Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

50 años del Muro de Berlín

El pasado sábado 13 se cumplieron 50 años del día aciago en que Berlín quedó partido por gala en dos. La división duraría hasta el 8.11.1989, y veinte años después de que el Muro cayera, el 8.11.2009, publiqué en el suplemento cultural del diario La Jornada, de México D.F., este artículo doble que reproduzco a continuación.

1: Berlín se me hizo cuento

La efemérides me hace recordar una vez más mis viajes desde la República Federal a Berlín occidental, entre 1964 y 1989, durante un cuarto de siglo. Muy poco en la Historia Universal, pero puede ser mucho, hasta demasiado, en la de una sola persona.

En mi caso, y puesto que me gusta viajar en tren, ese recorrido suponía atravesar tres fronteras.

La primera de todas, el Rhin. Quienes somos –convictos y confesos– colonienses de la orilla  zurda, no solemos malgastar sino escasos minutos de nuestras vidas en esa otra Colonia que dizque existe a la orilla diestra. Antes de Schengen siempre teníamos la excusa de que se nos había vencido el pasaporte, o caducado la visa, en fin, la cuestión era sacarle el cuerpo a la desagradable tarea de pasar al lado opuesto; “Siberia” lo llamábamos algunos. Pero sea, para viajar a Berlín –por tren o la autopista– hacíase necesario tan amargo trago.

La segunda frontera, Helmstedt, la de la RDA. Ahí subían al tren los vopos [soldados de la Volkspolizei=Policía Popular] y revisaban y escudriñaban el convoy de arriba abajo, persona a persona, valija a valija, te expedían el salvoconducto de tránsito por su santa patria socialista, embolsándose a cambio (como represalia por esa injuria a tan sagrado suelo) nuestros profanos marcos capitalistas. Y al cabo de un tiempo que nunca podía cifrarse no ya en minutos, sino a veces ni en horas, el tren reanudaba la marcha y accedíamos –herméticamente aislados de él– al paraíso de los obreros y campesinos. Dos horas encerrados a cal y canto, hasta Berlín.

Y aquí no tengo más remedio que volver a recordar las docenas, muchas docenas de veces, que he tenido que agarrar el bolígrafo y dibujar, generalmente en una servilleta de papel en un bar, en una cafetería, el mapa del ex III Reich tal como quedó diseñado para casi medio siglo, desde el final de la guerra: pues lo habitual era que mis interlocutores (españoles, latinoamericanos) tuviesen la falsa noción de que el muro que dividía Berlín era el mismo que dividía Alemania.

Y no. Las tres cuartas partes occidentales del mapa eran República Federal, la restante cuarta parte la RDA, y en el centro geométrico de esa RDA se hallaba Berlín, dividido a su vez de manera simétrica al mapa: las tres cuartas partes occidentales eran los sectores británico, francés y estadounidense, y la restante cuarta parte, Berlín oriental, el sector soviético, que la RDA consideraba su capital. Dicho de otro modo, Berlín occidental era una isla dentro de esa fortaleza del socialismo real que fue hasta su estrepitosa caída el feudo de Honecker & Co.

En el tren, al llegar a la tercera frontera, entre la RDA y Berlín occidental, nueva detención, pasado ya Potsdam. Y el mismo ceremonial de chicaneo que en Helmstedt, sólo que aquí era algo más rápido pues consistía en la recogida o el control de los salvoconductos. Apenas media hora más tarde, no se sabe nunca bien por qué, pero sí que se experimenta, se nota hasta en la dilatación de las narinas, uno sentía que estábamos respirando aire libre. El tren corría ya por el inmenso Grunewald. Cada vez más hacia el Este retornábamos paradójicamente a Occidente. ¿Por qué no decirlo?: viajábamos de regreso al primer mundo.

No conservo la cuenta de las veces (pero no fueron menos de cien) que hice ese viaje de ida y vuelta entre Colonia y Berlín. Nada más que en los últimos años, por mor del ahorro del tiempo laboral, los viajes de servicio los hice en avión. Pero cuando el viaje era privado, siempre en el tren. Y siempre la misma cantilena, a la ida y a la vuelta. A la vuelta, por lo general, rodeados de emigrantes polacos, cuando el tren que abordábamos era el Moscú–París, con sus vagones soviéticos que parecían salidos de los desechos del rodaje de Ninotschka.

Ir a Berlín era entonces una inefable aventura, incluía el morbo del contraste con el mundo del bloque oriental, con el socialismo real, con la retórica estalinista. Cruzábamos el muro como a la busca de una droga de signo contrario, necesaria para darnos cuenta, al regresar, de que todo nuestro lamentarnos de lo mal que andaban las cosas era pura paja mental: ni en el peor de los casos vegetábamos como nuestros amigos en Berlín oriental.

Y un buen día de noviembre de 1989, el muro cayó. En febrero del 90 viajé de nuevo a Berlín, a informar del festival de cine, e hice dos cosas que me llenan de nostalgia. Una: me subí a la cresta del muro, delante de la Puerta de Brandeburgo, izado por las manos de quienes estaban allí (y Esther Andradi me fotografió en contrapicado). Y la otra: al día siguiente, paseando con Luis Fayad, el novelista colombiano afincado en la ciudad, nos dimos el gusto de cruzar el muro por una de las grandes brechas que ya estaban abiertas en él gracias al trabajo incesante de los “pájaros carpinteros”; así llamábamos a quienes armados de martillo y cincel picaron la muralla hasta hacerla físicamente porosa y permeable.

Después, hace diez años, con motivo del 10° aniversario de la caída del muro, en la solemne sesión del Bundestag, la lista de oradores no incluyó a nadie de quienes libraron a la RDA de las cadenas al grito de «Wir sind das Volk! (¡Nosotros somos el pueblo!)» Lo que hizo aún más vergonzosa y más avergonzante la presencia del canciller Kohl y su ministro del Exterior, Genscher, los dos que contribuyeron como pocos a la eterna consolidación política del muro: ¿o es que no fueron ellos quienes invitaron una y otra vez a Honecker a visitar oficialmente la República Federal?, ¿acaso no fueron quienes lo recibieron en Bonn con todos los honores?  Me dieron ganas de vomitar. Deadeveras. Pero así suele escribirse la Historia: con vómitos.

Por eso a mí se me hace cuento que comenzó este nuevo Berlín. Por eso casi nunca regreso allá, muy raro es que lo haga. Tengo que confesarlo: me falta el muro. Nunca me lo podrá explicar nadie. Tanta mentira luego Tanto monumento conmemorativo luego, construidos gastando millones de euros Pero el mejor, lo derribaron. Nadie podrá explicarme nunca por qué no se conservó, como la cicatriz de una cesárea en el vientre de la mujer amada.

 

2: Memorias del subsuelo

Este título dostoiewskiano se entenderá mejor si comienzo confesando que soy  cementeriófilo convicto y confeso. Hay algo en los camposantos que me seduce de un modo irresistible, que me arrastra a ellos como un maelstrom. Y hecha la confesión, he aquí el cuento.

Viví en Berlín occidental desde marzo 1964 hasta enero 1965. Mi apartamento quedaba al nordeste, es decir, la zona pegada al muro del barrio de Wedding. Para ir al centro lo más rápido era tomar el S-Bahn (el tren elevado urbano) en la estación Gesundbrunnen y viajar a Berlín oriental, cambiar de andén en el corazón del sector soviético, y regresar a Berlín occidental con otra línea del S-Bahn o con el Metro. Para este simple transbordo, todos los habitantes de Berlín occidental podían entrar y salir del oriental pasando por aquella estación Friedrichstrasse, otra de las paradojas de la ciudad dividida. Quienes no podían hacer uso de esa estación, en dirección Occidente, eran, claro está, los habitantes de la RDA.

Hice innumerables veces ese recorrido. Y era de veras impresionante cuando el S-Bahn partía de la estación Humboldthain y atravesaba el cementerio Dorotheen II, dividido por el muro. Pocas imágenes tan brutales de la partición. Nunca terminé de acostumbrarme a ella.

Por dicha guardo otro recuerdo más agradable de panteones berlineses, y se lo debo a un amigo argentino, al politólogo Osvaldo Bayer. Le adeudo la visión en su salsa del cementerio de la guarnición de Berlín, al costado norte del aeropuerto de Tempelhof. Es la Estación Término de los grandes hombres de la historia militar prusiana: los Trützschler von Falkenstein, los Stern von Gwiazdowski, los von Wentzky und Petersheyde, los von Zeidlitz, el almirante Eduard von Know (Caballero del Águila Negra) El buen Osvaldo vivía cerca y me llevó una mañana a contemplar el espectáculo que él mismo describiría luego en una estampa inolvidable:

«Al cementerio de los generales prusianos le han quitado un trozo de tierra y la municipalidad berlinesa lo entregó a la comunidad otomana. Ahora está allí el cementerio turco de Berlín. Los muertos turcos van avanzando sobre la tierra de los aristocráticos mariscales. Ya la tumba que mira hacia La Meca del turco Tufanin Ruhima, muerto el 5 de octubre de 1982, está a cinco metros del general Erich Werner August Wilhelm von Livonius. Y siguen avanzando. Son muertos que traen vida: por ese lado el cementerio se puebla los domingos de mujeres con pañuelos en la cabeza y chicos que ríen, lloran y gritan. Es una ofensiva que los generales no no esperaban. La vida no se rinde».

Sí que es así, yo he vivido ese picnic dominical y he visto al pequeño Mehmet y al pequeño Alí, jugando al escondite entre los mausoleos de los Von Moltke y los Von–lokefueren.

Pero la imagen que más vivamente me retrata de nuevo la división de la ciudad se corresponde con un recuerdo de septiembre 1991, dos años tras la caída del muro. 

Estábamos mi esposa y yo en Berlín, invitados por un matrimonio amigo que vivía en la Ciudad Jardín de Spandau, en lo que fuera el extremo más occidental de Berlín occidental, limítrofe con el muro que la separaba en este punto de la RDA. Y mirando el plano de los alrededores descubrí que existía un cementerio exactamente al otro lado de donde estuvo el puesto de control fronterizo de la Heerstrasse, la salida de la autopista de Berlín a Hamburgo. Me entró la curiosidad, agarramos las bicicletas de nuestros anfitriones y allá que nos fuimos a visitarlo.

Era un lugar agreste, de vegetación crecida sin control ni poda, todo lo contrario del orden y el esmero que caracterizan a estos sitios en Alemania. Sólo un par de tumbas se veían cuidadas, recién regadas sus flores, recortados sus setos. Y junto a una de ellas, ocupada en esas labores, una pareja de nuestra edad. Me acerqué a saludarlos y me presenté como periodista interesado por el descuido y la incuria que se notaban en este cementerio. ¿Significaba eso que la RDA no permitió enterramientos aquí? «Sí –me respondieron–, sí que podíamos venir a enterrar a nuestros muertos, aunque siempre con custodia policial. Pero no podíamos venir a cuidar las tumbas. Imagínese; con el pretexto de arreglar la sepultura bien pudiéramos cavar túneles hasta el otro lado del muro, estábamos al lado mismo de él».

Y esta es la imagen más perdurable que tengo de la falta de humanidad de un régimen que se ufanaba de ser socialista. ¿Qué innoble especie de socialismo es esa que te prohibe acudir a honrar a tus muertos?                              

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