Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Hans Christian Andersen

Mi amiga Sara Caba, joven escritora costarricense que vive en Londres, me escribe para decirme que se va a pasar unos días de vacaciones, en Copenhague, y ello me hace desempolvar un texto que escribí hace cinco años acerca de Hans Christian Andersen, el más universalmente conocido de los autores daneses.

La biografía de Andersen se puede –y hasta se debería– contar como un cuento de hadas, y para ser más exactos como el del patito feo, dicen sus exégetas, si bien no faltan voces, entre ellas la mía, que sugieren otra variante: la de la bella y la bestia. Entiéndase bien que lo digo en un sentido sólo estético, pensando que Andersen no era precisamente un varón muy apuesto, y rememorando sus inútiles aunque recalcitrantes esfuerzos para conquistar el corazón del ruiseñor de Suecia, la bellísima soprano Jenny Lind, quince años más joven que él. Añádase a ello, para completar el cuadro, que el amor hacia Jenny Lind fue un interludio entre dos documentados amores homosexuales de aquel vergonzante bisexual que era nuestro autor.

Así pues : Érase una vez un niño nacido en el humilde hogar de un zapatero remendón, en Odense, puerto y ciudad antiquísima de la isla de Fionia. Ya desde muy joven desarrolló una gran ambición por ser actor, para lo cual se trasladó a la capital del país, a Copenhague, donde logró valedores del calibre del director del Teatro Real, Jonas Collin, que se convirtió en poco menos que su mecenas. Tanto, que le consiguió en 1838 una pensión vitalicia por parte del rey Federico VI, de tal modo que Andersen pudo escribirle a un amigo: «Ahora tengo un pequeño árbol del pan en mi jardín de poeta y no tengo que ir cantando delante de cada puerta».

A continuación, la biografía/cuento de hadas señala que Andersen escribió unas novelas y unos dramas en cuya prescindencia coinciden los expertos, y que son desde luego, harto inferiores en calidad a sus propios cuentos de hadas, sus eventyr, como se llaman en danés. Es con ellos que se le abren las puertas de la fama, sobre todo a partir de su traducción al alemán, donde ya el género había echado raíces por obra y gracia de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, tan admirados por Andersen y a quienes puso mucho empeño en llegar a conocer personalmente. Curioso en ese sentido el hecho de que el autor danés viviese entre 1845 y 1846 en la misma casa, el n° 7 de la Linkstrasse, donde los hermanos Grimm vivirían desde 1847 hasta su muerte. Más curioso todavía que dos años antes de morir, Andersen se vanagloriase diciendo: «Grimm jamás escribió cuentos de hadas, sólo los coleccionó». Una frase con la que remarcaba que él, Hans Christian Andersen, personalmente no se consideraba coleccionista, sino autor.

Pero ¿qué tanto hay de cierto en ello?  Los mismos expertos a que me refería más arriba han rastreado las siguientes fuentes de los cuentos de hadas del danés: Las mil y una noches, la Biblia, La Motte Fouqué, E.T.A. Hoffmann, El príncipe chino (una ópera mágica de François Auber y Eugène Scribe), El hombre que vendió su sombra de Adelbert von Chamisso, e incluso la guía Baedecker de Suiza y los lagos italianos, eso para no hablar de El conde Lucanor, del infante don Juan Manuel, de donde sale derechito el cuento del nuevo traje del emperador.

Y esta referencia nos lleva a España, país que Andersen ya cantó en 1838, sin haberlo pisado aún, pues fue recién en 1863 que partió camino al sur para cumplir una promesa que le había hecho a su amigo Collin: «Si me toca el premio gordo de la lotería te invito a viajar conmigo a España». No le tocó la lotería, pero su editor danés le pagó 3.000 rixdales (una pequeña fortuna) por una nueva edición de sus obras completas, y Andersen y Collin se pusieron en camino. El relato de ese viaje –que no he logrado averiguar si está ya traducido a nuestro idioma– se cuenta entre los mejores del género en Europa, un género frecuentado por muchos escritores de la época y lamentablemente casi desaparecido en la nuestra, tal vez como fruto del empacho informativo y visual que padecemos.

No es la única referencia española que encontramos leyendo a Andersen. En su eventyr titulado La musa del nuevo siglo escribe sobre esa musa: «Ha escuchado todos los cuentos orientales de Las mil y una noches en un cuarto de hora» (lo que me recuerda cierta frase de Woody Allen: «He aprendido un método de lectura rápida. He leído Guerra y paz en veinte minutos. Trata de Rusia»). Y sigue Andersen con su descripción de la musa del nuevo siglo: «Va tocada con un sombrero a lo Garibaldi, lee a Shakespeare y piensa al hacerlo durante un breve instante: ¡Esto puede seguirse representando cuando yo sea mayor!  Descanse en paz Calderón en el sarcófago de sus obras, con la inscripción de la Fama».

Y hay otro texto en que reaparecen Calderón y bastante más España, y que cuando lo lei me llevó a reflexionar en el hecho de que Andersen (1805-1875) fue mucho tiempo contemporáneo de Julio Verne (1828-1905), y participó como él del entusiasmo por los progresos científicos y los inventos cada vez más sofisticados de la técnica. De hecho, las más importantes novelas de Julio Verne, Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino, La vuelta al mundo en ochenta días y La isla misteriosa, todas ellas, se publican entre 1864 y 1874, es decir, aún en vida de Andersen, y no es descabellado pensar que el danés debe haberlas leído.

Razón de más para sorprenderse un poco de ese eventyr suyo que se titula Dentro de miles de años y en el que habla de que los turistas de América vienen volando a la vieja Europa –¡por fin descubrimos de dónde Rambosfeld sacó su inspiración, Andersen debe ser lectura obligada en el Pentágono!– y después de visitar la tierra de Shakespeare pasan por «el túnel del Canal de la Mancha» a Francia y al «cráter de Europa», París. Luego, «el vapor aéreo vuela sobre aquella tierra de la que partió Colón, en la que nació Hernán Cortés, y Calderón cantó en sus dramas con versos ondulantes. En los valles florecientes viven aún hermosas mujeres de ojos negros, y antiquísimos cantares nos hablan del Cid y de la Alhambra». La sorpresa a que me refiero más arriba se concreta convirtiendo el título en pregunta: ¿dentro de miles de años? ¿tan largo se lo fiaba Andersen a esa técnica y ese progreso en los que tanto creía?

Todavía un cuarto elemento que me lleva a pensar en España leyendo a Andersen, y es un hallazgo suyo en el que todos los expertos varias veces citados son unánimes: a él se debe la introducción de un artilugio nuevo en la narrativa, y es el de dar vida y voz a los objetos. Ello me recuerda la que tal vez sea la primera novela en toda la literatura universal donde un objeto, grande, muy grande, eso sí, es el narrador: me refiero a Memorias de un vagón de ferrocarril, de Eduardo Zamacois, novela a la que siempre vuelvo porque allí encuentro el espíritu de lo que deben ser los cuentos de hadas contemporáneos, sin necesidad de que pasen miles de años.

Andersen. Es todo un concepto. Como los hermanos Grimm, como Perrault. Y no tengo más remedio que acordarme de una frase suya de indiscutible sabor autobiográfico y que suena algo así como a desquite y a desplante de un patito feo: «No importa nacer en una bandada de patos si te han colocado en el huevo de un cisne». Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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