Hypomnémata

Publicado el Jorge Eliécer Pacheco

Un anciano en el suelo

Por recomendación del médico, camino diez minutos antes de llegar a la oficina. Esquivo mierda de perro, gatos dormidos y latas de cerveza. Pocas veces escucho los gritos de las mujeres del barrio acusando a noséquien de noséqué vidrio partido, golpe en la puerta o mirada odiosa. No sudo: busco la sombra. Cruzo por la cebra. Recibo algún volante publicitario y sonrío. Es una caminata aburrida. A veces, no pasa nada.

El camino es tranquilo. Justo a la mitad hay un puente donde seis o siete palomas toman el sol. No les temen a las personas y se dejan fotografiar. La parte izquierda del andén está inundada de maleza. A la derecha, en la autopista, montones de carros se atascan. Después está la oficina.

Terminada la faena laboral, regreso a casa por el mismo camino. Es tarde y todo cambia. El tráfico fluye. El puente se queda solo: ya no hay palomas. Hay poca luz, debo adivinar dónde está la cebra. Las mujeres, que en la mañana reclamaban sus ofensas, se reconcilian. Es inevitable pisotear mierda de perro y patear latas de cerveza.

Justo ayer cuando hacía el viaje de regreso, tropecé con un anciano tirado en el andén. No podía levantarse y la gente le pasaba por encima. Sus ropas descuidadas, su piel sucia y sus zapatos podridos. Decidí levantarlo. “¿Está bien?”, le pregunté. No me respondió.  El pobre ni siquiera pudo alcanzar mi mano. Mordí el cigarrillo. Me agaché; se aferró a mis hombros y nos levantamos. No parecía estar borracho, ni drogado. Empezamos a caminar muy despacio. Uno al lado del otro, parecíamos la memoria de todos los abuelos y nietos reencontrados.

Cruzamos el puente de las palomas. El anciano miraba simultáneamente mis pies y sus pies. Imaginé que averiguaba si calzábamos igual y desconfié. Unos pasos más adelante nos detuvimos. Seguía aferrado a mi brazo cuando sacó un pedazo de vidrio del bolsillo. Nos quedamos mirándolo, admirando su brillantez y textura. Me mostró el vidrio y adiviné una amenaza. El anciano arrojó el vidrio y éste brilló por última vez antes de desaparecer en la maleza.

Miré al viejo con desprecio y nos soltamos. Tambaleó pero no cayó. ¿El anciano probaba robar a quien lo había ayudado? ¿O por el contrario, renunciaba a seguir usando aquel vidrio como arma? El humo del cigarrillo se me metió en la nariz.

El abuelo me miró con rabia. Proyecté dejarlo allí; pero no pude. Fumé del cigarrillo y, resignado, volví a ofrecerle el brazo. Se sostuvo y avanzamos.

Tardamos en llegar al puente peatonal. El hombre intentaba mantener el equilibrio. Me di cuenta de que su condición no era consecuencia del alcohol o las drogas, era cansancio. Su cuerpo no le respondía como antes. Imaginé su juventud ágil y fuerte.

Por fin alcanzamos los escalones del puente. Quiso sentarse en el suelo y lo ayudé. Suspiró. Me quedé frente a él. Estábamos agotados. Aspiré lo que quedaba del cigarrillo, lo tiré y lo pisé. El hombre se quedó observando el cadáver. Saqué otro y se lo ofrecí. Con un ronquido me dio a entender que no fumaba. Se recostó y volvió a suspirar. Encendí el cigarrillo y me marché.

Al día siguiente, lo encontré sentado donde lo dejé. Les reclamaba monedas a los peatones. No me reconoció.

Pasé de largo. Iba tarde.

 

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