Lloviendo y haciendo sol

Publicado el Pilar Posada S.

La ilusión de no estar solos

Eso es lo que nos dan las redes sociales, los chats, los blogs. La ilusión de no estar solos. Y lo estamos; irremediablemente. Fuegos fatuos son los pulgares alzados, a “Fulano le gusta tu comentario”; “a Zutano le gusta tu enlace”.

Hace mucho, cuando era joven y vivía sola, hice alguna vez una fiesta en mi apartamento. Mis invitados eran gente del mundo del cine. Hacían una película por esos días, en Medellín. Muy rumberos ellos -gente in- todos inhalaron cocaína esa noche. Yo no metí, por zanahoria y por ser la anfitriona. Ante mis ojos y oídos, en mi pequeño aparta-estudio, en la vía para Belén Rincón, ese día comprendí lo que significaba la torre de Babel. Todos hablaban al mismo tiempo, y claro, nadie oía; pero nadie, tampoco, parecía darse cuenta de que no era escuchado. Hablaban, hablaban, hablaban. Casi, digo también, les salían letreros.

Y hay gente que no necesita meterse un pase de perico para hablar sin importarle que la estén o no oyendo, y menos, si al otro le interesa o no lo que está diciendo. Tuve una vecina que si me encontraba con ella en el parqueadero me contaba todo lo que pasaba en ese momento por su cabeza y corazón, hasta el último detalle. Empezaba por decirme que estaba muy triste porque su hija estaba de viaje y terminaba con el chisme más fresco del barrio. Todo esto sin considerar lo que mi cuerpo le estaba diciendo. Yo miraba para otro lado, ponía los brazos en jarra, me ajustaba el bolso, hasta que lograba escapármele para atender mi propio monólogo.

La verdad es que no soy muy distinta a ella cuando escribo un poema o hago esta nota para un blog. Quiero, busco, necesito a otro que se interese por lo que digo, así lo que diga revele o esconda mi sentir. Los locos, que veo a veces en la calle, hablando solos, me dan la misma sensación. Y me conmueven. Me conmueve la imperiosa necesidad que tenemos los seres humanos de hablar, de decir, de expresarnos. Pero mirándolo bien, la que me conmueve es la necesidad que tenemos de que otro nos escuche, o sea, que ponga en suspenso su propio caleidoscopio -en permanente movimiento significante- y se detenga por unos instantes en el nuestro. Y nos sienta. Más nada.

Esto, lo sabemos, es escasísimo. Tan escaso que hasta se paga, y a veces muy bien, para que alguien lo oiga, de veras y un rato seguido, a uno. Hablo de los profesionales que son remunerados por quedarse callados: los psicólogos, los psiquiatras, los psicoanalistas. Hay por supuesto unos que oyen mejor que otros y unos que hablan menos. Los psicoanalistas lacanianos, por ejemplo, hablan poquísimo, y cuando lo hacen, le devuelven al parlotero su propio discurso; le tiran, en boomerang, su propio decir, le hablan a uno con lo que uno habló. Refinada manera, -poderosa y temible-, de acusar recibo de lo dicho.

¡Qué soledad!, en este mundo internético donde todos podemos escribir lo que se nos pasa por la cabeza, con buena o con mala ortografía, con decencia o indecencia, con rabia o sin ella. ¡Qué soledad!, en este mundo donde todos podemos ser amigos de todos con un click.

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