señor, iba al Ástor a comprarse una libra de confites de chocolate y entonces se desquitaba del sacrificio que había hecho. A veces me daba uno que otro. Cuando cumplí cincuenta años, una vecina, a la que invité a mi fiesta, me regaló media libra de chocolates del Ástor. Todos me los comí: los merecía. Fue un espléndido homenaje para entrar a esta década, temida y bella, donde inevitablemente nos volvemos jamonas si no lo somos desde antes. Hoy, cuando estoy en el Olaya, o en el José María Córdova, arrimo al Ástor y compro una barra de chocolate dietético. Ya hay Ástores por todas partes. En Laureles, en el Mall de San Lucas. Debe haber más que no conozco.

astor

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