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Traspasos cotidianos

Por: Simón Pérez Londoño (@simonperezlon)

La construcción de un muro inquebrantable entre la esfera privada y la esfera pública pudo haber sido una de las grandes conquistas de nuestra cultura. Y no sólo porque esa misma distinción es la que hace posible que surja el espacio común de la política y el territorio compartido entre ciudadanos, sino porque gracias a ella es viable el universo de lo íntimo, de lo que está destinado a ser protegido por esa luz, brillante para uno y opaca para los demás, que es nuestra privacidad.

Digo “pudo” porque no es un secreto que en nuestra actualidad ese muro está más caído que el de Berlín. Sumado al mundo de las redes sociales y de la sociedad del espectáculo, la dinámica de nuestra vida hace cada vez más que queramos compartir lo propio, lo íntimo, como si dependiera de ello para que adquiriese valor.

Pero hasta ahí todo es voluntario. Es el mismo individuo el que rompe su barrera defensiva, el que expone lo que hasta ahora había estado solamente iluminado por su luz, al barullo de luces exterior y  a la confusión que de allí proviene. Aunque también ese fenómeno termina ineluctablemente en su otra arista: ahora los otros creen que pueden entrar en nuestras huestes como un derecho, como un control al que no nos podemos negar. ¡Qué gran derrota para el individuo!

A pesar de tener claro este panorama de nuestra actualidad, no puedo dejar de indignarme por un hecho que me ocurrió en un viaje a Ciudad de México el diciembre pasado. Con las ilusiones de vivir los museos, la gastronomía, el mundo de las culturas y los libros que dicen presente en esa ciudad, arranqué solo una fría mañana decembrina. Luego de varias horas de vuelo y de trámites aeroportuarios, estaba presto a salir del aeropuerto del Distrito Federal a recorrer esa aventura por las calles de Octavio Paz, cargadas de rastros culturales y de vida histórica.

Luego de presionar el botón en la aduana y de obtener la señal verde que me permitía seguir de largo en mi destino, fui retenido por un agente que se percató de que era colombiano y de que además viajaba solo. Nada fuera de lo común. Una requisa minuciosa por todos los rincones del equipaje y por todas las páginas de mis libretas. Me tocó leer en voz alta párrafo a párrafo cada nota que estaba esbozada en ellas pues ni la mirada más inquisidora puede con mi caligrafría. Nada importante allí: historia de México, frases sueltas, palabras extrañas. Ninguna conspiración.

Pero hasta ese momento todo estaba dentro de lo que uno puedo esperar en cualquier aeropuerto del mundo. Después me condujeron a un pequeño cuarto en el que me hicieron sacar mi celular y a punta de presión, tuve que desbloquear la pantalla y ver como aquel personaje entraba, una por una, con todo el detenimiento de una novia celosa, a todas mis conversaciones personales en cuanta red social poseo. Traspasó una línea que hoy es más que borrosa.

 No se podía impedir tal acción sin retrasar aún más mi llegada al hotel, así que me limité a esperar y responder preguntas que hacía en su recorrido por mis chats: que quién era ésta, que este qué quería decir. Y aunque estaba tranquilo y algo de esa escena me producía risa, mi particular tartamudez y mi heredado temblor hacían que el mexicano creyera que estaba ante el Chapo colombiano que pretendía camuflarse en el D.F.

No tardó mucho en darse cuenta de que perdía tanto el tiempo como yo en mis “profundas” conversaciones, así que me dejó salir y hacer que la magia de la ciudad, de la cultura, de los mexicanos borraran de lleno aquella curiosa bienvenida. Y lo hicieron con creces.

Me cansé de contar esa historia en México esperando respuestas.  Al principio, más que indignado, quise hacer cuanta protesta se me ocurriera. Pero luego recordé que ni siquiera nosotros respetamos esos bordes que delimitan la intimidad, que a la larga casi todo lo que aquel personaje descubrió en la “intimidad” de mi celular,  terminaría por exponerlo yo mismo a la sociedad del espectáculo. ¡Y saber que a la larga a nadie le importa eso que se expone! Una vez expuesto, pierde el valor que tenía en el secreto.  A medida que se derroca la barrera, se diluye eso que había de interesante en nosotros.

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