La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

Notas sobre la tolerancia

Es curioso cuan aferrados solemos estar a nuestras creencias. El poder de este apego puede llegar a ser tan violento, que es capaz de avasallar los vínculos más fundamentales que nos unen los unos a los otros. Ejemplos de este fenómeno sobran, y de hecho son tan abundantes, que ni siquiera hace falta detenernos a mencionar alguno. La historia es pródiga en ejemplos de la tiranía que pueden llegar a ejercer nuestras opiniones sobre nosotros, y de la tiranía que, sobre los demás, podemos llegar a ejercer en nombre de nuestras tiránicas opiniones.

Este fenómeno se puede explicar, creo, si apelamos al hecho de que solemos asociar de manera muy estrecha lo que pensamos ser con muchas de las cosas que opinamos. Un segmento importante de nuestras creencias, pensamos, manifiesta nuestras tendencias y nuestros valores, cifra nuestra personalidad. Por esta razón resulta natural concluir que el apego que sentimos por muchas de nuestras opiniones es una extensión de la importancia que le otorgamos a nuestra propia persona. Y dado que no suele haber nadie a quien le concedamos mayor estima que a nosotros mismos, podemos vernos llevados en ocasiones a renunciar a los principios más elementales de cortesía hacia aquellas personas que no comulgan con nosotros en los asuntos que consideramos ponen en juego la clase de persona que somos–el valor (típicamente positivo) que nos confiere, según nosotros, el creer lo que creemos en un punto en particular.

Esto podría explicar por qué la diferencia de opinión en política, religión, moral, etc., es tan susceptible de causar episodios de violencia y por qué, como decía Wittgenstein, nunca se llega a los puños por discrepancias en matemáticas (aunque cosas se han visto). En particular, sería incorrecto, creo, pensar que la temperancia que encontramos en la discusión en ciencias se debe a la existencia de un menor interés por parte de la comunidad científica en conocer la verdad de aquello que inquiere. La curiosidad que siente el matemático por determinar la verdad matemática es tan viva y tan genuina como la curiosidad análoga del teórico político o del teólogo (pueden ser la misma persona). Lo que hace la diferencia en este caso no es un mayor o menor grado de curiosidad por parte del inquisidor, creo, sino la tenue relación que subsiste entre las verdades de las matemáticas o de las ciencias y el valor que el inquisidor normalmente se otorga a sí mismo por creer estas verdades. Creer o no en la verdad literal de la Biblia o en la moralidad de no comer carne son creencias que, intuimos, ponen más al descubierto las inclinaciones y el carácter de alguien, que creer o no en la verdad del Axioma de Elección. En este sentido, podríamos decir que las opiniones políticas, filosóficas, religiosas, etc., gozan de una mayor inversión personal que las opiniones científicas. Y dado que las creencias con menor inversión personal tienden a su vez a suscitar una menor inversión emocional por parte del creyente, encontramos que la discusión de creencias con un nivel relativamente bajo de inversión personal, como las científicas, tiende a llevarse a cabo más o menos al margen de las emociones que suele despertar la discusión de creencias con un nivel relativamente alto de inversión personal, como las religiosas, económicas, sociológicas, etc.

Este apego tan marcado por nuestras opiniones resulta curioso, o al menos así me lo parece, porque por más que la expliquemos como el resultado de un proceso identitario como el que a grandes rasgos he venido describiendo, la intensidad con la cual nos apegamos a  nuestras creencias suele contrastar mucho con la fragilidad de las razones a las que invocamos, y podemos invocar, para tenerlas. Pues, ¿qué es, al final del día, tan obviamente verdadero como para justificar tanta obstinación? ¿Cuáles son esas inexpugnables certezas? Por mucho que se las aprecie, no se puede afirmar seriamente que sean las ciencias quienes nos ofrecen tal cosa. Las proposiciones de la ciencia natural son corregibles a la luz de la experiencia, y en este sentido, nada hay en ciencia que no esté abierto, en menor o mayor grado, a un escrutinio posible. Esto, por supuesto, no significa que haya algo malo en ella. La ciencia nos provee las mejores herramientas de las que disponemos para examinar el mundo que nos rodea, y el acervo de proposiciones que nos ofrecen satisfacen los criterios más exigentes que tenemos para determinar la verdad. Pero esto no implica en ningún modo que una creencia que haya satisfecho estos criterios tenga que ser verdadera, pues estos criterios pueden resultar, a la luz de nueva evidencia, inadecuados (como el criterio determinista en física cuántica) o insuficientes (como el criterio mecanicista de Newton). El mundo nos puede reservar todavía muchas sorpresas, y éstas pueden no colaborar (como lo han hecho en el pasado) con nuestra empresa científica.

Así pues, si no podemos estar del todo ciertos de que las proposiciones de las ciencias sean verdaderas, ¿qué podremos afirmar, sin ruborizarnos, que sí lo es? ¿Qué certezas podemos ofrecer en teoría política, economía, religión–esto es, en las áreas de la especulación humana en las que la inversión personal suele ser mayor? ¡Y qué curioso que, pese a ser más grande la incertidumbre que pesa sobre este tipo de creencias, nos aferremos de tal manera a ellas! Es tan marcada esta oposición, que se puede incluso sugerir (no sin cierta malicia) la existencia de una relación inversa entre el grado de justificación y el de inversión personal con los que solemos creer lo que creemos. Al parecer, no nos destacamos por ser muy buenos apostadores epistémicos.

J.S. Mill, en su clásico ‘Sobre la libertad’, advierte que cultivar un ambiente de tolerancia hacia las opiniones ajenas es algo benéfico para el florecimiento del saber y para el incremento del bienestar que va ligado a éste. Pero más allá de esto, lo que nos convence de la conveniencia de adoptar una actitud más relajada con respecto a nuestras creencias es, según Mill, el simple reconocimiento de que «la especie humana no es infalible; que sus verdades no son generalmente más que medias verdades, en la mayor parte de los casos; […] que la diversidad de opiniones no es un mal sino un bien, por lo menos mientras la humanidad no sea capaz de reconocer los diversos aspectos de la verdad […]». Esta observación sobre la naturaleza de nuestro conocimiento encapsula, creo, un poderoso argumento a favor de la liberalidad con la que debemos abordar las divergencias de opinión, y nos muestra que la tolerancia no se funda (o no primeramente) en la importancia que pueden llegar a tener nuestras nuestras creencias (o nosotros mismos en virtud de tenerlas), sino en la incertidumbre que les es inherente. Creer, y en particular creer saber, no es lo mismo que saber. Y creer muy intensamente, tampoco.

@patonejotortuga

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