Líneas Viajeras

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Con los Hare Krishna en la Sierra Nevada

Por: Diana Melo Espejo @LineasViajeras

La comunidad de devotos de Krishna de la Sierra Nevada de Santa Marta acoge a viajeros en refugios alejados de todas las comodidades. Historia de un viaje sin nada incluido.

Líneas Viajeras. Blog de viajes

El capitán anunció que estábamos aterrizando en la ciudad de Santa Marta. El sol, que se asomaba por la ventanilla, parecía burlarse con crueldad del recorrido de una hora en el que yo no había parado de llorar. Estaba angustiada. Sentía una sensación de ahogo infernal y no paraba de cuestionarme por haber emprendido ese viaje.

Llevaba semanas sin viajar. Justo en ese momento de mi vida, estaba viviendo en el campo y salía de allí apenas para lo estrictamente necesario. Era una viajera consumada que se había convertido en una ermitaña consumida.

(Lea también: Reflexiones en el retiro)

Quizás fue tener un trabajo en el que debía que estar conectada a internet todo el día. Tal vez haya sido el momento sentimental por el que estaba pasando. O fueron las hormonas enloquecidas. Sólo sé que el estrés estaba acabando conmigo. Era uno de esos momentos en que todo fastidia, angustia, desespera.

Días atrás había encontrado en internet (siempre el internet) un voluntariado en la Sierra Nevada de Santa Marta con la comunidad Hare Krishna. Conocí más sobre los programas de alojamiento, a cambio de ayudar a cocinar, sembrar o construir. A mí el tiempo no me alcanzaba para realizar una estadía larga. Pero necesitaba huir de todo, al menos por un par de días.

Y me fui.

***

 

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El poeta italiano Cesare Pavese afirmaba que “viajar es una brutalidad”, porque “estás todo el tiempo en desequilibrio”. Y yo vine a entender esa frase sentada en ese avión que apenas aterrizaba en Santa Marta. Sólo pensaba: “¿Qué hago aquí?”.

La sensación inicial empeoró en Goloka, el refugio natural de la comunidad Hare Krishna de Santa Marta. La primera impresión fue absolutamente chocante. Sin señal de teléfono, ni luz eléctrica, me sentí totalmente perdida.

Pensé en irme con alguna excusa y no admitir que esta desconexión era demasiado para esa inestabilidad que me tenía consumida. Por simple vergüenza, me contuve de volver desesperada a mi casa de campo, donde nunca se reza y el WiFi carga perfecto las series de Netflix.

Goloka está absolutamente escondido en medio de la tupida sierra. Para llegar allí se debe tomar un transporte privado y luego caminar bajo el agresivo sol cerca de 30 minutos. Atravesar un río y cargar con el mercado de alimentos que se consumirá.

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Las primeras horas las sentí pesadamente eternas. Era como si la energía de la montaña me quisiera sacar corriendo de allí.

Sin embargo, al llegar y descargar la maleta sobre la cama, ignoré que la respuesta al constante interrogante sobre mi viaje iba a llegar pronto.

 

***

 

Fuimos al comedor, alejado de las habitaciones y los baños, puesto que la cocina es un lugar sagrado para los devotos. Allí nos conocimos entre los voluntarios, los viajeros y los integrantes de los Hare Krishna. Y, con cada historia, se fue tejiendo una atmósfera de sentido y razón sobre nosotros.

Resulta que todos estaban tan perdidos como yo. Pero el entendimiento de la situación empezó a llegar con la misma lentitud con la que todo se mueve en ese lugar.

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Escuché la historia de la viajera que recién se divorciaba de quien creía el amor de su vida, conocí a las mochileras ecuatorianas que llevaban semanas tratando de encontrarse a sí mismas, me conecté con una abogada ansiosa por entender el sentido de las cosas tristes que caían sobre ella.

De repente, sentí que era absolutamente capaz de afrontar este retiro, la desconexión, el choque espiritual, la dieta vegetariana. Porque todos los que estábamos allí, íbamos buscando lo mismo.

Cada uno tomó una hoja de papel. Escribimos aquellas cosas que queríamos olvidar en ese lugar detenido en el tiempo. El fin de todo era, al menos por un día de la vida, ser realmente libres.

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Así que, durante la jornada, fuimos dueños tan sólo de lo más esencial de cada uno. Cantamos. Leímos. Escribimos. Dormimos. Hicimos yoga. Meditamos. Lloramos. Caminamos. Sí, sobre todo, caminamos.

Ascendimos la montaña en contra del curso del río. Con cada paso, nos cortamos los pies contra las piedras del tupido terreno o nos enredamos los dedos con las ramitas enclenques.

Conocimos los pozos sagrados de los mamos indígenas. Nos sumergimos en sus aguas mitológicas y los devotos nos explicaron sobre la cosmogonía y sus sólidos principios de preservación de la naturaleza.

Hicimos un pagamento como el realizado por los mamos. Arrojamos flores. Repetimos mantras. Meditamos. Nadamos. Y allí, con el agua helada rodeándonos y cascadas poderosas cayendo a pocos centímetros de nosotros, seguramente cada uno pensó en la motivación que tuvo para emprender ese viaje.

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Y fue inevitable burlarme de mí misma. Tanta tristeza era absurda ante la inmensidad de lo que me rodeaba.

Lo confuso no se aclaró, la congoja no se fue, simplemente sentí que había algo mucho más importante y grande que mi existencia misma.

Resultó que, en medio del agua que corría y bañaba a todos los viajeros agotados que nos encontramos en ese punto recóndito, estaban decenas de almas sobrecogidas tratando de aprenderse y entenderse espiritualmente.

Así, el dolor mismo no era nada comparado con el de los demás. El consuelo apareció a millas de distancia del hogar de cada uno, a horas de recorrido desde donde la tristeza original había nacido. La naturaleza misma y la inmensidad del paisaje fueron suficientes.

 

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Horas después, la oscura noche sólo se interrumpió en el extremo izquierdo del refugio natural. Encendimos una fogata y alrededor nos sentamos a hablar. Hablamos sobre Krishna, pero no sólo sobre él, también de Buda y de Jesucristo. Incluso concluimos que ninguna biblioteca está completa si su propietario no entiende la riqueza literaria y espiritual de los textos sagrados de cada religión.

Divagamos. Criticamos. Preguntamos. Porque, aunque estábamos en aquel lugar sagrado para los Hare Krishna, jamás se percibió una mínima intención de su parte de convencernos sobre su religión. Entre sus motivaciones no está ganar adeptos, recibir dinero o lavar cerebros.

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Ellos están allí, totalmente entregados a su religión y desconectados del mundo exterior. Simplemente recibiendo viajeros que quieran entender, en la atmósfera que ellos respiran a diario, cuánta inmensidad se esconde en un paraje y cuáles son los beneficios de alejarse de vez en cuando de la zona de confort.

Incluso, la noche tuvo un momento esporádico en el que sólo contamos chistes o improvisamos versos de canciones acompañados de las notas de un charango argentino. Uno a uno, nos fuimos despidiendo, no sin antes quemar en las llamas la hoja donde escribimos los pensamientos desesperados de cada uno.

 

***

A la madrugada escuché la corneta aguda anunciando el rezo. Los escuché cantar. Escuché los versos del Bhagavad Gita. Escuché las panderetas. Escuché una serie de sonidos que jamás pensé que me alegraría teniendo en cuenta que eran las 3:00 a.m. Pero ese día tuve que volver a Bogotá.

Exagerado y cliché sería decir que mi vida cambió desde entonces, pero tengo en mis recuerdos viajeros la sensación de inmensidad de la Sierra Nevada. Allí, justo al lado, guardo la percepción de que cualquier dolor individual es mínimo ante las enseñanzas que deja un buen viaje.

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Pese a que siempre había sido consciente de ello, nunca pude sentir tan concienzudamente los beneficios de agarrar la maleta cuando el alma siente angustia. Así mismo, el contacto con otras culturas y religiones deja mucho más que fotos para el recuerdo.

Desde entonces, está mucho más claro que, aunque llueva en el alma, las millas son un buen paraguas. Y, sobre todo, que los prejuicios se mueren viajando.

Lee más crónicas de viaje en mi blog personal Líneas Viajeras

 

 

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