La escritura del crimen

Publicado el Miguel Mendoza Luna

LA CULPA DE LA ASESINA

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MYRA HINDLEY, ASESINA EN SERIE

“¿Le aflige acaso el verse sumergido por mucho tiempo en la oscuridad? Pues de usted depende que esa oscuridad no sea eterna.”  Crimen y castigo, Fiódor Dostoievski

Myra Hindley (1942-2002), la mujer más odiada de Inglaterra, fue la cómplice de cinco homicidios y violaciones cometidos por su novio Ian Brady (1938-), entre 1963 y 1965. Ella era la encargada de engañar a las jóvenes víctimas (aproximadamente entre 10 y 16 años) y conducirlas a los campos desiertos de Manchester donde Brady aguardaba para atacarlos.

Desde que Myra inició su romance con Brady y pasó de ser una joven puritana de Manchester a convertirse en una cruel cómplice en el asesinato de niños, apenas transcurrió un año.

Después de cada crimen, ella y Brady enterraban los cuerpos y después tenían relaciones sexuales sobre las improvisadas tumbas. Incluso se conoce una grabación de audio en la cual ella participa del horror y la agresión sexual de uno de los jóvenes raptados. La responsabilidad de Brady en tales actos no dejaba dudas, la de Myra, en su condición de mujer, despertó aún más la ira del pueblo inglés.

Una vez arrestada la pareja y durante el proceso de investigación de los llamados asesinos de Moors, Hindley se aferró al argumento de inocencia. Incluso, cuando se descubrieron otros crímenes cometidos por la pareja que no habían salido a la luz, ella señaló su secundaria participación en la aterradora saga de homicidios.

Las fotos que evidenciaban el cambio de apariencia de una chica inocente a una mujer de aire perverso, sumadas a las declaraciones incriminatorias de su novio, socavaron la poca confianza que alguna vez despertó. El corto ciclo biográfico de su transformación, su activa ayuda en la forma de atrapar a las víctimas, terminaron por condenarla a cadena perpetua.

MYRA HINDLEY AND IAN BRADY PICTURED ON SADDLEWORTH MOOR, YORKSHIRE, BRITAIN
MYRA HINDLEY E IAN BRADY, EN SADDLEWORTH MOOR, ZONA DE LOS HOMICIDIOS

Antes de morir en prisión (como consecuencia de una infección pulmonar) Myra pasó 36 años manifestando una y otra vez arrepentimiento por lo ocurrido. Su clamor de inocencia, que buscaba que se le dejara en libertad, se basaba en que ella era una víctima más del “manipulador y astuto” Brady.

Una y otra vez pidió perdón a las familias y a la opinión pública. Ninguno de los padres creyó en sus palabras. Ningún juez aceptó su apelación. En una carta que escribió a una de las madres afectadas declaró: “entiendo su odio, señora, por supuesto, pero créame, no me odia tanto  como me odio a mí misma”.

La pregunta que deriva de esta historia salta a la vista: ¿se puede seguir adelante, se puede vivir después de haber cometido un asesinato como los perpetrados por Myra Hindley? La idea de que esta mujer en realidad se arrepintió aparece más para acomodarse a nuestra necesidad de creer que los demás seres humanos son iguales a nosotros.

O ella, en realidad, se veía a sí misma como una víctima más o simplemente era una más de sus mentiras. En ambos casos, tenemos la evidencia de su incapacidad para asumir la complicidad en tan atroces crímenes. Su pretensión de libertad apuntaba cínicamente sobre el dolor provocado.

El solo hecho de pedir su libertad, de solicitar clemencia, anuló toda credibilidad frente a su presumible arrepentimiento. El mismísimo acto de expresar la culpa que soportaba, la frase “lo siento”, terminó por ofender aún más a los familiares y al país completo. Seguir viva, respirar, con cinco crímenes de niños sobre su espalda, eran los signos que perturbaban a los ingleses e impedían que la perdonaran.

Nunca sabremos si sus disculpas eran ciertas, solo sabemos que llegó hasta el final, que pudo seguir por su propia voluntad apenas quebrantada por una enfermedad.

La revelación que nos estremece deriva de la aceptación de que personas como Myra Hindley nunca han dejado de dormir bien por sus terribles crímenes. Cuando un asesino en serie es incapaz de detenerse tras el horror provocado, tenemos la clara evidencia de su vacío moral.

En Crimen y castigo (1866), de Fiódor Dostoievski, Raskolnikov comete dos violentos asesinatos. De manera ingenua, a veces cínica, a veces argumentada, pretende huir de sí mismo, de su conciencia; imagina que si la ley, el sistema, no le atrapa será liberado de toda responsabilidad. Su propio demonio, el de la culpa, al final el verdadero vehículo de la justicia, se impone en su cabeza para atormentarle indefinidamente.

Pretender salir ileso de lo ocurrido resulta inútil y además termina por aumentar su desprecio para con sus víctimas y sus familiares. Solo el sufrimiento por los actos cometidos promete su redención. Debe pagar por su crimen. Razonar sobre el asesinato le resulta inútil: cometió un terrible acto que no da lugar a justificación alguna. La culpa debe aplastarlo; si acaso sobrevive al remordimiento, es probable que pueda reinventarse como ser humano.

Al igual que Raskolnikov, muchos asesinos, ladrones, estafadores, políticos corruptos, pretenden salir impunes a pesar del daño cometido e incluso son incapaces de reconocer la desproporción de su castigo frente al crimen cometido. La estela de las tragedias que desencadenaron no les toca en lo más mínimo. Al parecer, son incapaces de experimentar arrepentimiento genuino o definitivamente no son seres humanos.

Raskolnikov prosigue su vida decidido a afrontar su responsabilidad. Huir o suicidarse le resultan actos de cobardía que rebajarían aún más su condición. Resulta difícil creer que la persistencia de Myra Hindley tuviera que ver con un verdadero acto de arrepentimiento o de expiación; tal vez era inmune a su propio dolor y eso la convierte en alguien aún más cruel y peligroso.

Al final de sus días, de acuerdo a algunas cartas, Myra reconoció que su responsabilidad en los crímenes era superior a la de Ian ya que ella sí reconocía la diferencia entre lo bueno y lo malo. La racionalización de sus actos pasados es perturbadora: nadie la empujó al abismo y este solo existía dentro de ella.  Ian fue el pretexto de su caída.

Tanto la historia de Raskolnikov como el caso de Myra Hindley nos advierten sobre las fatales consecuencias de pactar con nuestra propia oscuridad, de erigir y manipular nuestros propios tribunales de conciencia; nos recuerdan que perdonarnos a nosotros mismos no nos exime del dolor causado.

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