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Dalma y Diego Maradona: El abrazo partido

Diego Maradona 

Fernando Araújo Vélez *

Fue el abrazo más desgarrador del fútbol. Un abrazo que no tuvo palabras porque no las necesitaba, un abrazo de dos seres rotos. Tal vez Diego Maradona le deslizó un susurro a su hija Dalma, nada más que eso. Nada menos que eso.  Tal vez le dijo “me quiero morir” y ella se atragantó de lágrimas. Ahí estaban los dos. Desolados, solos a pesar de los cientos de periodistas y directivos que pasaban a su lado por aquel pasillo; abandonados por la vida pese a que, entre tantos otros,  Joachim Low (el técnico de Alemania) daba vueltas  y vueltas a su alrededor aguardando que se separaran para decirle a Maradona cualquier cosa que lo reanimara. Fueron cinco ó 10 eternos minutos. Una vida.

En una mano Maradona llevaba y apretaba el rosario en el que había depositado sus ilusiones desde el primer día de la Copa del Mundo. A su vestido, el traje gris que no mandó a lavar en un mes porque el jabón podía arruinar la buena fortuna, se le notaban algunas manchas y arrugas. Sus zapatos se veían opacos.  Las cámaras grababan el abrazo. Acercaban y alejaban el rostro demacrado de aquel hombre que en ese instante sólo era eso, sólo fue eso, un hombre. Su barba, teñida de canas, prolija, con aires de Orson Welles, había sido por vez primera en su vida la barba de la buena suerte. Antes, muchos años atrás, sus peores días habían estado envueltos en otras barbas.

Diego Maradona, Reuters.
Agencia Reuters

 

Se la dejó en la Copa del 82, cuando lo expulsaron en el último partido contra Brasil. Y las cámaras, siempre las cámaras, lo mostraron cabizbajo, humillado, perdido después de la derrota. Se la dejó 10 años más tarde, cuando la policía de Buenos Aires lo detuvo en un apartamento del barrio de Caballito, drogado, huidizo, la mirada transparente, los pasos débiles. Se la volvió a dejar en decenas de otras ocasiones, cuando la vida lo desbordaba y no le hallaba la vuelta. Cuarenta y cinco días atrás dejó de afeitarse. Así, ganó en el debut ante Nigeria. Así, revirtió las antiguas críticas porque no sabía a qué jugaba ni cómo, y de su mano, Argentina se transformó en “la mayor alegría del torneo”, como escribió el viernes The New York Times.

Dalma Nerea, su hija mayor, llevaba aún el gorro tejido con el que se había paseado por Sudáfrica desde el primer día, la misma blusa de los últimos partidos, los mismos zapatos, las gafas oscuras ahora colgadas del cuello, la mochila. Dos horas antes, se había apostado en la tribuna del Green Point de Ciudad del Cabo y repitió, sagrados, los ritos que a ella, a su padre y su hermana, a su país, los iban a llevar a la final del Mundial. Ropa, llamadas, palabras, bebidas, todo infinito, reiterado, santo y calcado. Cuando el 0-4 de los alemanes estaba consumado, bajó para consolar a Maradona. Sabía, más que nadie en el mundo, que aquel D10s inmortal estaba muriendo.

Lo abrazó. Se abrazaron en una imagen que más que decir o hablar, gritaba. Era la síntesis de lo que comenzó a suceder en noviembre del 2008, cuando Julio Grondona nombró a Diego Maradona como técnico de la Selección Argentina, y a Carlos Salvador Bilardo como su “consejero”. Los dos, uno con su magia y su entrega, sus goles, su talento, su inventiva, y el otro con su estar encima de cada detalle, sus supersticiones y esquemas, habían sido los principales protagonistas del último título argentino en una Copa del Mundo, 1986.  Los dos fueron, sucesivamente, amigos, enemigos, amor y odio, blanco y negro, pero los dos creyeron siempre en la fuerza de las cábalas.

Para llegar a Sudáfrica 2010 repasaron gesto tras gesto, color tras color, cada uno de los hechos del 86. Entonces quisieron revivirlos. Se inventaron peleas con la prensa, copiaron el uniforme que habían usado en México, se llenaron de rituales, convocaron a líderes positivos, repartieron las habitaciones como en el 86 e hicieron o quisieron hacer que Messi fuera el Maradona de entonces, con su zurda, su cinta de capitán (por un partido, pero capitán), sus arranques y gambetas. Luego, ya en la Copa, y después de los primeros triunfos que opacaron carencias, apelaron aún más a los viejos códigos del fútbol. Bilardo había pasado a ser un fantasma. Ya no hablaba, no participaba. En la relación de amores y odios, había caído en la última de las casillas.

Su lugar lo ocuparon Héctor Enrique, uno de sus escuderos en el 86, y Alejandro Mancuso, la sombra de Maradona. Con ellos, la ruleta de las supersticiones siguió girando, cada vez más vertiginosa, imparable.  En una vuelta era Valeria Lynch, que cantaba las mismas canciones que en 1986 para que obraran como pócimas benditas. En otra vuelta, era los asientos de los buses y aviones, que debían ser asignados y respetados según lo dispusiera el dios de las cábalas. La última vuelta de la ruleta fue aquella frase de “equipo que gana no se toca”. Maradona la copió y repitió hasta hacerla axioma. Después de la victoria sobre México 3-1, con un fútbol perdido, sin explosión, sin ideas, sin ritmo ni coherencia, apoyada en un flagrante error arbitral, el técnico se adhirió a ella y al concepto, “porque equipo que gana no se toca”.

Diego Maradona, Reuters
Agencia Reuters

Quienes sabían, dijeron y escribieron que a Argentina le hacían falta quite, recuperación y salida en la mitad de la cancha, y que la defensa por el flanco derecho era vulnerable. Hablaron de que Ángel Di María no estaba en su mejor nivel y que Maxi Rodríguez era sólo voluntad. Sentenciaron que sin alguien que le diera la pelota, Messi se perdía bajando hasta su campo a buscarla. Quienes sabían, dijeron y escribieron después de la eliminación que quien podía haber solucionado gran parte de aquellos problemas se había quedado en la banca: Juan Sebastián Verón. Maradona jamás explicó por qué prescindió de él. Quizá nunca lo aclare. Su silencio será uno más de sus códigos, mezcla de religión, santería, lealtad y creencia.

Su silencio, como en el descarnado abrazo con su hija, será uno más de sus tributos a las jamás comprobadas fuerzas de lo invisible.  Su apuesta por la cábala lo llevó al fracaso, tal vez porque nunca comprendió que su fútbol, sus victorias, las leyendas que dejó (y que no se borrarán), fueron obra de su virtuosismo, de su obsesión por pegarle bien al balón, de su velocidad mental y física, de su hambre de gloria, no de los dioses. No de la fe. No de la repetición de accidentes. No de los rosarios, los pelos de gato y las patas de rana.   

http://www.youtube.com/watch?v=8rqB5Ve1t4M

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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online. Tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos del periódico El Espectador.

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