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Cine

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Luis Beiro Álvarez

Suave  es la pantalla que se enreda en la butaca. De pronto las rosas dejan de salir y el placer comienza a restituir las campanas del silencio. La sala oscura es testigo del desdoblamiento.

Los personajes cruzan la línea perpetuamente y se sientan delante de nosotros mirando hacia la fuente dormida. Nos saludan como estragos sin destinos y hasta nos brindan sus pupilas. Ellos son capaces de eternizar sus propios fantasmas dentro de nosotros.

Nos frotamos los ojos como buscando una excusa para asumir la irrealidad pero todo se ha vuelto contrario a la llovizna. Los personajes nos invitan a cruzar del otro lado del film. Nos visten como ellos. Nos regalan sus autos, sus ciudades y nos dan de plazo la mitad del corazón.

Con ellos tenemos que probar que nunca existió el maldito boomerang. Que fuimos capaces de recorrer las aspas del vacío en busca de nuestra propia satisfacción. Que regresamos con las manos vacías y que con ellas aprendimos a cerrar la puerta eterna.

Se ríen de nosotros. Nos miran tropezar con el verano. Pero no se levantan de su asiento. Sienten lástima por nuestra forma de practicar el acto de volver. Sólo antes que la sala vuelva a ser la estación de los murmullos, nosotros aprendimos a sortear la intimidad. O entramos a su alma o ellos nos condenan a portar sus rostros contraídos.

Nadie puede asegurar si los que vuelven a la calle son aquellos seres de ficción que salieron a desafiar la perversidad o si nosotros fuimos los tristes florilegios.

Algo raro se mueve después del film. Como una adivinanza escapada de la tempestad que nos cubre la memoria con su ingenio adormecido.

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