El último pasillo

Publicado el laurgar

De la muerte y del amor

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De la muerte*

De todas las historias de ficción que se han escrito sobre violencia, guerra y atrocidades que se cometen durante una guerra, El Espantapájaros (Alfaguara, 2012), de Ricardo Silva Romero, tiene una particularidad que la hace diferente de todas: la pureza de su crueldad.  En esta novela la protagonista es una masacre y el horror que esta conlleva. Hay víctimas, hay victimarios, están todos los personajes y elementos necesarios para configurar todo lo que se necesita para recrear una masacre. Pero, sobre todo, está la masacre en sí. La muerte como forma máxima de castigo, según la justicia del que empuña el arma, pero con el precedente de la tortura. El goce de ver sufrir al enemigo como alivio para la propia conciencia del asesino. Lo dicho: crueldad pura.

La historia es simple, tan simple como la de cualquier masacre que ha pasado en Colombia y que uno puede leer en los diarios. El «Cigarra», un bandido, un asesino, llega a un pueblo con un nombre premonitorio «Camposanto». Busca a «El Espantapájaros» para cobrarle deudas pendientes, a él y a todo el pueblo, de los tiempos de la violencia bipartidista en Colombia. Pero no lo encuentra. Sospecha de todos. Cree que todos en el pueblo lo encubren. El «Cigarra», como cualquier asesino, como cualquier jefe paramilitar o guerrillero, tiene un batallón, tiene una estrategia y sabe apostar a su gente en lugares estratégicos y desde esos lugares, como si le tapara todas las salidas a un hormiguero, encorralan a todo el pueblo.

Aun cuando esta es una narración de guerra y violencia, lo que más encona al «Cigarra» no es el deseo de cobrarle las cuentas a «El Espantapájaros» como su enemigo ideológico y de batalla, sino como su rival sentimental, como el hombre que le robó para siempre el amor de la bruja negra Briseida.

El Espantapájaros es una narración pura de la crueldad y la miseria de una guerra que Colombia no va a entender mañana en los libros de historia, sino en sus ficciones.  Pero no en cualquier ficción. No en cualquier novela ni en cualquier libro de cuentos. No cualquier libro sobre las tragedias de un país enseñado a mirar de reojo y a seguir el camino sin cuestionárselo, es suficiente para entenderlo y por eso creo que son contados los autores que han logrado un libro bien escrito sobre esa realidad dramática. El Espantapájaros me recordó, apenas la terminé, otro gran libro de la historia de la literatura colombiana: Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal. El estilo impecable y sin concesiones de Ricardo Silva Romero me obligó a detenerme, a cerrar fuertemente los ojos y reconocer que eso que allí se cuenta, así de negro, así de sangriento, es el espejo de una la realidad dura, la que carece del filtro literario.

Hace un par de años, entrevisté a Ricardo Silva Romero y en esa entrevista me dijo que el éxito de una narración estaba en entender esa palabra desde su origen mismo. «Narrar», me dijo Ricardo, «es arrastrar. Es llevar a un lector desde una orilla a la otra de la historia». Ese propósito fundamental que debe respetar todo libro de ficción se cumple en El Espantapájaros. Yo creo, como Ricardo, que narrar es llevar al lector, pero también pienso que un lector atento no se deja llevar por cualquier camino para pasar a la otra orilla. Un lector atento desecha caminos fáciles y predecibles. En esta novela, para seguir y para llegar al otro lado, al fin de la historia, hay que atravesar por unos personajes durísimos, de sentimientos a veces inexistentes y con pasados comunes casi todos en la época de la violencia partidista de los años ’50.

Resalto este párrafo demoledor para que se hagan una idea: «La lección es esta: nosotros no somos unos cabrones que les sacamos los ojos a los maricas pobres, no señores, ustedes han estado viniendo hasta este día paso a paso: ustedes se han estado ganando este destino desde hace muchos años. Si quieren, si no ha quedado claro lo que piensa el comandante Cigarra, puedo hacerles ya mismo un resumen: aquí no hay inocentes». Todo está bien en El Espantapájaros. Es una novela digna de ser puesta al lado de todas las ficciones que han buscado entender esa Colombia de la que se tiene que hablar para exorcizarla, o, por lo menos, para no perderla en el olvido; para no desconocer lo que aquí Silva Romero utiliza como recurso para atrapar al lector y que en la realidad es el único recurso posible para desangrar a un país: el horror.

Del amor

Cuando iba en el metro leyendo Comedia romántica, sentí sobre mí la mirada persistente de un hombre. Bajé el libro disimuladamente, lo suficiente sólo para que los ojos me quedaran por encima del borde y así poder espiar entre los que iban en el vagón y descubrir al que me miraba. Era un hombre joven, no más de treinta años. Tenía una mochila terciada y cuando descubrió que lo miraba se puso rojo y volteó la cara. Yo seguí leyendo pero me molestaba sentir su mirada durante todo el viaje. Se bajó dos estaciones antes que yo y mientras hizo su viaje no paró de mirarme ni un segundo. Soy quisquillosa y estaba muy molesta. Cuando el chico se fue, me quedé un rato con el libro abajo. ¿Por qué me miraría tanto? Me miré en el vidrio de la puerta del vagón para ver si tenía «monos en la cara» y esa era la razón. Pero no. Nada. Levanté el libro para seguir leyendo y unos segundos después vi en el reflejo del vidrio lo que pasaba. El chico me miraba tanto porque no entendía que yo estuviera leyendo un libro al revés. Como no estaba en la posición que le permitiera ver el libro completamente, no pudo constatar que yo no era una loca que estaba leyendo un libro al revés titulado «El Espantapájaros». Lo que sucede es que, cuando uno cambia de novela, la otra queda patas arriba. Y yo estaba leyendo Comedia romántica. Lo que pensé, cuando me bajé del metro, es que esa escena del chico mirándome dentro del vagón, con curiosidad porque yo leía una novela al revés, daba con todo y más para ser parte de una película del género de la comedia romántica.

 

ricardo

 

En Comedia romántica la apuesta es, por decir lo menos, peligrosa. Una novela construida completamente por un diálogo entre dos amantes. No hay narrador, excepto por las veces que los protagonistas, dentro de su diálogo, se transforman en uno. Y, para que la dificultad raye en lo descabellado, ese diálogo se mueve en el tiempo y lleva a los amantes desde que se conocen en la universidad, hasta que están viejos y juntos. En esta novela, creo, Ricardo Silva Romero se jugó la oportunidad para demostrar que sólo un narrador como él puede contar una historia de amor totalmente a través de una conversación y metiendo a los protagonistas, Benjamín y Martina, en una burbuja de amor y de compañerismo en la que solo están ellos dos, en la que el resto del mundo, de su mundo, prácticamente no existe. Casi como en las comedias románticas del cine —tan injustamente maltratadas por muchos, hay que decirlo—, pero con menos dramatismo y con mucha elegancia.

La propuesta de Comedia romántica es muy sencilla y por lo tanto hermosa: uno sabe que está enamorado de otro porque conversaría con esa persona toda la vida. De hecho, la novela tiene uno de los comienzos más bonitos que he leído: «—¿Le digo qué quiero yo, Benjamín, le digo de frente qué quiero?: una conversación que dure toda la vida.» El comienzo es un deseo, una expectativa que todo el que alguna vez ha estado enamorado entiende. Mientras el diálogo avanza, los protagonistas atraviesan todas las etapas de su vida. De vez en cuando se devuelven para recordar y de vez en cuanto sueñan con el futuro. Pero en un punto, mi preferido de toda la novela, me parece que se juntan los tres tiempos, pasado presente y futuro, con una calidez que me desarmó: ¿Seguro que este es el mismo escritor de la novela de horror que acabo de leer, de El Espantapájaros? Ser buen escritor es, sin duda, moverse entre el horror y el amor con la misma soltura con la que uno a veces pasa por la vida entre la euforia y el aburrimiento:

«—¿Que yo qué? ¿Qué va a hacer  usted conmigo apenas se de cuenta de que me porto como una mujer que ha tenido suerte en todo en esta vida salvo en las relaciones con los hombres? ¿Y si se me rompe el corazón a mí en vez de a usted?

Yo le juro que la cuido, Martina. Yo le juro que no le voy a salir con ganas de vivir emociones fuertes a los dos años de estar juntos ni voy a bajar la guardia en las ganas de vivir todo los dos ni voy a cambiar en la mitad del camino como uno de esos tipos que sufren la crisis de los cuarenta ni me voy a tragar todas las cosas que pienso porque para qué pelear por pendejadas ni me voy a acomodar en este que tenemos como en el sofá de la sala de mis papás. Yo le prometo por lo que usted quiera que, cada vez que se vuelva todas las que quiere ser, la Barbie rockera, la Barbie ejecutiva o la Barbie estrella de cine de Hollywood, yo me quedo quieto como ese poste de la luz. Y que pongo el despertador todas las mañanas de la vida para levantarme a hacerla feliz

Parece una historia feliz, pero no lo es del todo. Benjamín y Martina tienen sus propios problemas y dificultades que sortear y, por supuesto, no les voy a dañar la lectura contándoles qué. Pero sí pienso que esta es una historia de amor atípica, que Ricardo Silva Romero le dio vida a dos personajes que me parecen entrañables por una razón muy poderosa: su buen humor. Fuera de la ficción, son pocas las parejas que soportan con humor e ironía los defectos y las mañas del otro, sin transformarlas en una tragedia a largo plazo, lo que demuestra que no solo el amor, sino también el humor, podrán salvarnos.

 

 

*Publicado originalmente en HojaBlanca.net

*Foto de Ricardo Silva Romero por Julieta Solincêe

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