La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

¿Por qué un blog de filosofía en El Espectador?

Si se entiende esta pregunta como “¿por qué en El Espectador y no en El Tiempo (o en El Espacio, ya adentrados en ejemplos escabrosos)?”, la respuesta es obvia: porque en El Tiempo sería muy probablemente censurado, y en El Espacio no les interesaría en lo más mínimo publicarlo—lo cual es de lamentar, siendo El Espacio el periódico preferido por el segmento de población más desfavorecido del país. Creo que una mejor manera de entender la pregunta sería: ¿por qué, y para qué, publicar un blog de filosofía en el sitio internet de uno de los pocos periódicos dignos de tal nombre de Colombia? ¿No es la filosofía un asunto demasiado abstracto para ser abordado por un diario—por un medio cuyo objeto es el presente mismo? ¿Por qué sería bueno incluir en una visita al sitio de El Espectador la lectura de un blog de filosofía?

A la filosofía se le suele concebir como el ejercicio de personas solitarias, extrañas, alejadas del “mundanal ruïdo”,  concentradas en pensamientos abstrusos y, finalmente, ininteligibles. A diferencia del científico, el filósofo no provee resultados concretos, no expande el conocimiento. Lo que encontramos en filosofía es un conjunto de teorías en pugna acerca de cómo y qué responder a una serie de preguntas bizantinas, preguntas que nadie más sino los filósofos se hacen y que no tienen mayor importancia para la gente del común. Al final de cuentas, aunque mañana se demostrase la existencia (o la inexistencia) del conocimiento a priori, la vida del señor de los seguros, o la de la ingeniera, no cambiarían. Esto no sucede con la ciencia, pues aunque el lechero y el burócrata poco entiendan de física cuántica o de biología molecular, tienen la—correcta—intuición de que el progreso de la ciencia trae consigo un avance tecnológico y, por consiguiente, un mayor bienestar para la humanidad. Los aviones, las computadoras, la luz, los medicamentos, este mismísimo blog: todo ello es fruto del avance de la ciencia. ¿Y qué ha traído el “avance de la filosofía”—si tal cosa existe?

Esta imagen, aunque caricatural, contiene una gota de verdad, y es que no se le hace justicia a la filosofía al juzgarla con los mismos parámetros bajo los cuales juzgamos a la ciencia. La ciencia no trabaja solamente con conceptos; la filosofía, en cambio, sí. No es la única. La matemática y la lógica también son disciplinas enteramente conceptuales, en el sentido en que no se acude al método experimental para resolver problemas lógicos o matemáticos. Un ejemplo de una pregunta clásica en filosofía es: “¿qué cosa es el conocimiento?”. Nótese que ésta podría ser una genuina preocupación científica; no obstante, la filosofía y la ciencia abordarán esta pregunta desde diferentes perspectivas y, sobre todo, con diferentes herramientas. La neurociencia buscará una respuesta acuñada en términos de los sucesos cerebrales involucrados cuando alguien dice saber algo (“cuando una persona dice saber que las rosas son rojas, las zonas D y F de su cerebro presentan una actividad eléctrica mayor que cuando está observando unas rosas rojas”). En contraste, la filosofía buscará definir o esclarecer lo que entendemos por “conocimiento” mediante un análisis de tal concepto—mediante una investigación de lo que se requiere para que la creencia de una persona pueda ser catalogada como una parte del conocimiento que esa persona tiene, sean cuales sean los procesos físicos involucrados en el proceso cognitivo. La neurociencia busca describir los procesos cerebrales que hacen físicamente posible el conocimiento humano; la filosofía pretende determinar qué hace que tales procesos sean genuinas instancias de conocimiento. Así pues, esperar que la filosofía nos provea del mismo tipo de respuestas que la ciencia es como esperar que un martillo pueda hacer–con éxito–las veces de un clavo.

Estas preocupaciones, naturalmente, son muy generales, y pocas veces se logra llegar a un verdadero consenso acerca de lo que se está juzgando. Sin embargo, no se llega a esta divergencia de opiniones por mero capricho o por especulación gratuita. Se llega a tales discrepancias con base en argumentos, es decir, mediante métodos perfectamente racionales. Y éste es un punto que no está de más enfatizar. Pues la gente del común concibe al filósofo como una persona con ideas locas, confusas u obviamente falsas—mi madre, por ejemplo, cuando abordamos algún tema polémico, me exhorta a  pensar como una persona “real”, no como un filósofo. Pero éste es un prejuicio que se basa (como casi cualquier prejuicio) en una profunda ignorancia de lo que se prejuzga. Es indiscutible que algunos filósofos han llegado a pensar cosas muy poco intuitivas—como por ejemplo que no podemos estar seguros de si existe o no un mundo fuera de nuestras mentes—,  pero éstos nunca son pensamientos “obviamente falsos”, “confusos” o “locos”. Por el contrario, esos pensamientos están fundamentados en razonamientos deductivos construidos a partir de ideas que el hombre de la calle aceptaría sin rechistar. De tal modo que lo que es obviamente falso no son las ideas del filósofo, sino la opinión del común de la gente de que las ideas del filósofo son obviamente falsas. Por consiguiente, si bien el ejercicio filosófico no suele llegar a la verdad, al menos procura algo que es, por así decirlo, “la antesala de la verdad”: la duda razonable. Es preferible ser circunspectos y tener en claro que muchas de nuestras creencias podrían ser falsas, a vivir en un sueño dogmático donde se toma lo falso por indubitablemente verdadero.

En conclusión, creo que si algo se puede ganar de un paseo quincenal por los jardines de la filosofía, además de un poco de cultura general—que nunca está de más, pero es siempre insuficiente—, es el buen hábito de cuestionar de manera  racional lo que tomamos usualmente como exento de duda. En una época tan oscura como ésta, en la que se glorifica la “pasión” del colombiano (un eufemismo para su carencia de pensamiento crítico), en la cual un gran  segmento del periodismo se reduce a servir de corifeo a quien detenta un poder casi absoluto, y en la cual personas con las más crasas opiniones posan de intelectuales y sabihondos, un poco de sano escepticismo no está de más.

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