Dirección única

Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

Alberto Salcedo Ramos: ¿El periodismo y la literatura?

El oro y la oscuridad*

La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé

Alberto Salcedo Ramos

Colección actualidad

Debate

Random House Mondadori

Bogotá, 2005

188 páginas

caratula-pambe1No se podría hablar del trabajo periodístico emprendido por Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla, Colombia, 1963) en su crónica sobre el boxeador Antonio Cervantes –el “Kid Pambelé”-, sin hacer mención de las también nobles atenciones de su prologuista, el joven director de la revista Soho, Daniel Samper Ospina. El asunto en esta introducción se reduce a un término: zalamería.

“Él –Salcedo Ramos- representa un soplido feliz en la esperanza sin viento que nos lleva”, aduce además que es “el mejor cronista literario”, el mejor en aquello y lo otro, para colmo, aquel con “la suerte inaudita de ser brillante para la literatura [e] impecable para el periodismo”. Siendo fiel a la situación, no queda más que desenmascarar el epíteto ‘prólogo’ en el sentido que para algunas editoriales han de tener las palabras liminares de un libro: una suerte de halago sin fondo, sobretodo si es adelantado por un fanático del autor, algún furibundo colega -acaso su editor- o por alguno de sus más allegados amigos. Resulta particular, no obstante, hablar de la comparación que sostiene todo el texto introductorio y por la que Salcedo Ramos resulta ser no sólo un autor de valía, sino algo más que un superhéroe con una ‘sencillez y un carisma’ sobrenaturales, además de constituirse en el “más claro promotor del periodismo literario en Colombia”. Samper Ospina compara a su ídolo con Gay Talese, periodista norteamericano que en su momento escribiera una semblanza literaria sobre un boxeador retirado, Joe Louis: The King as a Middle-Aged Man, publicada ya tiempo en la revista Esquire -octubre de 1962-, y que le valdría a Talese su lugar en el surgimiento del llamado Nuevo Periodismo. Las pintorescas comparaciones empiezan en palabras del propio Salcedo Ramos, en entrevista con Juan Gossain referida en el libro, al argüir que Gabriel García Márquez sería un especie de Pambelé de la literatura. Entonces entendemos el recurso de Samper Ospina: “Alberto Salcedo es nuestro Gay Talese, del mismo modo que Pambelé es nuestro Joe Louis”. La justificación se veía venir: ambos tienen demasiado “sustento literario”, ambos tienen como objeto de su investigación a boxeadores ya desheredados y, por ultimo, ambos van detrás del sino trágico que enmarca la vida de cada quien, personajes arrastrados a la sombra y “derrotados ya no por el rival sino por la vida”. El prologuista llama finalmente la atención sobre el título de esta crónica, El oro y la oscuridad, guiño frontal –según asegura- a una conocida antología de la obra de Gay Talese, Fama y Oscuridad.

El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé, es una suerte de crónica con visos de relato literario; un trabajo de investigación visto al trasluz de “los reflectores de la literatura”, como se asegura repetidas veces en su prólogo. La trashumancia de este ‘rey destronado’ -ubicuo personaje estragado por las drogas y alimentado todavía por el recuerdo de una efímera gloria boxística-, permite a Salcedo Ramos trazar, tras su ardua empresa periodística, una muy propia indagación literaria dotada de licencias y titubeos narrativos, acaso bien justificados tras la careta de sendos episodios psicológicos que le permitieron poner en cuestión la que parece ser la dicotomía central denunciada desde el pomposo título de su libro: la necesidad –vista en el mismísimo Gay Talese- de hablar del hombre común y sus miserias cotidianas, aquí la vida de quien ya no es noticia para nadie. Así parece querer vendérsenos la idea que del autor se ha hecho Samper Ospina –acertada en su trasunto mismo, huelga decir-, digamos que desde la recurrencia en sus temas, sus crónicas sobre hombres abatidos, acaso depuestos, llámense René Higuita, Mike Tyson o Kid Pambelé, todo esto con la figura penitente del escritor de relatos que espera apoyarse en un cuento tan en boga como lo es el ya no tan nuevo periodismo norteamericano.

Ahora bien, de entrada al texto dos cosas llaman especialmente la atención. La primera, como soporte de la hibridez de género, y la segunda, a razón de esta biografía no oficial –maldita-  del héroe que antaño diera a Colombia su primer título en este deporte, la que deviene en la trasescena de la gloria. La suma de dos inquietudes creativas, acaso como eco respetuoso de la insigne época tan mentada por Samper Ospina, permite que un conocedor del oficio repliegue sus métodos y dibuje otras matrices sobre esta pobre tierra de ‘mariposas amarillas’, en la que aún habrá por mentar miles de bizarras o desmedidas historias. Si este Pambelé ya olvidado –en teoría- ha dado para tanto bombo, es desde luego por algo. La reclusa policiva y farandulera dio lugar a otra inspección, la que corresponde al porqué del descrédito. El asunto se limita a la condición que es motivo dominante en este tratado de las desventuras: la nube que ha cegado a quienes vislumbran el poder y la gloria y sin sabor de las redes secretas que han de hundirlo, casi como quien vende su alma al diablo. Sísifo empuja su piedra hasta verla caer, quizá otro la empuja por él. Y ahí viene a obrar el periodista en vera del recurso y la realidad. Kid pambelé, conocido en su pérfida situación de hombre adinerado -“mejor ser rico que pobre” reza la cartilla- rodeado de “los amigos del éxito”, esos mismos que abandonaron al campeón a su suerte justo “cuando sintieron la oscuridad del fracaso” y que lo empujaron a una situación mediática, cualquiera diría que la de víctima de las circunstancias.

El primer apartado del libro de Salcedo Ramos, llamado “Grande como los dinosaurios”, se reduce a una importante sentencia, una frase repetida por Gossain: “El coloso que decidió ponerle dinamita a su propia estatua”. Salcedo es un prosista que sabe de su ejercicio y que a su vez hace sus pinitos en esta malhadada tierra de la creación, lo digo por el siguiente arrebato tan aparentemente garciamarquiano: “hay una gallina aburridora que le sabotea la siesta a un perro perezoso, una bicicleta recostada contra un árbol y una pelota de fútbol”.

Un capítulo siguiente, “Pambelé, el memorioso” -eso sí lejano de aquel tan mentado pasaje borgiano-,  va a la idea que del campeón se va tejiendo en la búsqueda. Pambelé es un chicuelo con “trastorno bipolar afectivo”, peleador con algo de suerte sujeto a una incógnita propia del más desaguisado de los poetas surrealistas: “inmerso como una catedral sobre un rival que agoniza en la lona”. Hágame el favor. Tras gran cantidad de arrebatos literarios y espacios de medida crónica, vienen de nuevo esos trances tan esperados en este alocado match, ahora limitados por un arranque cinematográfico:

Play, y empieza el combate. Forward, y la acción se adelanta hasta el siguiente nocaut. Review, y proyecta la caída del rival desde otro ángulo. Pause, y congela el cuadro para ufanarse de la precisión del jab”.


Se presume que el laboratorio no ha sufrido mayor percance, todo está en su lugar. El autor juega con los elementos y no sufre por sus atrevimientos y, para su bien, sale tan airoso como bien fundamentado. Pero luego viene ese tramado de ideas hechas junto a los rompimientos del discurso, entonces cada cosa delata el procedimiento sin que ello sea un problema mayor, sólo es cosa parecida a quien contempla un edificio con los sistemas de drenaje a la vista. En el curso de la travesía de Pambelé hacia su inminente desplome, Salcedo Ramos, hablando -como se ha de suponer- desde el encuentro con el boxeador en su destierro imaginario, limitado por una fama llena de patéticos halagos y golpes en el hombro, teje la historia narrativa. El hombre en su ruina deja que su vida desflore y cada espacio en el tiempo sea, ahora sí, un pequeño libro abierto. Resuma, no obstante, la narración preñada de inocencia, todo vale, como se dice, siempre y cuando algo se pueda rescatar de las cenizas:

“Es posible que en estos diez segundos de penumbra soñaras, como Sonny Liston, con una manada de cocodrilos interpretando  un concierto de violines. Pero al despertar no encontrabas música sino un mapa borroso que te confundía”.

Salcedo Ramos permanece tras bambalinas augurando quién sabe qué nuevo género literario. Luego, resulta que su gran idea tiene el don de ser ambigua tanto como descabellada. No obstante, nadie ha de salir desilusionado de este libro. Además de esta propiedad narrativa, cada línea resuelve ser independiente de las anteriores, aunque el hilo de este relato asuma periodos de la vida del Kid Pambelé para formular ese ‘teoría del fracaso asistido’. Lo digo por el perverso entramado que la sostiene: ser participe del show de un freak a quien la posteridad ha guardado para el goce de sus detractores o, si acaso, para que la literatura o los medios hagan lo que puedan con los restos de su destazada humanidad.

Salcedo recuerda, en el sexto apartado del libro, la relación del campeón con púgiles y managers de turno, de paso con esos que se dice le usaron o le ayudaron en su camino hacía la cima de la montaña y luego, a los que le asistieron en su descenso. Por Pambelé nadie daba un duro, era inexperto, frágil aunque sospechosamente fuerte. El camino hacia el título se describe con delicia y nada queda fuera del escrutinio del periodismo. Al crearse el mito, se devela de forma paralela el secreto complot de la fortuna. La noticia de un pobre desheredado quizá importe a pocos, nadie querrá encontrarse -aparte del afán voyerista atrás mencionado- con un recuento de desavenencias, sobre todo si ellas competen a un loser que todavía pelea sus glorias perdidas a puños. Salcedo Ramos recorre sus pasos, pero a bien del talante humano de su pesquisa va a la vida de amores y desamores del púgil en desgracia, sus hijos, su heredad, su familia. El “mozo de cuerda” que antes buscaba “menudencias de ocasión”, ha enredado su proceso en vera de un pérfido camino que le valió la cima y le valió el fracaso. Pambelé parecía no requerir de la vida humanamente posible, era un pobre hombre de las circunstancias, “la mayor prueba de que la comida no sirve absolutamente para nada”. Luego se demuestra una bella reflexión sobre este campeón, aquel que desmentiría eso de que el box se había llenado por entonces de “campeones de mentira, avioncitos de papel que se caen solos, reyezuelos que nadie recuerda porque son, como dice la canción de Héctor Lavoe, un “periódico de ayer””. El tiempo dijo, sin embargo, otra cosa, he aquí el porqué de esta nota y de este libro.

Aunque Salcedo Ramos se cure en salud al no dejar en cuestión las varias hipótesis  sobre las desavenencias económicas entre Pambelé y sus representantes, el dilema de una gran cantidad de dinero supuestamente derrochado deja que cualquiera pueda especular según sea el caso. El mal fundado héroe no sabe de ello, de alguna manera puede querer ocultarlo sea en su bien o por que no lo recuerda. El punto álgido aquí es que más allá del destino de su fortuna como boxeador, el autor de esta crónica prefiere conservarse tras el burladero y todo lo que hasta ahora estuvo oculto parece seguir sin resolución. Buena forma de conservar la gloria ya empolvada de un personaje sin nada en las manos, aparte de los sendos puñetazos que van y vienen a contrapelo en este breve relato.

El noveno capítulo del libro, La parábola de Pambelé, es una suma de voces prestadas. Los allegados al ídolo buscan al dios que jamás cobijó a su pupilo, ya desechado por los avatares del olvido. Daniel Antonio, hijo mayor de Pambelé, cree que su padre ha de buscar las premisas de la ventura en manos de la religión. Bien hace Salcedo Ramos al desentenderse y nombrar con distancia, incluso desde lo ficcional, esos tejes y manejes del credo que me recuerdan aquí una celebre sentencia de Nietszche que me atrevo a citar a vuela pluma: “Sólo quien sufre de la realidad tiene razones para sustraerse a ella por medio de la mentira”.

Sabiendo la parrafada evangélica de los suyos, dada la degradación de aquel héroe caído y la no menos extravagante situación de su familia, la condición más o menos mediática y de alguna forma redentora es esbozadaza en el texto sin que nada, aparte del animo de enunciación propio del oficio, tenga aquí lugar. Digamos que todo se ve venir. La triste historia del macho palenquero es, nada más ni nada menos, una distracción sin aliento mayor a la de saberse particular, una cosa coloquial sin frutos efectivos. Aparece entonces otro lugar común, las mujeres. La rutilancia de romances abandonados redunda en la gastada presunción del latino y lover boy, el danddy de las noches cartageneras, bogotanas, las caraqueñas, el tumba locas, como se habrá de apuntar en honor a la verdad al dar lectura al siguiente párrafo:

“Con carolina tuvo a José Luís, Rubén y Lucy. María Althaona le dio a Nancy; y Marina Villa a Merly. Ahora, si nos pusiéramos a contar las mujeres las otras mujeres, las de paso, entonces no nos alcanzarían ni los dedos de las manos tuyas y las dos manos mías, ni los dedos de los pies de ambos. !Por ahí pasó la cuenta, chamo¡”

Bien, esto es suficiente. A nombre del periodismo hemos de leer pasajes que no merecen siquiera lectura primeriza. Está bien que Salcedo Ramos –tan capaz como es de rescatar situaciones pasadas- entienda el valor de esta historieta sobre el pobre Pambelé, se nos desgasta en todo caso y no pasamos del ajuste de cuentas frente a los hechos puesto que, en cuanto al motivo altruista de la crónica, el rezago de héroe viene a perderse del todo hasta el colmo del aburrimiento. Salcedo Ramos es, desde su lugar en el ring, un vindicador de causas perdidas. El problema es que su entrevistado al igual que el texto de este libro, El oro y la oscuridad, vienen a desgajarse apenas la piedra cae al inclemente fangal del olvido, entonces se deduce que el texto valdría más para un artículo que para todo un libro.

“Nada hay más viejo que lo nuevo al cabo del tiempo”, decía alguna vez el ya desaparecido escritor Germán Espinosa recordando -palabras más, palabras menos- al maestro Adolfo Mejía. Pambelé importa tanto como aquel cinco-cero con Argentina, mala fortuna que nos hizo creer que esta torpe selección habría de servir de algo, aparte de alentar el hábito de vender la piel del oso antes de matarlo.

Finalmente, vale la pena volver al trasunto de la entrevista y crónica que Alberto Salcedo Ramos supo tramar para parecer algo cercano al género del que se vienen alimentando los nuevos vientos del periodismo. El tono de charlatanería, el del personaje, junto al tono medido pero atropelladamente literario de Salcedo Ramos, terminan confrontando -con algo de arbitrario academicismo- a un despojado que no sabe siquiera del juego que se ha atrevido a perfilar, quizá por ser un hombre que el azar ha puesto en el banquillo cuando nada en concreto se le ofrecía para que la gloria le abrazara. Sólo ese antihéroe contemporáneo para quien la literatura, seguramente, tendrá un algo que ofrecer ya que en terrenos de la crónica el asunto me quiere parecer sospechosamente consumado.

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*Esta nota fue escrita originalmente en 2009 para el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República.

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