Líneas Viajeras

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Viaje a un corazón wayuu

Por: Diana Melo Espejo

@LineasViajeras

La cultura wayuu lucha por combinar dos necesidades aparentemente irreconciliables: la conservación de su identidad y la adaptación al turismo. Crónica de una charla en alijunaiki y wayuunaiki.

Wayuu. La guajira. Líneas viajeras, blog de viajes

– “Aldina Pimienta Apshana, bienvenida. Antushi wa’ira”, dice, mientras me extiende la mano y se excusa por llegar sobre el tiempo a nuestra cita, pues estaba en Riohacha pidiendo una cita médica para su madre. Le digo que no se preocupe, que el tiempo en el desierto es raro y no se siente.

Cuerpo robusto. Pelo rebelde. Gestos firmes. Tono de mando. Aldina es una mujer wayuu que ha roto tantos paradigmas que no puede resumirlos en orden cronológico.

Fue una de las primeras mujeres líderes en turismo de La Guajira. Desde entonces, ha gozado de temporadas en las que los viajeros caen cual avalancha (como cuando la telenovela Guajira arrasó en rating y todos se morían por conocer los escenarios). Pero también ha sorteado con las épocas en que nadie pone los ojos sobre su región. Nadie. Ni el viajero mochilero. Ni el político de traje. Ni el que reparte los mercados del ICFB. Lo que pasa es que Aldina es de una región de contrastes.

Wayuu. La guajira. Líneas viajeras, blog de viajes

Después de presentarse y recibirme en su ranchería, llamada Dividivi, en honor a uno de los árboles insignes de La Guajira, se dirige a sus sobrinas en wayuunaiki, el idioma de su comunidad, compartido también por miles de personas en el estado venezolano de Zulia. Para ellos, aunque hablen español, es importante seguirse comunicando en su lengua original. Todos los demás idiomas calan bajo el mismo término: Alijunaiki, es decir, la lengua no wayuu.

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Las jóvenes corren e ingresan a una casa construida en bahareque y con techos de yotocoro (la corteza del cactus) tejido con la misma destreza de las mochilas y los chinchorros. El viento es inclemente y levanta pesados granos de arena que se estrellan contra la piel cual agujas y me revuelven el pelo, como si la rebeldía de la melena de Aldina hubiera contagiado a la mía en revolución.

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Después de un par de minutos, las tres adolescentes regresan con preciosas mantas coloridas que les caen hasta los pies y hacen parecer absurdo el concepto de belleza femenina regido por la ropa ceñida. Traen consigo una pequeña vasija en piedra que le cabe perfectamente en la palma de la mano a la más joven de ellas, quien también tiene una piedra de tono rojizo que es usada para pintar el rostro de los indígenas wayuu con dos motivos diferentes: para las mujeres un espiral en cada mejilla, en una forma que recuerda las trompas de Falopio; los hombres, mientras tanto, sólo llevan líneas.

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Me ofrecen usar una manta de color rosa con flores y me pintan la cara igual a como la llevan ellas. Normalmente, el viajero que visita la Ranchería Dividivi puede ver el baile wayuu más famoso, la Danza de la Yonna o Chichamaya, en el que la mujer persigue al hombre con los brazos extendidos para que su manta se eleve contra el viento, mientras él da pasos rápidos hacia atrás evitando caerse. Sin embargo, yo no quiero eso, sólo quiero sentarme y conversar con ella.

 Así que Aldina, aunque extrañada, accede.

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Me cuenta que tiene tres hijos, quienes también le ayudan, cuando pueden, en el manejo de la ranchería, pero que sus sobrinas aún no se involucran del todo con la promoción de su cultura. Quizás la culpable de esto sea una mezcla poderosa entre vergüenza e inseguridad, que se apodera de ellas cuando los turistas las apuntan de forma intimidante con sus cámaras de fotos.

No ha de ser fácil. Jamás han salido de La Guajira y estudian en colegios biculturales (donde les enseñan español y wayuunaiki). Deben someterse a las incesantes fotografías, las dudas puntillosas sobre el encierro de meses que deben afrontar cuando tienen su primera menstruación, el estupor evidente del visitante que se entera que ellas pueden ser compradas por una cantidad considerable de chivos.

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La cultura wayuu lucha incansablemente por la autoconservación. Por eso para ellos es importante darse a conocer, aunque eso implique sortear con el choque cultural. En la ranchería Dividivi el turista come sus platos típicos, visita su cementerio para entender su ritual de defunción y tiene charlas alrededor de una fogata con los líderes de la tribu. Quizás la mayoría de encuentros finalicen con muchas más mentes convencidas del patrimonio inmaterial que significa para la humanidad la existencia de los wayuus. Quizás otros sólo juzguen con el ego colonizador exacerbado. ¿Quién sabe? Cada visita es una apuesta nueva. A eso debe de ser lo que las sobrinas temen.

Aldina cuenta que su iniciación en el mundo del turismo ocurrió alrededor de sus 15 años de edad, cuando se enamoró de esta industria y descubrió que había un sinfín de oportunidades. Recuerda que sus primeros encuentros con turistas le hacían sudar las manos, que aprendió español a la fuerza y que aún hay palabras que no entiende, que se ha enfrentado a otros wayuus que no ven al turismo con buenos ojos, que necesita que sus sobrinas se involucren, que qué va a pasar cuando ella se muera.

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Recuerdo el reloj. Es hora de salir a conocer Camarones, un corregimiento a 17 kilómetros al sur de Riohacha. Entonces doy por terminada la charla y pido permiso para recorrer la ranchería.

Dividivi es una de las rancherías más visitadas por los turistas en la región, incluso por estudiantes de últimos grados de colegios de grandes ciudades, quienes se alojan allí en las excursiones. Tiene tres construcciones amplias, una para las mujeres, otra para los hombres, la tercera para los profesores. Si se trata de turistas, simplemente, los chinchorros pueden ser repartidos según el gusto de los visitantes.

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Camino algunos pasos contra el viento, que sigue sin cansarse de soplar, para conocerlas. A primera vista son construcciones sencillas que cumplen con una única función: resguardar al viajero de la intemperie. Dentro no hay más que chinchorros tejidos impecablemente. ¿Pero, para qué más? Si fuera de ellos hay un montón de mística por descubrir.

Me despido de Aldina, le agradezco por recibirme y, sobre todo, por cambiar sus protocolos conmigo, por olvidar las danzas y los platos típicos, por la charla íntima.

Anayawats, dice ella, que significa “gracias” en wayuunaiki.

Anayawats, repito yo con algo de esfuerzo.

Anayawats, digo de nuevo, un poco más duro, mirando a las tres adolescentes.

– ¡De nada!

A la edad de ellas, Aldina ya guiaba a grupos de turistas por senderos que sólo ella entendía entre kilómetros de arena clara. Quizás algún día ellas lo hagan, a otra edad, en otra época. Al fin y al cabo, el tiempo en el desierto es raro.

Lee más artículos de viajes en mi blog Líneas Viajeras.

Este viaje se hizo gracias a la invitación de Viajes Chapinero L’Alianxa.

 

 

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