La pluma del águila

Publicado el laplumadelaguila

¡Que nos invadan, por favor!

Comparar es inútil pues nada es igual, ni nadie se parece a nadie. Pero son tantas las cosas comunes en el universo Caribe, aún con sus enormes diferencias; que a veces uno simplemente siente que está al lado del mar, que la ola es la ola, que huele a pescado, a arroz fresco, a plátano hirviendo entre el aceite, a coco, piña, papaya jugosa, y que alguien ronda por ahí con ganas de cantar y bailar.
No importa si la erre suena como una ele en unas partes o si en las otras se traguen la s, o si cambia el tipo de ritmo o el instrumento. La única verdad es que se está en el Caribe y hace sol, y viento y la gente es amable, festiva, alegre, solidaria.
Tenemos en común, entre otras cosas; la invasión europea, la extinción de nuestras razas aborígenes, el mestizaje con tribus africanas, la esclavitud, las sucesivas tiranías que han dejado huellas en todos los ámbitos de la existencia y se han vuelto tatuajes indelebles en el paisaje, en la vida y en las formas de expresión popular.
Particularmente las regiones caribeñas donde prevaleció la dominación española, tienen tantas características comunes, que si se va de una a otra, a veces uno no cree que ha cruzado una frontera. Se puede llegar con los ojos cerrados a una ciudad en cuya historia hay murallas, cañones, arcabuces, espadas, fortificaciones con túneles para proteger la retaguardia, garitas, calabozos, polvorines, héroes, mártires, ávidos traidores detrás del oro, reyes, virreyes, delegados de los mismos, súbditos y otra infinidad de elementos tan afines; que si abres los ojos no sabes si estás en La Habana, en San Juan, en Panamá, en Cartagena, en Santo Domingo, o en otra de las muchas ciudades caribeñas que tanto se parecen.
Cambian los nombres de los héroes y de los mártires, las fechas y las ciudades de las batallas, los vencedores y los vencidos; pero un pueblo entero sigue ahí, alegre como el jibarito borincano en medio de la tragedia y la gente común y corriente se sigue levantando a lo de siempre, a buscar el pescado, el arroz, el plátano, las frutas; entre lluvias y soles, en medio de tempestades, de vendavales y sequías, al calor de un ron.
La misma mujer de Aracataca, arquetipo mítico que inauguró en la leyenda nuestro querido Gabriel; madruga en las playas de cualquier isla caribeña a prender el fuego, colar el café, hacer las cosas de todos los días, inventar el oficio de vivir, aupar los niños para que lleguen a la escuela, cuando la hay; regar las sobras de la comida en la huerta para que las gallinas engorden mientras ponen huevos y buscarse la manera de meterse entre el clima, el gran rey del que todos somos súbditos.
Pero mientras el pez cae en la red, el arroz crece en las lagunas, los frutos maduran a su ritmo, y la caña se endulza para volverse azúcar o ron; suena la pandereta, hay un tambor, una maraca y un instrumento que se suma al otro para que la cadera se bambolee o para que con motivo o sin él, la gente salga cantando por las calles, repitiendo canciones antiguas, haciendo su pachanga.
Eso ha permanecido con los siglos. Nuevos reyes llegan en cada época a apropiarse del oro y a imponer las nuevas mitas en sus sempiternos Resguardos, pero nadie ha podido quitar ni el baile ni lo bailado, ni el canto ni lo cantado y ahí es donde las naciones borran definitivamente sus fronteras.
La bachata suena en Puerto Rico, la salsa en Panamá, en Cartagena y en Canadá. La música, gran poder del universo, puede sin armas; tomarse la radio, la televisión, el cine, los medios de comunicación. Aquello que está en el sentimiento más profundo de la gente es lo que se conserva. Ese recuerdo íntimo, al igual que la comida nativa, se convierte en un lugar al que siempre se quiere volver.
Esas expresiones propias son las verdaderas conquistas de los mundos conquistados. Las que los van a salvar del uniforme, que como camisa de fuerza, está haciendo desaparecer los sabores, los sonidos y las ideas particulares. Es mejor que nadie haga preguntas, que todo el mundo coma lo mismo, oiga lo mismo, piense lo mismo; es decir, no piense. Así es más cómodo aceptar que la vida de alguien consiste en seguir la cadencia endemoniada de una máquina, existir para prenderla y apagarla.
Se han tomado el ritmo, ese instinto vital que parte de la percusión cardíaca; para volverlo el eco del sonido industrial que se apoderó del gusto de la reciente generación que creció arrullada por los juegos electrónicos; los hijos de la fábrica, diseñados para el ensamblaje y el trabajo repetitivo.
Esos mundos monótonos entronizados en un género llamado “musical”, están amordazando las palabras que antes expresaban sentimientos y reflejaban un saber, una manifestación poética, una elaboración instrumental, un concepto artístico.
El actual planeta, habitado por jóvenes que en su infancia se entrenaron para derribar fichitas, para hacer disparos virtuales, se ha alineado, (¿alienado?), en ejércitos egocéntricos donde el saludo estorba y la palabra también; donde la gente se zambulle en sus audífonos para desaparecer de la vida real y no se encuentra en la calle sino en la red. Alimentados con la música del robot, del sonido del Nintendo y sus sucesores, encuentran en el reguetón su canción de cuna y ahí se mecen, aniquilados como una ficha más.
Esa es la globalización que acabó con la modista y la volvió JCpenney, Marshall, Macy’s, y las grandes cadenas americanas que paradójicamente ahora le compran todo a los chinos; acabó con los cocineros y los volvió Mc Donald’s, Wendy, y una infinita sucesión de marcas, incluidas las marcas “Sin marca”; acabó con la música y la volvió reguetón, ton, ton, tonto ton ton.
Por eso no queda más que alabar los oasis en un desierto que cada vez más nos rodea, los nuevos colones como Willie, el colonizador de la salsa, o Héctor Lavoe, hijos de la diáspora latina que hicieron la nueva mezcla cultural en el Niuyorican incandescete de una época que va triste y vacía como la mujer de la memorable canción, la perpetua traicionada.
Ojalá que llueva café en el campo y que el jibarito logre su carga vender. Ojalá que los saberes antiguos se perpetúen para que no seamos ciudadanos en serie, clasificados por talla de vestido y número de calzado; sin nombre, sin apellido, sin abuela que hiciera el plato tradicional para el día del encuentro en familia.
Es hora de conocernos más y por otras cosas. Nos estamos aplastando en medio de esa hamburguesa, de ese sánduche donde todo cabe. Y no es que los platos como tales no sean buenos y válidos, sino la manera como otras delicias en aras de la uniformidad, desaparecen. No me explico cómo el mundo ha podido vivir sin yautía, una planta rica en almidones cuyos colores varían del rosa al púrpura, según la calidad de la tierra donde se siembre y cuyo sabor único, me dejó con la tristeza de haber carecido de él durante tantos años, cuando perfectamente podría sembrarse en mi país.
Las sutilezas del plátano, nuestra verdadera bandera caribeña, investigadas en cada región con exquisitez; tendrían que difundirse para que todos los demás países que lo cultivan, pudieran gozarlo como en Santo Domingo y Puerto Rico en forma de mofongo, o en Colombia como patacón, o en Cuba como tostón, o en cada lugar con todas sus variaciones, con todas sus mezclas, con quesos, con dulces, con carnes, en fin. Toda una veta inagotable está por excavarse y sus tesoros merecen llegar al mundo entero.
Mi abuela Pastora, sabia como los sabios de la antigüedad lo han sido; recalcaba con indignación las miserias humanas que provienen de la ignorancia o del descuido, cuando decía que con los mismos ingredientes se puede hacer un banquete o una porquería. Unos fríjoles crudos o quemados, simples o salados, distan de la delicia por la sutileza de un descuido. Por ignorancia un habitante en zona de riesgo no desaloja, por descuido un gobierno lo deja morir.
Esos son los nuevos caminos de la conquista: La autodeterminación, el sabor local, la música, el arte, la danza, la expresión de cada cultura y su opción de difundirse no como imposición sino como sugerencia. ¡Qué gran banquete nos espera!
Siendo así las cosas, ¡Que nos colonicen, por favor, que nos dominemos los unos a los otros, para que los ritmos vecinos nos inunden, para que nos asalten la bomba y la plena y la cumbia y el buen vallenato, (este tema es aparte, porque, a su nombre se han cometido barbaridades), para que nos bañen en salsa, y nos dejen saber de las buenas alegrías que cada pueblo en la intimidad de su noche, de su ocio, de su bohemia; ha producido para la única felicidad posible que imploramos: la variedad, la diversidad, la diferencia; en medio de este planeta monótono donde el sol no ha podido cambiar la costumbre de aparecer todos los días, aunque a veces no se vea.

Comentarios