La escritura del crimen

Publicado el Miguel Mendoza Luna

LA FABRICACIÓN DE UN MONSTRUO

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En su cuerpo no se detectaron los genes de la maldad. No sufrió traumas ni agresiones durante sus primeros años. Su mente fue lesionada de otra manera. El objetivo de quienes deseaban fabricarle era inmunizarlo frente al dolor, convertirlo en un ser indiferente a los demás. Presumiblemente poderoso.

Durante la infancia y aún en la adolescencia se le mantuvo convencido de que él era el mejor en todo lo que hacía; los que estaban a su alrededor ni siquiera existían, eran simples objetos dispuestos para su beneficio personal.

Después de cometer una falta o un delito menor, le insistieron en que no era responsabilidad suya, que los demás eran los equivocados y las leyes se habían creado para violarlas. Lo importante, le dijeron, era que nunca lo descubrieran; debía ser más cauteloso para seguir libre.

Nunca le trazaron un límite para su comportamiento, ni le explicaron que todas las acciones humanas tenían consecuencias que se debían asumir; lo convencieron de que, mientras le trajera beneficio personal, todo lo que él hiciera era correcto. Todo valía para alcanzar el placer propio.

Cada vez que encontraban oportunidad alimentaron su vanidad, pero no solo para animarlo sino para que se convenciera de que el resto de mortales eran inferiores a él. Ya fuera su belleza, sus éxitos, sus propiedades, etc., todos eran dorados trofeos que debía exhibir para humillar a los demás.

Frente a los problemas de los otros, frente al sufrimiento de personas menos favorecidas, le dijeron: “es culpa de ellos, se lo merecen”. No debía detenerse a ayudar a nadie, eso retardaría su meta.

Le insistieron que solo por medio de la fuerza física y de la agresión a los demás demostraría su valentía, si además degradada a sus contrincantes mucho mejor.

Lo convencieron de que su cuerpo era un instrumento que podía usar sin límites, que debía usar exclusivamente para su beneficio y sin tener reparo alguno para alcanzar su propio placer; le explicaron que su cuerpo no era un templo, sino una fuente de insaciables y perversos deseos alcanzados mediante el dolor de los demás.

Cuando arrojó un papel por la ventana de un automóvil o cuando golpeó a otros o cuando cometió un robo menor, nunca lo reprendieron ni le enseñaron el valor del respeto; fue el inicio de una larga carrera de atropellos contra los demás.

Se le permitió tomar sin reparo alguno las ideas y el dinero de aquellos que se cruzaron en su camino.

El poder y la posición social se convirtieron en sus únicos objetivos; se le insistió que para alcanzarlos todo valía. Todo. Si otros sufrían por su ascenso, mucho mejor.

Le enseñaron a manipular a los que lo rodeaban; se le instruyó en cómo ser un perfecto hipócrita. Pronto comprendió que los sentimientos reales no eran importantes, de hecho si los experimentaba debía suprimirlos. Los sentimientos eran un estorbo. Se le hizo creer que su soledad era una fuente inagotable de placer, además allí nadie lo molestaría con reproches sobre lo que era correcto. Si integraba a alguien en su vida era como simple fachada o para usarlo y luego desecharlo.

Al final del proceso, frente al espejo, comprendió complacido que hiciera lo que hiciera no se sentiría mal por sus actos, que el mundo estaba allí para tomarlo por la fuerza. Terminó por estafar, robar, violar, matar, torturar…

Por fin era lo más cercano a los que sus creadores soñaron cuando empezó el proceso. Cuando se volvió contra ellos, estos se sorprendieron aterrados. Olvidaron que los monstruos suelen destruir a sus creadores.

 

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