Dirección única

Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

El seminarista

RUBEM FONSECA

El seminarista. Rubem Fonseca.

Grupo editorial Norma, 172 páginas. Bogotá, 2010.


Alguna vez Rubem Fonseca, ante los constantes cuestionamientos alrededor de su escritura como una suerte de apología enfermiza de la violencia brasileña, aducía con mucho sentido que su labor se limitaba simplemente a medir la realidad desde ciertas psicopatías suburbanas, y que su objeto era, como ocurría con Richter y su escala de medición de terremotos, tan solo el de dar cuenta de dichos fenómenos.

En algún tiempo sus libros fueron víctima de toda clase de prohibiciones hasta que el peor de los males pudo caer sobre su obra, se hizo tan popular que terminó por convertirse en algo mediático. Afincados sobre todo en el lenguaje de lo cinematográfico, sus libros y temas terminaron por volverse visiblemente efectistas. La pacata sociedad que alguna vez les condenó hizo de estos un cliché que se repite y que, para que no parezca ésta una nota descalificatoria, sigue evadiendo otra clase de exámenes, los que pueden hacerse a través de la óptica de aquel esquivo y melindroso expolicia y abogado que ha mostrado, desde novelas como El Caso Morel o El gran Arte, su relación casi sanguínea, de relativa y mutua dependencia, para con toda suerte de psicopatologías y personajes malditos –malandros, homicidas, prostitutas, fanáticos religiosos, freaks– que rondan las grandes ciudades del tercer mundo; acaso tras finos sibaritas amantes de los habanos, las mujeres, el ajedrez o el vino; o de la mano de un asesino culto que cita de memoria El Eclesiastés antes de acabar a tiros con un aparentemente piadoso padre de familia que resulta no ser más que un pedófilo consumado, como puede verse en El seminarista, la más reciente novela del brasileño Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 1925)(1).

140239Caracteriza a los malandros de Fonseca el pertenecer tanto a un sector desafortunado de la sociedad como el hacer parte de una aristocracia llena de secretas perversiones, sociopatas que delinquen sin ningún pudor –como aquel que en el cuento “Paseo nocturno” (recogido en el libro Corazones solitarios) busca afanosamente arrollar mujeres en un tranquilo barrio carioca– hasta asesinos del talante de su famoso relato “El cobrador”, dado a la tarea de cobrar una deuda que la sociedad tiene con él. Este último detenta, por ejemplo, un particular código de ética por el cual perdona la vida a algunos según el grado de sus padecimientos o carencias.

El bien y el mal cobran en Fonseca un significado distinto al que el maniqueísmo y lo políticamente correcto demandan, esto es, muchas veces sus asesinos son ángeles caídos, en desgracia, o pragmáticos intelectuales con quienes pronto tendremos una cómplice relación que alejará la lectura de cualquier examen ético, moral o punitivo. Habremos de entender, por lo tanto, que los cuentos y ‘romances’ de Fonseca no tienen una moraleja que vindique el statu quo por encima del acto de delinquir, sus antihéroes son tan entrañables como paradójicos y se muestran desde una humanidad a la vez metafísica y mundana, y algunos gozan, caso del personaje central de El seminarista, de una enorme inteligencia, disfrutan de placeres del espíritu como la buena mesa, las bebidas espirituosas, la lectura de Petrarca, Pessoa, Dante, Keats, Blake o van por ahí con una Glock en el cinto mientras escuchan en un MP3 un repertorio que va de Pink Floyd a la Mattinata de Leoncavallo.

El llamado Especialista, protagonista y narrador de esta novela, es un asesino a sueldo que trabaja con un riguroso método, limpio y sin demasiado ruido. Prefiere no relacionarse directamente con los clientes que le contratan y actúa a través de El despachante, personaje con el cual Fonseca convertirá al especialista de perseguidor a perseguido, llevándolo de ser un misógino consumado a enamorarse perdidamente de una joven alemana, Kirsten. A la vez que el ruido y la sordidez de la muerte tiñen la novela de la característica marca fonsequiana, su personaje-narrador construye una pragmática autopsicografía que cuestiona una vez más el concepto del bien y del mal, pero lo hace tomando partido –irónicamente– de un pasado nada cercano a sus actividades ahora non sanctas: nuestro asesino había pasado por el seminario. Por ello, las páginas de este libro están plagadas de referencias en latín –Plinio, Séneca, Cicerón, Horacio–, de lecturas a viva voz del Cantar de los cantares o de alusiones a San Juan Crisóstomo.

Luego de haberse granjeado una reputación como asesino a sueldo , y sin que en su decisión interviniese algún reparo moral, el Especialista decide abandonar el oficio, lo cual le lleva pronto a convertirse en presa de una enredada celada. Aparecen aquí otros personajes que resuelven la intriga de la novela, Sangre de Toro o D.S., antiguos compañeros suyos del seminario. Ya sumergido en una empresa más cercana a la sobrevivencia que al ritual laborioso de asesino a sueldo –su lema había sido Mortem dare hacet mea ars– el Especialista vuelve a empuñar un arma para proteger a su adorada amante, Kirsten, nada menos que la hija de El despachante. El nudo de la novela resulta un poco artificioso: un magnate brasileño envuelto en negocios turbios pierde un archivo con información secreta y el especialista parece ser el centro de una persecución hollywoodesca, mientras aparecen más personajes que no tardan en morir, ya se sabrá cómo. Su amor hacia Kirsten y las indagaciones sobre el paradero de aquel CD no tienen otro desenlace que la vuelta al comienzo, ya resuelto el dilema y a salvo de la sentencia de muerte que pesaba sobre él: el especialista, de nuevo en ejercicio, limpiando con delicadeza la “terrible simetría” de un arma.

El personaje sobrevive, como suele ocurrir en la vida real. La trama no se resuelve vindicando a los buenos cristianos por encima de las bajezas de una humanidad corrupta. Se trata entonces, como el propio autor ha declarado alguna vez, de «verosimilitudes», verdades a sotto voce aquí desnudadas de forma cruda y directa, lo que recuerda una sentencia de Oscar Wilde que traigo a manera de colofón: «Los buenos acaban bien y los malos acaban mal, eso es lo que se llama ficción».

Como personaje-tipo, el Especialista se asemeja a otros tantos asesinos y/o enfermos, sociopatas y delincuentes de variadas estirpes. Su gusto por la música clásica, como el de aquel agente de la DEA (Gary Oldman) que en el filme «Lion, the profesional», disfruta de Beethoven antes de arrasar con una familia completa… o como ocurre en la la famosa serie animada Los simpsons –y que se me perdone la referencia–, cuando ante la pésima e irrespetuosa interpretación de I Pagliacci (otra ves Leoncavallo) por parte del payaso Krusty,  Bob Patiño –el asesino culto de la saga– acude pronto a escena para dar ‘feliz’ término a la pieza, la commedia è finita. En fín, como puede leerse entrelineas tras la lectura de El Seminarista, el conocimiento y la ‘cultura’ no están obligados a salvar ni sirven para propósitos demagógicos, mesiánicos o altruistas, son simple materia que constituye y transforma nuestra naturaleza humana, humana demasiado humana…

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(1) Sobre Fonseca, pueden consultar otro texto un poco más extenso, «De la intriga cotidiana y otras psicopatías metafísicas», que escribí ya tiempo alrededor de sus cuentos y parte de su narrativa. En http://www.omni-bus.com/n18/almeyda.html

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