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El pundonor del bastardo

Hace once años, con más pelo y pocas canas, yo vivía en una buhardilla en la cuesta de los mártires Cosme y Damián, por Lavapiés. En esa buhardilla, juntando de afán los desechos de cuentos y los descartes de relatos acumulados en los cajones, bosquejé una novela apresurada, Basura, y en esta misma Casa de América, hace diez años, me concedieron un premio. Cobré mi cheque, como aquel hijo pródigo que pidió el anticipo de su herencia, y me fui a andar el mundo. Viví en Boston, viví en Berlín, pasé temporadas en Turín y en El Cairo, y regresé a las montañas de Antioquia, donde ahora vivo y donde espero morirme (¡y el día esté lejano!). No tuve que cuidar cerdos, como el hijo pródigo, ni dilapidé mi herencia acostándome con meretrices. Hice lo que siempre he hecho en la vida: leer y escribir.

Desde 1492, y hasta el año 2000, los colombianos no teníamos que pedir visa para venir a España. Quizá lo que ocurrió fue que de la noche a la mañana, la antigua Nueva Granada, Colombia, tenía tantos habitantes como la madre patria, más de cuarenta millones, y entre ellos había muchos mafiosos, muchos sicarios, muchos ladrones y muchas meretrices. La Comunidad Europea resolvió que había que ponerle un filtro a ese país tan prolífico y pedirnos un visado para entrar en Europa. El gobierno de José María Aznar estuvo de acuerdo. Los que no éramos ni mafiosos, ni ladrones, ni meretrices, nos indignamos. Escribimos una carta que decía, entre otras cosas, lo siguiente:

«Aunque las guerras de Independencia hayan cortado el cordón umbilical que nos unía políticamente a la península, los colombianos no hemos dejado de sentir, porque sabemos que es cierto, que nuestra imaginación, nuestra lengua mayoritaria, nuestros referentes culturales más importantes provienen de España. En América nos mezclamos con otros riquísimos aportes de la humanidad, en especial con el indígena y el negro, pero nunca hemos renegado, ni podríamos hacerlo, de nuestro pasado español. Nuestros clásicos son los clásicos de España, nuestros nombres y apellidos se originaron allí casi todos, nuestros sueños de justicia, y hasta algunas de nuestras furias de sangre y fanatismo, por no hablar de nuestros anticuados pundonores de hidalgo, son una herencia española.

«Nosotros queremos poder entrar a España no digamos como Pedro por su casa, pero sí como los criollos o indianos que de vez en cuando vuelven a deshacer sus pasos por los caminos de unos antepasados reales o inventados. Los hispanoamericanos no podemos ser tratados por España como unos forasteros más. Somos hijos, o si no hijos, al menos nietos o bisnietos de España. Y cuando no nos une un nudo de sangre, nos une una deuda de servicio: somos los hijos o los tataranietos de los esclavos y los siervos injustamente sometidos por España. No se nos puede sumar a la hora de resaltar la importancia de nuestra lengua y de nuestra cultura, para luego restarnos cuando en Europa les conviene. Con la dignidad que aprendimos de España, no volveremos a ella mientras se nos someta a la humillación de presentar un permiso para poder visitar lo que nunca hemos considerado ajeno.»

collage fv y ggm

José María Aznar confirmó la exigencia del visado para los colombianos, y los escritores que firmamos aquella carta le dimos un portazo en las narices a España, una tierra a la que prometimos no volver nunca más. Otros firmantes de la carta, casi todos, volvieron al poco tiempo. El único que todavía no lo ha hecho es Fernando Vallejo. A los diez años, digo yo, casi todos los delitos prescriben, y aquí estoy, como decimos en Colombia, “pidiendo cacao”. He estado averiguando cómo se dice “pedir cacao” en España, pero no encuentro un equivalente. Pedir cacao es más y es menos que pedir perdón; cuando un esposo mete las patas, pero no quiere pedirle perdón a su mujer, porque metió las patas con gusto, y sin embargo quiere ser perdonado, “pide cacao”, que es mostrar algunos signos de sumisión y sometimiento a la voluntad del otro: lleva flores o echa flores, invita a cenar, regala perfumes… En suma: pide cacao, que es una forma de pedir perdón sin humillarse, es decir, humildarse, demasiado. Aquí estoy, diez años después, para decirlo de otra forma, con la cola entre las patas -como decimos nosotros-, o con el rabo entre las piernas -como dicen ustedes-, y en vez de recibirme con piedras en la mano, me dan ustedes la inmerecida bienvenida de ofrecerme esta tribuna. Después habrá una copa de vino; sólo falta que maten un ternero cebado y organicen un banquete como hizo el padre del hijo pródigo. Y que los escritores que nunca han dejado de venir protesten, porque sea el hijo pródigo el que hoy habla aquí.

Creo que mi reflexión de hoy debe partir de ahí: del malentendido que hay entre nosotros. De aquello que nos separa y aquello que nos hermana, de lo que nos hace sentir como primos hermanos, pero que al mismo tiempo, con la sutileza de un desdén o un mal trato, puede hacernos sentir la humillación insoportable de quien se siente desdeñado como un pariente pobre. Por algunos siglos fuimos un Potosí, un Dorado, un Taxco, nunca se perdió más que al perder a Cuba, valíamos más que un Perú… Pero de repente, como esas mujeres que pierden el aroma, como esos poetas que pierden la gracia y el don de la palabra, se nos agotó la vena, se nos fue el santo al cielo, fuimos casi olvidados, y nos convertimos en los parientes pobres de España, esos que se reciben con cierto fastidio impaciente, con cierto afán desdeñoso, y sólo de vez en cuando, digamos en cuaresma, para hacer una obra de caridad.

Lo que pasa es que esos parientes pobres que no siempre lo fueron, conservan su punto de honor, y por muy necesitados que estén no les gusta ponerse de hinojos, postrarse de rodillas. Queremos una relación entre iguales. Una relación adulta, sin prejuicios, sin desconfianza, sin fingidas lisonjas ni falsa modestia. De tú a tú, como deberían ser las relaciones entre todos los seres humanos y entre todos los países: entre iguales. El sueño es que nosotros no seamos serviles, ni ustedes altaneros. Y mucho menos lo contrario: ustedes sufridos y nosotros groseros.

Una vez le oí contar al presidente de la Real Academia Española de la Lengua, que un colombiano nacido en el remoto pueblo de Aracataca, le dijo a una persona muy importante de España: «¡Tú, Rey, tienes que ir a Cartagena de Indias!». Porque es el tuteo lo que se usa en el Caribe. Y si una vez nos dio un gusto ese mismo Rey, fue cuando le preguntó a otro arrogante, tuteándolo, por qué no se callaba. Tuteándonos nos entendemos mejor.

El caso es que, como decimos al otro lado del mar, aunque todos seamos iguales, hay unos más iguales que otros. Mejor dicho, hay unos que se creen más iguales que otros. ¿Qué quiere decir esto? No nos digamos mentiras: quiere decir que se creen más blancos. Hay algo que siempre se soslaya en nuestras relaciones, porque no es políticamente correcto mencionarlo, pero que, creo yo, está a la base de muchos malentendidos y muchas molestias: es el problema racial. El problema con los moros, con los sudacas, con los africanos, con los judíos en la Alemania de hace 70 años, con los gitanos de hoy en Francia, con los españoles y portugueses de ayer en algunos países nórdicos: es que se nos nota en la cara que venimos de otra parte. Los ojos de los seres humanos son muy precisos y les gusta discriminar: este se parece a nosotros en la piel y en la forma de la cara; este otro no. El homo sapiens es un experto en leer rostros, y en ver en las caras todas las sutilezas del carácter y quizá del ancestro.

Los que venimos de países mestizos y multirraciales lo sabemos incluso mejor que ustedes. ¿Saben cómo se les dice a los conservadores en Colombia? Se les dice «godos». El origen de esta expresión es claramente racial. Los más godos, en general, eran los más blancos, los de origen nórdico, o por lo menos los que se creían más iguales y más blancos que los otros, es decir, pertenecientes a las viejas familias españolas, de sangre limpia, que hicieron en España la reconquista y en América la Conquista. Los godos no eran moros ni marranos ni conversos y mucho menos indios. Eran ojiazules de las tribus nórdicas, orgullosos de su ancestro gótico, godo, germánico. A veces esa especie de castellano antiguo que hablamos en nuestra tierra, aclara algunas cosas de nuestra idiosincrasia, de nuestros enredos y malentendidos. ¿Quiénes son los defensores acérrimos de la tradición, la familia y la propiedad? Los godos.

Conquista de America

Permítanme en este momento, porque es oportuno, hacer una digresión genética. Un grupo de estudio compuesto por genetistas y genealogistas, ha hecho muestras que secuencian el genoma de los colombianos. Tengan en cuenta lo siguiente: Colombia está a mitad de camino entre México y Argentina; es la bisagra de Hispanoamérica y toca tanto el norte como el sur de la línea ecuatorial. No solo geográficamente estamos en el medio, lo estamos también étnicamente. Ni somos tan amerindios como Bolivia, Guatemala o México, ni somos tan caucásicos como Argentina, Chile y Uruguay. No somos tan negros como Cuba o Haití, pero nuestro aporte africano es mucho más importante que el que hubo en México o Paraguay. En el aspecto étnico, pero no sólo en esto, Colombia es un buen resumen de todo el continente. Incluso en nuestro español conviven el voseo del sur con el tuteo del norte. Si yo hubiera visto al Rey, en vez de tutearlo, le habría dicho: ¡Vos, Rey, tenés que ir a Medellín! Y creo que sonaría incluso un poco más respetuoso.

Y bien, qué fue lo que encontraron los científicos al estudiar el patrimonio genético de nuestro pueblo. Hallaron que el 90% del ancestro materno de los colombianos es indígena. Por el lado materno, es decir por el ADN mitocondrial, somos iguales a las poblaciones embera, o chibchas, o zenúes o incas. Esto quiere decir algo muy claro que la historia de la Conquista conoce bien: a América fueron muchos varones, muchos conquistadores y colonos, pero muy pocas mujeres. Los que llegaron en busca de El Dorado, se mezclaron con mujeres indias, o con mestizas descendientes de éstas, manteniendo el ancestro femenino nativo –el ADN mitocondrial– intacto durante siglos.

Pero hay otra cosa igual de importante: en cuanto al cromosoma Y, se encontró lo opuesto: sólo el 1% de los linajes paternos son de origen indígena, 5% proviene de poblaciones africanas, mientras que el 94% procede de europeos. Esa investigación dio además el curioso resultado de que, entre el ancestro masculino europeo, había al menos un 17% de linaje típico sefardita, lo cual quiere decir que muchos conversos y cristianos nuevos se colaron en las caravelas.

Esto se compadece con lo mismo que dicen, ya no los genetistas, sino los genealogistas. Tomemos al azar un apellido cualquiera de los godos de Antioquia, es decir de los blancos de mi montañosa región colombiana. Un apellido que allá sea multitudinario, pero que en España sea casi desconocido, aunque su origen sea peninsular. Digamos… Restrepo. Dicen los de esta ilustre familia que guardan papeles de un asturiano que pasó a las Indias por allá por 1646, y los papeles certifican que dicho asturiano carecía «de nota de moros, judíos, ni penitenciados por el Santo Oficio». Hidalgo y de muy limpia sangre por todos los costados, que era una cosa que a ustedes les importaba mucho hace 400 años. Los Restrepos tenían un pedigrí que ya se quisiera un caballo. Pero el problema es que aquel patriarca Restrepo cruzó la mar sin familia y desde el Arcipreste de Hita sabemos que a los varones les gusta tener «ayuntamiento con hembra placentera». Y hasta ahí llegó el linaje de estos godos hijosdalgos asturianos. Podrían decir con Lope:

Pasé la mar cuando creyó mi engaño
que en él mi antiguo fuego se templara,
mudé mi natural, porque mudara
Naturaleza el uso, y curso el daño.
En otro cielo, en otro Reino extraño,
mis trabajos se vieron en mi cara,
hallando, aunque otra tanta edad pasara,
incierto el bien, y cierto el desengaño.

Ya casi no hay Restrepos en España, salvo alguno que haya vuelto, pero en Colombia los hay de todos los colores, negros, blancos, mulatos, mestizos, y ahora incluso están anclados a la nave del poder en Washington. Ese Restrepo que pasó la mar, «mudó su natural», es decir, alteró su propio ser, en ese otro Reino extraño que está al otro lado del Atlántico. Pero el asunto de América, y en especial de la América hispánica, es que los naturales de acá fueron en general hombres solos, varones ilustres de Indias, como decía don Juan de Castellanos, y casi nunca damas ilustres de Indias. E incluso cuando algunos iban con sus esposas, algunos siglos después, cuando ya los tiempos de la Colonia se habían afianzado, ocurría algo que también decía el gran Lope de Vega. Según él, había:

Hombres en Indias casados
Con blanquísimas mujeres
De extremados pareceres,
¡Y a sus negras inclinados!

Quizá haya quienes sean muy remilgados y a la hora de casarse se fijen en prosapia y color. Pero la aventura, el adulterio, el goce erótico, no tiene barreras de color. Al contrario, lo raro atrae, sabe más bueno, y parece tan dulce como el fruto del cercado ajeno.

malinche

Sea como fuere, los españoles machos que pasaron la mar, allá se ayuntaron, allá se juntaron, como diría Octavio Paz, con la Malinche, es decir, con la astuta, políglota y recursiva amante de Hernán Cortés. No con una Manola de pañolón, no, con una Malinche de alpargatas, esa misma Malinche que sería abandonada por Cortés cuando ya su ayuda resultó innecesaria. Somos los hijos de la Malinche fecundada y traicionada, o para decirlo con más claridad, como también lo señala Paz, somos los hijos de la Chingada. Cada 15 de septiembre, fiesta del grito de la Independencia, lo que gritan los ebrios de tequila en el zócalo del Distrito Federal es lo siguiente: «¡Viva México, hijos de la Chingada!». El exterminio de los indios fue sobre todo el exterminio de los varones, o su sometimiento hasta el punto de casi no dejarlos fecundar mujer, y así lo prueba la pobreza genética, al menos entre los colombianos, del cromosoma Y de raíz indígena. Como los romanos del rapto de las Sabinas, como en todos los episodios de conquista violenta del territorio, lo que ocurrió en Hispanoamérica (la historia de Norteamérica es muy distinta, hay muchos tipos de colonia) fue el exterminio de los hombres y el saqueo de las mujeres. De ahí que Octavio Paz, sin conocer estos datos genéticos que confirman su teoría, escribiera: «¿Qué es la Chingada? La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El “hijo de la Chingada” es el engendro de la violación, del rapto o de la burla. Si se compara esta expresión con la española, “hijo de puta”, se advierte inmediatamente la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que voluntariamente se entrega, una prostituta; para el mexicano, en ser fruto de una violación. […] En suma, la cuestión del origen es el centro secreto de nuestra ansiedad y angustia.» Más aún, diría yo, de nuestra inseguridad. Los hispanoamericanos somos, como dijo una vez Alberto Aguirre, “el puñal y la herida”, el violador y la violada, el conquistador y la traidora. Dice Octavio Paz que los mexicanos repudian a la Malinche, la india traicionera. Yo diría que en Colombia no ocurre así: no podemos renegar de Eva, de la primera mujer, porque llevamos sus genes. Y es muy ofensivo, o lo sería, que al venir a Europa se nos acogiera por nuestros padres, pero que nos repudiaran por nuestras madres. Eso es lo que nuestro pundonor no acepta y eso es lo ofensivo, lo odioso, de este tipo de discriminación racial que se comete cuando se nos rechaza por distintos, o, para ser más claro, cuando se nos rechaza por morenos, cuando cualquiera podría decir, como la esposa del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz:

No quieras despreciarme,
que si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme,
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.

octaviopaz

A todos los políticamente correctos de este mundo se les llena la boca hablando contra el racismo. Pero no lo encaran sin medias tintas, con sinceridad y de frente. Hay que decir esto: en las profundidades de nuestra alma todos tenemos algo xenófobo, algo que se molesta con la nariz o la piel o el pelo o la talla muy distinta a la de nuestro acostumbramiento familiar, juvenil o infantil. Creemos, sin registrarlo de un modo muy consciente, que lo distinto es hostil y peligroso. Pero sólo si reconocemos esa reacción casi natural, casi automática en nosotros, la podemos enfrentar con fuerza y con decisión. En el mundo primitivo y natural era útil sentir esa solidaridad por aquellos que externamente sólo se parecían a nuestros hijos, a nuestros padres, a nuestra familia o a nuestra tribu. La lucha por la vida era muy dura y más valía proteger y preservar solamente a los más próximos. El mundo, por suerte, ya no es este, ya no es así. Si el racismo renace en Europa y pervive en América, es por pulsiones humanas muy hondas, que no debemos acunar y cultivar sino contrarrestar con las armas del pensamiento, del humanismo, de la solidaridad e incluso de la ciencia. La ciencia nos dice que eso que parece tan radical, la piel, los labios, la nariz, la estatura, lo crespo o liso del pelo, es un detalle genético mínimo y sin casi importancia. La trasfusión de sangre de un hijo de Sarkozy podría ser venenosa contra su padre, si heredó el factor RH de la madre y no el suyo. Y en cambio la sangre de un gitano, de un indio, de un negro, de un aborigen australiano o un pigmeo, podría salvarle la vida. A veces hay más cercanía genética con el lejano que con el más vecino. Lo que se ve, la piel, es apenas un pequeño fenómeno, un dato fenotípico: la unidad humana está más en el fondo, está en Eva. En esa primera mujer que en toda la humanidad es africana y en la mayoría de los americanos es indígena. Pero la madre de todos los indígenas, así como la madre de todos los asiáticos y todos los europeos, es una madre africana. Todos somos hijos de la Chingada. Todos somos hijos de la Malinche. El Rey, García Márquez, Obama, Restrepo y el último de los descendientes de algún Abad lujurioso y pecador. No crean en las apariencias, en el color de la cara: en una misma familia colombiana hay hijos rubios e hijos morenos; mi hermana Clara es la más oscura de la casa. Como dijo un sociólogo nuestro, los hispanoamericanos somos café con leche; algunos con más café y otros con más leche.

Este es el gran equívoco del mundo, el malentendido universal; este es el malestar étnico y cultural que se instala entre ustedes y nosotros, entre Irán e Irak, entre arios y judíos, entre italianos del norte e italianos del sur, entre Afganistán y Estados Unidos, entre Israel y Palestina, como una nube perpetua, amenazando siempre tormenta, prometiendo siempre guerra, persecuciones, pogromos, destrucción. No somos capaces de ver, o no queremos ver, dentro de nuestras evidentes diferencias, nuestra unidad de fondo.

Es por esta unidad, por esta fundamental ausencia de razas en el sentido más racista de la palabra, que los ilusos defendemos la libertad de movimiento, la libertad de emigrar, la libertad de cambiar de lengua, de religión, de cultura… Aunque yo haya vuelto a España con la cola entre las patas, no voy a pedir cacao, porque sigo pensando y sigo defendiendo que los seres humanos, todos los seres humanos, deberíamos tener libertad de tránsito, libertad de movimiento por todas las partes del planeta. Sé que este es un trasnochado sueño de anarquista y una ilusión quijotesca, una quijotada, pero sostengo que deberíamos podernos mover, y algún día nos moveremos, sin pasaportes ni visas: como las nubes, como los cardúmenes, como las aves migratorias y como el capital financiero. De esta necesaria libertad, después del 9-11 y del 11-M, estamos mucho más lejos hoy que hace diez años. Parece que hoy en día (como hay unos cuantos locos terroristas por ahí) todo tuviera libertad de movimiento, menos las personas. Y en estas trabas para el movimiento están, primero, las motivaciones raciales que ya analicé, pero también, y esto no es menos importante, lo que llamaré, para terminar, las disparidades temporales del mundo.

El malestar de los distintos en una cultura es aún mayor cuando a las diferencias de piel y de rostro y de cuerpo se añaden las de costumbres, lengua y religión. Es decir, cuando a la desconfianza racial se une la disparidad temporal. Tal vez nuestra verdadera patria no sea un territorio, sino un tiempo. Tal vez nuestros verdaderos connacionales, más que depender de un lugar de nacimiento o de un color de la piel, sean aquellos que consideramos nuestros contemporáneos. «El pasado es un país extranjero; allí las cosas ocurren de otra manera», dijo un escritor inglés. También el futuro será un país extraño. Y nuestra dificultad cultural, nuestro malentendido más difícil de resolver, consiste en que hay grupos humanos que viven en nuestro mismo espacio, pero en otro tiempo.

burka-sexy

Hay casos muy claros y fáciles de entender: los judíos ortodoxos en Nueva York, los Amish anabaptistas en Pensilvania, los monjes cistercienses en Antioquia, las madres del Opus Dei en Navarra, o los monjes budistas en el Tíbet. Pero estos casos están más o menos integrados y son más o menos pacíficos. Mucho más complejos son estos otros, que cualquiera de ustedes puede haber visto con sus propios ojos. Así como para las diferencias raciales nos entendemos fijándonos en lo más visible y exterior, la piel, para entender la disparidad temporal, los anacronismos culturales, es útil fijarse también en lo más visible, el atuendo. La clave me la dio un día que recorrí en bicicleta dos barrios de Berlín. A media hora de pedal pasé de las burkas de Kreuzberg al topless de Charlottenburg. Nuestra disparidad temporal es tan honda y radical como esta: pasamos de la burka al topless casi en el mismo espacio, del siglo 15 al siglo 21. La palabra burka es ya corriente en todas las lenguas occidentales después de la guerra contra los talibanes; la palabra topless es un anglicismo que todos conocemos.

Frente a ese costal que cubre a las mujeres de arriba abajo, sin un respiro para la nariz, y sólo con una pequeña malla o trama de tela para que los ojos alcancen a ver algo, casi todos hemos puesto el grito en el cielo, y muchos nos hemos rasgado las vestiduras. No voy a negar que a mí la burka, o el velo integral, también me parece un signo de opresión y de dominio contra las mujeres. Está bien. ¿Pero entonces las monjas? ¿No están las monjas (con sus hábitos talares y su pelo escondido tras el velo) en una condición parecida? Sin embargo no se nos ocurre hacer manifestaciones contra los curas y obispos, y a favor de la liberación corporal de las monjas, o la prohibición del hábito en los espacios públicos de los hospitales. Ya ni las vemos, a las monjas. Y el topless nos parece bien en la playa, pero cuando vemos que una mujer muestra mucho, en la televisión, en los avisos publicitarios o en la calle, nos enfurecemos por esta “mercantilización” del cuerpo femenino. Protestamos por la explotación comercial de los cuerpos, y por la banalización que consiste en convertir a las mujeres en meros objetos sexuales. Respetamos la elección de castidad de las monjas, pero nos molesta esa especie de invitación a la promiscuidad de las mujeres que se desvisten (o no se visten mucho).

Ese paseo que hice en Berlín, del barrio de la burka al barrio del topless, lo viví también al recorrer las playas de Tel Aviv y luego el centro de Jerusalem, donde pasé del bikini al atuendo casi monjil de las mujeres judías ortodoxas, mucho más parecidas, en el traje, a las mujeres musulmanas de la franja de Gaza que sus correligionarias de las playas de Tel Aviv. El mismo paseo se lo puede hacer en París y también en Barcelona. ¿Qué solución puede haber para esta radical disparidad cultural? ¿Cómo hacer para que no se convierta en un choque brutal? En tiempos de la reforma y de la contrarreforma, en Francia, se vivieron tensiones similares. Voltaire comentó en sus libros la matanza de los anabaptistas y de los hugonotes, los mismos hugonotes que huyeron a Alemania e hicieron la riqueza de Berlín (y hoy las hugonotas se pasean topless por los lagos de Grunewald), y los mismos anabaptistas que se refugiaron en Pensilvania. Pensando en las guerras de religión, que lo son de cultura, el más libertario de los filósofos dictó esta sentencia: “La discordia es la gran peste del género humano, y la tolerancia es su único remedio.” No es posible, a través del diálogo, hallar un punto medio. El ateo y el creyente jamás se pondrán de acuerdo en un semidiós. El creyente tiene que tolerar al No-dios del ateo y el ateo al Dios de los creyentes. No hay otro camino. Ambos deben coexistir en el mismo espacio y en los mismos tiempos.

Tolerar no es fácil. Uno tolera lo que no le gusta, y siempre y cuando no lo considere criminal. El crimen es el límite de la tolerancia. En todo caso es mucho más fácil para nosotros tolerar una burka, que para quienes imponen la burka tolerar el topless. Pero a ese pacto tan difícil tenemos que llegar. A que los religiosos toleren lo que consideran pecado; a que los laicos toleremos lo que nos parecen síntomas retardatarios de pensamiento mágico y opresión patriarcal.

Y aquí, en la tolerancia, me detengo. Vengo de un país mestizo y violento, de un contintente mezclado que contiene en sí todos los orígenes y de ninguno de ellos se puede avergonzar. En Italia a los perros callejeros y con mezcla de muchas razas les dice bastardos. Yo, que alguna vez quise ser italiano, ahora me siento orgullosamente bastardo. Por mi apellido, Abad, cuando entro a Estados Unidos, me preguntan si tengo “middle East Origins” y yo digo que sí, que tengo todos los orígenes. Me invitan a congresos de escritores árabes y a participar en antologías de escritores judíos, y siempre digo que sí, pues me siento tan judío como árabe; me siento hijo expósito y descendiente del pecado mortal del superior de un convento. Bastardo. Muchos grandes escritores hispanoamericanos fueron o son bastardos, en el sentido italiano del término, híbridos: el inca Garcilaso, el indio Darío, la monja Sor Juana, el negro Nicolás Guillén, los mestizos Octavio Paz y Vargas Llosa, el chino Cabrera Infante, el mulato García Márquez e incluso el anglo-lusitano Jorge Luis Borges. Nadie mejor que un bastardo, o un mezclado, entiende la triste vanagloria de los puros. Ese apego a lo que ellos llaman las raíces, la identidad, la tradición, la pureza, me parece, tanto en los blancos de la Liga Nord, como en los afrodescendientes del orgullo negro, como en judíos y árabes, como en los indigenistas o catalanistas furibundos, un intento de recostarse en el grupo, cuando lo cierto es que uno sólo es lo que es como individuo y si mucho se puede sentir orgulloso o avergonzado de sus padres y hermanos. Como dijo Fernando de Rojas en la gran Celestina: «Las obras hacen linaje, que al fin, todos somos hijos de Adán y Eva. Procure de ser cada uno bueno por sí y no vaya a buscar en la nobleza de sus antepasados la virtud.»

Casa de América, Madrid, octubre de 2010
Discurso para explicar por qué el autor vuelve a España después de 10 años de huelga.

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