Ventiundedos

Publicado el Andrey Porras Montejo

Rubén Darío y el periodista impertinente

La única certeza del profesor Noreña con respecto a su existencia es un acto: la lectura. Todo lo demás es pasajero, frágil y hasta nauseabundo, pero mientras sus ojos puedan posarse sobre las tantas cosas inusuales que le propone la lectura, muy seguramente, su espíritu intranquilo podrá encontrar un lugar en el espacio.

Así entonces, succionado por las palabras, el profesor Noreña lee un artículo de un periodista impertinente, de aquellos a los que la irreverencia los lleva a la fama pero que luego, ella misma es la que los aplasta y los condena. Una o dos temporadas más de escándalo y este héroe de la palabra estará en el olvido, en el cementerio intelectual. Pero mientras dura, el profesor Noreña se deja atrapar por ese mar rescilente, mezcla de denuncia social con favoritismo romántico:

…en la calle se abrían paso varios grupos indeseables: los de camiseta del equipo de fútbol, quienes con una mano pegaban el pitillo verdoso y con la otra manoteaban inconformidades; al frente, los beodos de la eternidad, aquellos hombres con la piel roja oscura, llena de micro parches negros y porosos, agujeros formados en el cutis de tanto reventar al hígado con una filosofía etílica tempranera, cada día, ebrios desde las 9 de la mañana; y por último, el esperpento de la contradicción, la luz perpetua de todo lo inusual, la fotografía que todavía obliga al cerebro a aplazar el Apocalipsis… una prostituta, con su hija en brazos, se despide tiernamente de otras prostitutas que, al parecer, son su única familia”.

El artículo continuaba con un montón de afrentas sociales que, de no ser por la buena pluma del periodista, obligaría al lector a alejarse del texto. Pero esta era una de esas escrituras dulces, empalagosas, que busca las palabras para que se le peguen al lector y le espeten al oído “léeme”, “grítame”… «haz algo conmigo».

Entonces, el profesor Noreña hizo caso de la impertinencia metalingüística y su cerebro le empezó a enviar imágenes recientes, sacadas de su experiencia, apátrida y solitaria.

Recordó un viaje a un país del viejo y perfecto mundo, donde el empoderamiento de su hombría conquistadora se había visto mermado por un boicot inusual: todas las mujeres de la ciudad se habían puesto de acuerdo para no ir a los bares, no solamente por el número creciente de actos de violencia relacionados con el maltrato, el acceso carnal violento y el lenguaje ofensivo, sino porque, al parecer, la mayoría de los bares no implementaba medidas de seguridad para evitar tales desmanes y seguían cabalgando en su parafernalia machista y económicamente poderosa; entonces, y con la venía del espíritu de la diversidad sexual, todas decidieron no ir a los bares la noche en que, con tanto delirio, el profesor Noreña se alistaba para su primera conquista europea.

Recordó también una noche de Hallowen en la que, en una ciudad fría, había visto disfrazarse a más de un centenar de jóvenes con atuendos estrambóticos e inteligentes, que los hacían vivir un carnaval de irreverencias sutiles, agazapadas y subterráneas, pero que encontraban en esa noche un buen futuro para existir. Sus caras nuevas y nítidas ya empezaban a dibujar el deterioro torcido, causado por los estimulantes utilizados hacía algunas horas; por lo tanto, leves sobresaltos de ruptura se dejaban notar en las bocas que comenzaban a regurgitar: ”un ejército confiscado por los habitantes de un pueblo montañoso», «una presidenta de la Cámara de Representantes con una tesis de maestría plagiada», «un ministro recalcitrante que enciende las voces de la guerra con mensajes xenófobos hacia el oriente medio», «una alcaldesa desaparecida que solo pelea con su antecesor, mientras las calles de su ciudad parecen infinitos hoyos negros donde se rompen los ejes de los automotores» y «todo un batallón de Policía celebrando una graduación pedagógica con insignias nazis, con el fin de exaltar a la antigua Policía alemana». Pero, en verdad, sus bocas no se movían, eran solo sus gestos foráneos y suburbanos los que hablaban, hablaban por un inconsciente desbordado, desconsiderado, no tomado en cuenta, roto por una realidad que no les da la oportunidad de existir con dignidad.

La mente del profesor Noreña abandonó su larga disertación y continuó leyendo el final del artículo:

«Las marañas de la existencia no tienen límite en una sociedad de forajidos: los parias del deseo, los prófugos del amor, los desterrados del bien, los desertores de la cultura, los fugitivos de la enseñanza, los transfugas de la inteligencia… es decir, el pueblo, nosotros… estamos condenados al ostracismo… no tenemos otra cara distinta a la del olvido. Nuestra gente humilde es el ADN del abandono, ella se levanta, todas las mañanas, antes de que la bomba explote, a superar los exabruptos de una vida sin futuro»

El ojo izquierdo de nuestro pedagogo comenzó a parpadear, la mano izquierda retiró las gafas y la derecha atornilló la retina del ojo lagrimeante: si leer era su única certeza, el periodista lo había puesto a dudar un poco porque no tiene sentido encontrar las mismas tribulaciones de la realidad en la lectura.

«Algo debe cambiar«, pensó el profesor Noreña y decidió abrir un libro de Rubén Darío.

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