La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

El fuego de las urnas

Parece claro que la racionalidad posee una dimensión moral inextricable. Por ejemplo: parte de ser un agente racional consiste en no tomar como verdadera ninguna creencia a menos que ésta exhiba una plausibilidad mayor que la que exhibe su contraria y se encuentre respaldada por buenas razones. Este principio metodológico tiene la encomiable repercusión de fomentar la tolerancia o, lo que es lo mismo, la prudencia con respecto a nuestras propias opiniones. Naturalmente, tener creencias fuertes es bueno y necesario. Nuestras convicciones son las brújulas que orientan nuestra labor epistémica y nuestra praxis, y son aquello que nos procura el impulso original que requiere toda sincera búsqueda de conocimiento. Pero el negocio de creer conlleva siempre el riesgo de equivocarnos. Este riesgo puede minimizarse si adoptamos cierta higiene epistemológica, pero nunca, o casi nunca, podemos reducir el riesgo de estar en el error a cero. Creer es, pues, algo similar a apostar; y si tenemos en cuenta que lo que creemos determina en gran medida lo que llevamos a cabo, entonces lo que está en juego en el juego de la creencia es, en última instancia (e ignorando el elemento, omnipresente, de la fortuna), el éxito o el fracaso de nuestras acciones. Por tanto, si carecemos de precaución y nos aferramos con demasiado ahínco a nuestras creencias, aumentamos la probabilidad de conducir nuestras vidas de una manera incorrecta. Cierto grado de escepticismo parece ser un elemento indispensable para llevar una existencia relativamente feliz.

Ahora bien, parte esencial del ejercicio de una sana democracia es la deliberación política, la cual vehicula las opiniones que tenemos acerca de los fines que deben guiar nuestra vida en común y de los medios más adecuados para la obtención de tales fines. Por consiguiente, y a la luz de lo que hemos concluido en el párrafo anterior, en toda deliberación política es recomendable mantener una cierta distancia con respecto a lo que creemos ser tales medios y tales fines. Después de todo, ninguno de nosotros posee el don de la omnisapiencia política; por tanto, si lo que esperamos obtener de nuestras deliberaciones es un mejor discernimiento acerca de cuáles deben ser los fines que, en tanto sociedad, debemos perseguir, parece que sopesar los argumentos de nuestros contradictores de una manera empática y seria sólo puede resultar en un beneficio para nuestra empresa común, que es construir un mejor país.

Si las juzgamos bajo este rasero, las actuales elecciones presidenciales dejan mucho que desear. Pues éste, que debería ser el momento en el cual la sociedad colombiana se analiza a sí misma con el mayor cuidado, ha resultado ser el momento en que nos enfrascamos con el mayor celo en las invectivas de la peor clase. Con esto sólo hemos logrado prolongar la larga tradición de resentimiento que hacen de la nuestra una sociedad disfuncional y en bancarrota moral. Por tanto, si realmente nos interesa construir un mejor lugar para nosotros y para los colombianos del futuro, es de suma importancia que aprendamos a escucharnos y a debatir civilizadamente, a saldar nuestras diferencias encontrando un suelo común que solamente una actitud abierta al diálogo puede proveer.

Desafortunadamente, hoy en día existe en Colombia un robusto proyecto político cuyo éxito se funda en la negativa a considerar el diálogo como una genuina alternativa. Este proyecto es el uribismo. El uribismo no ofrece hipótesis a evaluar, sino certezas inexpugnables, y en este sentido, el uribismo es una especie de fundamentalismo. Como tal, al uribismo no le preocupa ni la evidencia ni la solidez argumentativa. Sabe bien que la promoción de los valores fundados en la racionalidad y en la prudencia deliberativa es la promoción de su propia ruina como proyecto político. Por ello, en lugar de apelar a nuestra razón, el uribismo apela a nuestras peores pasiones. El uribismo no tiene idea de cómo debatir adecuadamente, pero sí sabe cómo manipular, y lo sabe hacer muy bien. Basta con leer una columna de Londoño para caer en cuenta de ello. En vano buscaremos honestidad intelectual bajo los toldos uribistas.

En la vida cotidiana, cuando nos topamos con una persona manipuladora y sin el menor asomo de una actitud crítica con respecto a sus opiniones, la actitud que tomamos es ignorarla. ¿Qué otra cosa, finalmente, podemos hacer? El dogmático es inmune incluso a la mejor evidencia. Pero en la arena política, ignorar el fundamentalismo no es una opción. No lo es porque, dada la escasa propensión que de por sí las personas tienen, en general, a la deliberación desapasionada y empática, ignorar el fundamentalismo supone dar vía libre para que la irracionalidad y la intolerancia tomen un mayor arraigo entre nosotros. Y si dejamos florecer el fundamentalismo dejaremos florecer, como bien sabemos los colombianos, la exclusión y la muerte. Por esta razón (entre otras), el exhorto del senador Robledo a votar en blanco el próximo 15 de junio es de una tremenda miopía e irresponsabilidad, y el respaldo que William Ospina ha expresado a la candidatura de Zuluaga lo sitúa en el lado equivocado de la historia.

No nos equivoquemos: estamos ante una encrucijada en la que se decidirá qué clase de fibra moral poseemos los colombianos, así como el país que somos dignos de tener. Si deseamos genuinamente desenvolvernos en una sociedad incluyente, libre y fecunda, es preciso que hagamos de las próximas elecciones una celebración de la fraternidad y de la concordia, y que superemos el ciego encono que tantas víctimas ha causado, derrotando en las urnas a esta patología social que es el uribismo.

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