El último pasillo

Publicado el laurgar

Gajes del inmigrante: El inmigrante de segunda

Inmigrante de segunda

Justo estaba escribiendo el cuarto artículo de esta serie a la que he denominado “Gajes del inmigrante”, cuando me entra un comentario de un estimado lector que se pregunta si un colombiano en Argentina o en Venezuela es un inmigrante, si no es mejor irse «a un país bueno de una vez». Y es que este estimado lector, como muchas personas, cree que no somos inmigrantes los que no vivimos en Europa o Estados Unidos, y si lo somos, a lo mucho somos unos inmigrantes segundones que levantaron el vuelo a la manera de las gallinas: cortito.  ¡Qué vergüenza nosotros! ¿verdad?

Lo cierto es que si uno no vive en, no sé, Nueva York, París, Londres, Roma, Madrid, Berlín, Ginebra, o por lo menos en Barcelona o Sevilla, significa que no le alcanzó para ser inmigrante de primera y sólo le dio para ser un segundón en otro país segundón. ¿Qué es eso de ir diciendo por ahí que uno vive en Santiago de Chile, Buenos Aires, Ciudad de México o San José de Costa Rica, Caracas, Quito, Lima, eh? Esas no son ciudades para ir a vivir, no, no, no, es decir, son ciudades con muchísimas cosas interesantes, pero los inmigrantes de verdad-verdad van a conocer L’arc du triumph, La tour Eiffel, a recorrer el Sena o el Rhin o el Támesis, van a comer pizza a Italia, a tomar vinos a Francia, a comer paella a España. Los inmigrantes en serio son aquellos que cumplen el «sueño americano», o el «sueño europeo», trabajando arduamente lavando platos, lavando baños, tal vez friendo hamburguesas hasta que finalmente ese inmigrante se convierte en un próspero inmigrante: con estudios brillantes, quizás; con mucho dinero, tal vez; con un buen pasar del que se beneficia toda la familia, es posible. En cualquier caso, ¡ese sí que es un inmigrante! ¡Sí señor!

¿Y qué somos los que vivimos, por ejemplo, en Chile, Argentina, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Perú, Uruguay? Pues bien, somos aquellos que no pedimos una “visa para un sueño”, como cantaba en los noventas don Juan Luis Guerra. Por lo tanto, estamos condenados a trabajar en una filial de la hamburguesería en la que trabaja el inmigrante de los Estados Unidos, y eso no cuenta, no, porque la hamburguesería que cuenta es la del norte, la de acá del Cono Sur es una triste hamburguesería en una ciudad de un país latinoamericano que no tiene ese acento que tiene Nueva York.

Hace un par de artículos atrás, otro estimado lector decía que yo vivo en Chile porque me negaron la visa a Estados Unidos – aprovecho para aclarar que nunca se me ha ocurrido siquiera pedirla – lo que refleja claramente ese viejo prejuicio de que el latinoamericano, no importa su procedencia, vive mejor, no fuera de su país, sino fuera de Latinoamérica, bien sea al otro lado del Río Bravo, o al otro lado del Atlántico.

Y qué puedo decirles: tal vez que es muy bueno estar tan conscientes de nuestro tercermundismo, pero parece que se nos da mejor estar conscientes del primermundismo de esos otros países que sí son paraísos. Porque, fíjense bien, la idea de inmigración que tienen la mayoría de los latinoamericanos (no solamente los colombianos) es la idea del paraíso: te vas para encontrar en ese otro país un paraíso que en el tuyo no hay. Un paraíso de paz, para el que se va acosado por la violencia. Un paraíso económico, para el que sueña con ganar en euros o dólares (e ilusamente sueña con gastar en pesos). Un paraíso sentimental, incluso, porque hasta el amor parece más bonito fuera de las fronteras. Un paraíso cultural y social, porque no hay nada más especial que un cafecito en París. Y algunos hasta buscan paraísos fiscales, según dicen por ahí.

Les tengo una mala noticia: el paraíso se ha perdido, según le leí por ahí a un tal señor John Milton. Y no importa en qué lugar de ese globo terráqueo, del atlas o del mapamundi usted coloque su marquita diciendo optimistamente «aquí voy yo a hacer mi futuro», inmigrante es inmigrante y por cada dos momentos de felicidad, vivirá cien de infelicidad.

Los inmigrantes, sospecho que como todo en esta vida, estamos sujetos a clasificaciones y estratificaciones y dependiendo de la riqueza económica y de los aspectos culturales del país al que nos vamos es como seremos considerados por quienes se quedan en nuestros países de origen. Y el que no lo considera traidor a uno por irse, al menos le exige que cuando regrese lleve su cuota de triunfo y de batallas ganadas bajo el brazo. Que uno diga: «la pasé duro, pero acá está: traigo euros, y veraneo en dólares». No pinches pesos, que esos no valen nada. Ahora bien, si además de los euros y los dólares, viene trayendo alguna cosita que lo sindique como ese Latino Que Triunfa allá donde los latinos la tienen difícil, pues mucho mejor todavía.

Les tengo otra noticia: son muchísimos, me atrevería a sugerir que son millones, los inmigrantes que consiguen subsistir a duras penas y están viviendo en alguna de esas ciudades de primera.

No pocas veces me ha sucedido que algún inmigrante displicente me dice: «Pero es que yo vivo en Estados Unidos, allá la cosa es más dura». O, «¿de qué te quejas? Aquí no es nada. Si en España la pasan peor todavía». Y sí, sí, yo no niego que los inmigrantes en Estados Unidos y Europa (y Australia y Asia) viven sus gajes también y no desconozco que pasan las duras y las maduras. Al contrario, toda mi admiración a su sacrificio y resistencia. Y a estas dos grandes palabras quería llegar: inmigración es sobre todo sinónimo de sacrificio y resistencia y ni el sacrificio ni la resistencia son para competir a ver quién es más inmigrante que otro, porque el sacrificio y la resistencia de un inmigrante son los combustibles que le ayudan a dormir, despertar y volver a dormir, soñando tenazmente con poseer el único patrimonio inmune a las aduanas, las fronteras, las discriminaciones y los prejuicios: la felicidad.

Serie “Gajes del Inmigrante”

(4) El inmigrante de segunda

(3) La navidad

(2) El equipaje y la traición

(1) La estampa colombiana

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