La pluma del águila

Publicado el laplumadelaguila

Más vale prevenir

No sé por qué los viajes, por cortos que sean, siempre me dan una sensación de hambre ficticia pero urgente, un miedo de quedarme en la mitad del camino sin provisiones. Tal vez son memorias de antiguos naufragios, derrumbes en carretera, trenes de la infancia cuya comida para el trayecto se vinagró y dejaron a todo el mundo a disposición de las galletas que las mamás precavidas empacaron para los hijos, o paseos a alguna isla donde ni la pesca prodigiosa ni la agricultura fértil, resultaron reales en medio de un invierno atroz; en fin, cualquiera sea el origen de la aprehensión, siempre que salgo de viaje, no importa la brevedad del trayecto, empaco un “bastimento”, como decía mi abuela, pensando que se trata de mi última manera de sobrevivir.
Esta manía podría justificarse para un recorrido por tierra o por agua, donde puede haber una avería, algo que detenga el vehículo y amerite un fiambre. Pero en el aire, si el avión no ha llegado en las dos horas programadas para el vuelo, es porque se cayó, y en ese caso de nada sirven las provisiones. Sin embargo, suelo comportarme como pasajero en tierra cuando me subo a un avión. Por eso llevo agua, una manzana, algún fruto seco: maní, almendras, etc., cuando no, una provisión de Sushi, como la que casi me hace perder el avión rumbo a Panamá con el cual dí inicio a este viaje, pues cuando ya había embarcado todo el mundo yo aún esperaba en el restaurante contiguo mi cajita para suplir las ignominiosas viandas de las que los pasajeros somos víctimas en los actuales viajes internacionales.
Salgo de Santo Domingo, rumbo al Borinquen que las canciones me hicieron soñar. Israel se sienta a mi lado. Yo ya había ocupado su puesto pensando que nadie más llegaría al avión. Me miró con cara de “ese es mi puesto” y yo le dije: “Qué pena, este es tu puesto” y él me dijo: “¿Te quieres quedal en la ventanilla?” y yo lo miré con cara de que sí y él me hizo un gesto de desprendimiento absoluto, que venía desde su profunda sapiencia de que la ventanilla no tenía sentido para él. Después de no haber dormido la noche anterior no estaba interesado en mirar ninguna nube distinta a la que cubriera su trasnocho y me dijo: “quédate ahí”. Se sentó con su cara recién afeitada, con su buen olor a algo fino que lograba camuflar el tufo de la larga fiesta, se acomodó en la silla y se cubrió con su chaqueta delgada que solo servía para tapar su pantalón recién abierto, que al fin descansaba del apretuje de una noche de rumba. -¿Buena la fiesta? le dije. -¡Qué fiesta! me dijo. De una manera cómplice me miró con su cara de trasnocho como queriendo seguir en la parranda y me preguntó la información básica: Nombre, nacionalidad, motivo del viaje, acompañantes… Ahí la cosa cambia porque cuando una mujer viaja sola, hay varias percepciones alrededor y todo tipo de hipótesis. Si es colombiana, la pregunta interior es: ¿narcotraficante?… No… no parece. ¿Prostituta? Tampoco. ¿Entonces? Cualquier cosa es extraña. Negociante con esas mechas de hippie, no cala. Solterona, tal vez… Viuda, separada, monja, lesbiana; algo que explique qué hace por ahí sin un marido, sin unos hijos, sin una familia, sin un jefe, sin una misión diplomática, aunque sea un delito próximo a cometer pero una explicación que aquiete la preocupación que produce una mujer sola viajando por el mundo sin fecha de regreso. Por un momento quise haber estado en su fiesta para recostarme a su lado. Tenía en su cuerpo esa disposición al apretuje, al abrazo, al disfrute; ese aroma de fiesta que cuando es buena no duele, no deja resaca, solo ganas de seguir. Antes del despegue hizo una primera llamada: “Ya estoy en el avión, te llamo cuando llegue, ajá, ajá, ajá, no seas mala, ja, ja, ja; nos vemos luego… ah, ah, ah. Después, la segunda llamada: “Ya estoy en el avión. ¿Qué esperabas? Siiiiiiii. ¡Ya te dije! ¿Cuál azafata? Son azafatos. ¿Recogiste a Surley? Bueno. Entonces pasa por mi”. Después me dijo con el gesto cómplice de quien sabe que se va a dormir: Cuando pase el azafato, me pides agua y galletas. Así fue. Él se quedó durmiendo y yo mirando desde arriba de las nubes hacia las islas que Colón cruzara siglos atrás, esperando el agua para el nene que dormía con la placidez de la fiesta mientras el vodka aún se evaporaba de su aliento, alcanzando a embriagarme en ese mediodía del 29 de diciembre. Pasaron las nubes, pasaron las islas, pasó el azafato y no llevaba agua, ni galletas. Solo jugo de naranja en lata y un paquete de maíz explotado que nadie probó. Le ofrecí el agua y la manzana que había comprado en el aeropuerto. ¡Mis provisiones! En fin. No importaba. Ya faltaba media hora para el aterrizaje y además por el altavoz aclararon que por leyes internas, el gobierno de los Estados Unidos no permitía el ingreso de alimentos de otros países. Esto significaba que ni la manzana, ni las nueces, ni las almendras, ni el agua que compré a precio de sala de espera internacional podrían ingresar en breves minutos. Solo se tomó el agua. Nunca supe adónde terminó su fiesta.

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