La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

En defensa del matrimonio igualitario (II)

En el post anterior tuvimos el placer de develar los errores argumentativos (e incoherencias) que los detractores del matrimonio igualitario cometen al apelar a los valores cristianos para defender, dentro del ámbito jurídico, sus propósitos discriminatorios. Ahora es tiempo de desarticular otro argumento ampliamente difundido: el que apela a la naturaleza con el fin de desacreditar las uniones entre parejas del mismo sexo.

Es común escuchar a personas quejarse del supuesto estatus contra natura de las relaciones homosexuales. Según estos individuos, existe algo en la naturaleza misma del cuerpo masculino y del femenino que patentiza el carácter execrable de las relaciones homosexuales. Una vagina está diseñada para ser penetrada por un pene, y un pene, a su vez, está diseñado para penetrar una vagina. La prueba reina de que éste es el orden de las cosas, arguyen, es que las parejas homosexuales son naturalmente infértiles. Esta esencial infertilidad es la muestra irrefutable de que las relaciones homosexuales violentan el destino manifiesto de nuestros genitales.

Hay algo incontrovertible en este argumento, y es el hecho de que la reproducción de la vida humana es posible (al menos, hasta donde sabemos) únicamente mediante la combinación de un gameto femenino y de uno masculino. No obstante, conceder este punto no implica de ninguna manera que también debamos conceder la conclusión que los opositores del matrimonio homosexual extraen de este hecho bruto de nuestra constitución biológica. Pues, pensemos: qué nos autoriza para concluir, a partir del hecho de que dos personas del mismo sexo no puedan procrear, el que las relaciones homosexuales no deben ser–moral o legalmente–permitidas? Después de todo, lo que es biológicamente (im)posible y lo que es moral y jurídicamente (im)posible (obligatorio/permitido) no necesariamente confluye. Un ejemplo sencillo quizá sirva para iluminar este punto. Todos sabemos que la morfología del cuerpo humano (a diferencia de la morfología de la mayoría de los pájaros, por ejemplo) nos hace imposible volar. En este sentido, volar es, para nosotros, algo verdaderamente contra natura–tanto así que ni siquiera existe un órgano que, abusando de su función, nos permita hacerlo. Sin embargo, mediante la aplicación de nuestro ingenio hemos aprendido a construir máquinas capaces de transportarnos por los aires y así sortear, hasta cierto punto, las limitaciones que la naturaleza originalmente nos impuso. Hoy día miles de millones de personas dependen del transporte aéreo para llevar a buen puerto los propósitos más variopintos. Por consiguiente, hoy día miles de millones de personas dependen de la realización de una acción contra natura (volar) para proseguir con sus vidas. Sin embargo, a nadie en su sano juicio se le ocurriría considerar que tomar un avión para desplazarse de Bogotá a El Cairo es una acción susceptible de sanción moral o legal. Nadie mínimamente sensato diría que nuestra incapacidad biológica para volar es muestra de que aquellas personas que se mueven vía aérea violentan el destino manifiesto del transporte humano.

El argumento que busca condenar las uniones homosexuales con base en su inherente infertilidad comete lo que se denomina una falacia naturalista. Este tipo de falacia busca mostrar que lo bueno (malo), o justo (injusto), o legalmente deseable (indeseable), etc., puede de alguna manera reducirse a lo que es usual (inusual), o natural (anti-natural), o normal (anormal), o altamente probable (improbable), etc. Si digo, por ejemplo, que entre dos acciones posibles e incompatibles (como ser fiel o infiel a mi pareja), la mejor entre ellas es la que la mayoría de las personas de hecho escoge (la idea proviene de Mill), entonces estoy cometiendo una falacia naturalista. No porque algo no sea natural (o lo que la mayoría prefiere, etc.) ese algo es malo (o indeseable, etc.). [1]

De hecho, es fácil mostrar que lo natural tampoco corresponde necesariamente a lo deseable. Un ejemplo de esto (entre muchos posibles) es el siguiente. Existe abundante evidencia a favor de la tesis según la cual la agresividad es un rasgo conductual innato de los seres humanos. [2] En otras palabras, tenemos buenas razones para pensar que nuestra propensión a la violencia no es ningún accidente, sino una forma de comportamiento dictada por nuestro mismísimo código genético. De ser esto verdadero, y de ser verdadero también que lo natural es más o menos idéntico a lo moral o a lo jurídicamente aceptable, entonces no debería haber problema moral (o legal) alguno con el ejercicio de la violencia. Sin embargo, aceptar que no hay problema moral (o legal) alguno con el ejercicio de la violencia es equivalente, en términos prácticos, a trivializar nuestros conceptos de ‘moralidad’ y ‘legalidad’. El mismo razonamiento aplica en el caso de las tendencias innatas a la empatía (acerca de las cuales, dicho sea de paso, también tenemos evidencia para afirmar su existencia [3]). No se sigue, en virtud solamente de la existencia de esta tendencia empática en nosotros, el que la armonía y la no-violencia sean formas de comportamiento encomiables. Este tipo de razonamiento parece invertir el orden de explicación, pues es porque la empatía nos parece deseable que juzgamos tales instintos nobles y dignos de ser cultivados. Esto parece indicar que las razones por las cuales la empatía (la violencia) nos parece moralmente deseable (indeseable) deben provenir de fuentes diferentes de la mera observación de lo que solemos, o nos gusta, hacer.

Por consiguiente, pensar que la naturaleza nos brinda un patrón para distinguir lo bueno de lo malo es muy probablemente un pensamiento erróneo. Confrontados ante nosotros mismos, nos encontramos frente a un panorama moralmente opaco: no podemos leer directamente en nuestras inclinaciones o voliciones las propiedades que las hacen ser morales o inmorales.  Por esta razón, se requiere más que la mera observación de lo que es natural o normal en el ser humano para poder determinar lo que es correcto e incorrecto. Así que si usted piensa que el mero hecho de que el homosexualismo sea una práctica contra natura (lo cual también, por supuesto, es discutible) lo convierte sin más en una práctica inmoral o socialmente reprobable, lo más seguro es que usted albergue una opinión equivocada.

 

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[1] No ignoro que la falacia naturalista puede ser (y de hecho ha sido) objeto de críticas, como casi todo lo es en filosofía (véase, por ejemplo, el clásico “The Naturalistic Fallacy” de W. Frankena, Mind 48, 464-477). Uno podría objetar a ella, por ejemplo, el que se base en una distinción hecho/valor bastante oscura a la luz de la ciencia natural contemporánea; o que esta distinción parezca pedir la cuestión contra el naturalista moral. A estas cuestiones sólo les doy mención y no paso a tratarlas, primero porque éste no es el momento ni el lugar para ello, y segundo porque tampoco puedo presumir tener una posición muy definida al respecto. Sin embargo, algo que me parece más o menos claro es que, en la medida en que la distinción valor/hecho hace parte de nuestro andamiaje conceptual–es decir, en la medida en que la manera cotidiana, o ‘folk,’ de concebir y describir el mundo y nuestras acciones apela a esta distinción–, entonces la carga de la prueba la posee quienes niegan que tal distinción determine una genuina diferencia, y no quienes conciben que la distinción está bien fundada.

[2] Véase el excelente libro de S. Pinker, The Better Angels of our Nature, Penguin Books, New York, 2011, cap. 2.

[3] Vean, por ejemplo, aquí (liga en inglés). Noten que la existencia de un instinto empático y otro agresivo supone un problema extra para el intento de reducción de lo moral a lo natural. Pues si poseemos propensiones naturales que nos inducen a actuar de maneras incompatibles entre sí, a cuál de estos instintos calificaremos como encomiable?

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