La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

En defensa del matrimonio igualitario (I)

Dada la reciente decisión del Senado colombiano de hundir el proyecto que hubiese legalizado la unión matrimonial entre ciudadanos del mismo sexo, me veo obligado a abordar un tema en el cual, en principio, no debería existir problema ni discusión algunos. Pues, desde casi cualquier punto de vista (con notable excepción del prejuicioso), es una insensatez y un acto discriminatorio negarle a las parejas homosexuales el reconocimiento civil que la ley otorga a las parejas heterosexuales, así como los derechos que de este reconocimiento emanan. Con su decisión, la gran mayoría de los senadores ha decidido que Colombia debe seguir siendo un país de tercera, un país donde el prejuicio legisla y donde el dogmatismo y el oscurantismo es, antes que la razón, el fundamento del derecho.

Empero, para que este post no se restrinja a ser una expresión de descontento, quisiera, como defensor del matrimonio igualitario que soy, pasar a la defensiva (y, en posts subsiguientes, a la ofensiva). En este sentido, buscaré desarticular en una serie de artículos once de los más recurrentes argumentos en contra del matrimonio homosexual. Como se verá, todos ellos (del 1 al 10) instancian formas de razonamiento falaces o apelan en alguna de sus premisas a prejuicios indefendibles. Solamente la última línea de argumentación no adolece de los defectos mencionados, pero esto se explica por el hecho de que ni siquiera posee la forma de un genuino razonamiento.

Antes de entrar en materia, un disclaimer: no ignoro que muchas de las decisiones que toman muchos de nuestros honorables senadores (y conciudadanos, y también nosotros mismos) no se basan en una desapasionada ponderación racional, sino en el capricho, el propio interés y en convicciones que descuidadamente han (hemos) admitido en su (nuestro) sistema de creencias. En la mayoría de los casos, nuestra razón se conduce como una mera «esclava de nuestras pasiones», según las palabras del buen Hume. Pero lo que es el caso no es lo que debe ser el caso (pace Hume); y no es porque solamos razonar defectuosamente que debemos razonar así. Por consiguiente, al desnudar las carencias de los razonamientos que llevan a rechazar a las parejas homosexuales uno de sus derechos más elementales, lo que pretendo no es sino representar la fragilidad de las bases sobre las cuales se tomó una decisión que, en un país moral y racionalmente superior al nuestro, no se hubiera tomado.

 1. El matrimonio homosexual atenta contra los valores cristianos

Esta es una línea de argumentación que, ¡ay!, cuántas veces no habremos leído o escuchado. Sin embargo, es tan débil que solamente produce convicción en las personas que aceptan los valores cristianos–una convicción que, como espero quede claro más adelante, no debería producir ni siquiera entre creyentes. Claro, por ‘valores cristianos’ debemos entender, no el amor y la compasión para con el género humano (sin excepciones), sino más bien el amor y la compasión para con las personas que comulguen con los credos cristianos, pues de otro modo: ¿cómo explicar la intolerancia y el empecinamiento soberbio y despreciativo que quienes supuestamente abanderan el cristianismo han demostrado hacia la comunidad LGBTI (p.ej. el senador Roberto Gerlein, el concejal Marco Fidel Ramírez o el procurador Alejandro Ordóñez)?

Sean cuales sean, es claro que apelar a estos valores es ineficaz en una discusión de orden parlamentario. Esto por varias razones. Primero que todo, porque Colombia es un estado laico, lo cual implica que la deliberación pública debe mantenerse al margen de opiniones religiosas. En este sentido, un argumento que contiene premisas con contenido religioso y que es utilizado con el fin de promulgar o de vetar una ley es inválido desde un punto de vista material (y pese a toda su posible validez formal), pues tal argumento comete lo que se denomina una falacia de irrelevancia. El que las creencias religiosas no tengan ningún valor justificativo en la argumentación jurídica es simplemente algo que está implícito en la laicidad proclamada de nuestras instituciones. Este tema ya lo he abordado (aunque con respecto a otro debate) en otro lugar (vea aquí).

En segundo lugar, es digno de sopesar qué poder de convencimiento tiene el argumento en cuestión sobre personas que no comulgan con la religión cristiana. Supongan que yo soy un ferviente creyente en los dioses del Olimpo. Entonces, en la medida en que creo que mi máxima divinidad cayó perdidamente enamorada de Ganímedes y que Artemisa fue amante de Atalanta, mi sistema de creencias morales no le atribuye a las uniones entre personas del mismo sexo la categoría de inaceptable. En dado caso, y de manera similar al detractor de los derechos de los homosexuales (aunque en sentido inverso), ¿por qué no podría argumentar que, puesto que el matrimonio homosexual no atenta contra los valores olímpicos, entonces es perfectamente viable que su unión sea legalmente consagrada?

El problema que aquí surge es que, aun concediendo (por mor del argumento) que los razonamientos con premisas de corte religioso sean jurídicamente válidos, queda todavía por determinar qué religión (entre las muchas que existen y han existido y existirán) es la que vamos a considerar susceptible de proveer premisas con valor (jurídicamente) justificativo. Es necesario que exista solamente una que provea tales premisas, puesto que si aceptamos que varias religiones desempeñen este papel, la probabilidad de decretar leyes inconsistentes es igual a 1, como el caso del olímpico vs. el cristiano ilustra. (Aquí supongo que dos religiones son idénticas si y sólo si promueven exactamente las mismas obligaciones.) Entonces: ¿qué religión será la afortunada? Y, sobre todo: ¿con respecto a qué criterios vamos a resolver esta cuestión? Si decimos que aquí vale la ley de la mayoría, entonces estaremos refrendando un caso de opresión sobre la minoría. Pues pensemos: ¿en virtud de qué principio personas que, como yo, creemos en el poder de los Olímpicos, deberíamos aceptar la obligatoriedad jurídica de decretos amparados por argumentos basados en creencias, por ejemplo, cristianas o mahometanas? Después de todo, los argumentos del cristiano son del mismo tipo que los del ‘olimpiano’: ambos descansan en oraciones de la forma «mi religión dice que…». Y a todas luces, decidir, entre dos religiones diferentes, cuál es mejor y cuál peor, es un asunto altamente arbitrario. De aquí surge la necesidad de apelar a un terreno neutro, es decir laico y racional, en la deliberación jurídica, y de recluir estrictamente las creencias religiosas al ámbito privado.

Eso me lleva a un tercer y último punto con respecto al argumento religioso. Y es que cuando una persona afirma: «el matrimonio homosexual debe ser ilegal puesto que atenta contra los valores cristianos», no por ello esta persona ha mostrado en qué medida los valores cristianos, en tanto cristianos solamente, son moralmente deseables. Quizá este punto sea algo más sutil. Para ver claramente la distinción en juego, supongamos que una persona X me dice: «matar es malo porque no matar es uno de los diez mandamientos del cristiano», y una persona Z me dice: «matar es malo porque al matar minimizas la cantidad de felicidad de la humanidad». Ahora bien, en el primer caso, es perfectamente lícito responderle a X: «solamente me has explicado por qué ciertas personas (las que siguen los diez mandamientos) consideran que matar es malo. Pero a la pregunta «¿por qué debería seguir este mandamiento?» no me has dado ninguna respuesta». En contraparte, tal tipo de respuesta no sería adecuado para Z, ya que Z me ha brindado una justificación (una razón, y no solamente una causa, como ha hecho X) para considerar malo el asesinato. Por supuesto,  puedo continuar preguntándole a Z: «¿Por qué crees que minimizar la felicidad de la humanidad es moralmente indeseable?», pero éste es otro tipo de pregunta. Lo que le exijo a X es una razón para juzgar que el asesinato es malo, mientras que lo que le exijo a Z es una razón para juzgar que minimizar la cantidad de felicidad del género humano es una razón para considerar que el asesinato es malo. Z, con su respuesta, se internó en el complejo laberinto de las razones morales. En cambio X, con la suya, aún se encuentra totalmente por fuera de éste.

En realidad, lo que ha hecho X es razonar falazmente, apelando a la autoridad: «matar es malo porque La Biblia lo dice». Pero, claro, La Biblia dice cosas muy raras, cosas que violentan nuestro sentido moral (p.ej. que un Dios soberanamente bueno puede desear–y llevar a cabo–la matanza de personas únicamente en virtud del hecho de que practican el sexo anal), y cosas aparentemente inconsistentes (p.ej. que Dios es soberanamente bueno, pero que se permite el genocidio (esto es, violar el primer mandamiento (!)), como cuando ocasionó el diluvio universal). Pero lo que  es peor es que, aun suponiendo que La Biblia no se contradijera y estipulara reglas de conducta que armonizaran perfectamente con nuestras intuiciones morales, simplemente no se ve por qué apelar a un libro provee algún tipo de justificación moral. De nuevo, ¿por qué La Biblia y no el Dhammapada o, puesto que en éstas estamos, La Biblia Satánica?

@PatonejoTortuga

 

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