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“Bendito seas Internet”

La puerta se cerró y adentro quedó encerrada. No había llaves. Aunque intentaron mantener la calma por algunos minutos, al percatarse que en el juego de llaves que tenían no estaban las que abrirían la susodicha puerta, la desesperación empezó a poseerlas. La culpa la tuvo “el mono”, de no haber sido por él, las tres mujeres habrían salido tranquilamente y evitado la claustrofobia por más de veinte minutos.

“Por buena gente”. Cuando ya eran casi las ocho de la noche pasada y estaban a punto de salir de la oficina, uno de los trabajadores de otra dependencia afanosamente gritó que le abrieran la puerta porque había olvidado las llaves de su carro. Después de la parafernalia del asunto, mientras “el mono” sacaba el auto del garaje y una de ellas se disponía a cerrar la puerta; de un solo golpe se cerró y adentro quedó la mujer que con buenas intenciones le hizo el favor al hombre que ya se había embarcado en su carro y tomado rumbo hacia la Autopista Norte.

De un lado estaba la encerrada y del otro, las dos mujeres inventando una y mil maneras de que la chapa abriera de un solo “totazo”, pero ni las tijeras o cuchillo cumplieron su cometido. Pasaron treinta minutos y un par de llamadas a otros compañeros que tuvieran las llaves de esa puerta, se convirtió en su salvación, pero no: falsa alarma. Sin embargo pasó algo que pudo ser un alivio, pero al tiempo era lo mismo que estar encerradas.

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Encontraron la llave del garaje, aunque esta solo cerraba por dentro; no podían ni abrir la una ni cerrar la otra. La bendita puerta del interior debía ser abierta a costa de lo que fuera. La última opción fue llamar a una cerrajería, el detalle: no tenían un directorio telefónico. No era posible que el universo hubiera conspirado esa noche para que las tres mujeres no llegaran a feliz término a sus casas, después de un fatídico día de trabajo.

Pero “bendito seas Internet”. El ‘señor Google’ solucionó la ausencia del directorio y las páginas amarillas virtuales ayudaron en la búsqueda de una cerrajería, que a pesar de no ser la más cercana a la zona, finalmente fue su rayo de luz. Casi veinte minutos después apareció el cerrajero y en menos de lo que canta un gallo, sacó sus herramientas y un extraño artefacto que abrió la chapa sin menor esfuerzo ni hacerle rasguño alguno. Una hora de desesperación se tradujo a diez minutos de “cierre, apague y vámonos”.

De no haber sido por un smartphone con conexión a Internet, las tres mujeres habrían tenido que dormir una en el garaje y las otras en las escaleras.

Eliana Álvarez Ríos
Comunicadora Social y Periodista
@anaylerios
Colombia Digital

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