Hypomnémata

Publicado el Jorge Eliécer Pacheco

Los minutos no se venden solos

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Es mejor que no trabaje más

—Apenas fueron tres meses —me dijo por teléfono—. La vieja me dijo que ya casi daba a luz y que trabajar me adelantaría el parto. Entonces, dijo que ya no más. ¿Puede creerlo? Me puso reemplazo.

Le pedí que nos viéramos y me dijo que era imposible. Estaba en su casa, con su esposo, y no quería darle razones para que sospechara algo que no existía. Hablaba en serio. Accedí a contarle al hombre sobre el texto que estaba escribiendo. No tenía por qué ser un secreto. Al final dijo que sí. Nos veríamos al día siguiente en la dirección que me había dado. Colgamos.

Meses atrás había decidido escribir su historia. Me entrevisté con ella dos o tres veces por semana. Mientras ella trabajaba, yo esperaba el bus. Su despido dejaba un hueco inmenso que sólo su testimonio final podría llenar.

El día acordado, me recibieron con tinto y galletas saltinas. Humilde manjar que comí encantado. El esposo de Cecilia estaba usando camisa manga larga y le bajaban, por el rostro, sucesivas líneas de sudor.

—Buenas tardes, señor periodista. Mi esposa me lo contó todo y le agradezco que haga una investigación sobre los problemas del transporte público en Bucaramanga. Ese es un tema de interés para todos. —Dijo sentándose frente a mí.

Después, Cecilia me contaría que tuvo que inventar todo eso para que pudiéramos hablar ese día. Yo no era periodista y no me interesaba, en ese momento, el caos del transporte público.

—Mi mujer —continuó diciendo— sabe mucho de esas cosas. El trabajo que tenía, como usted sabe, le permitía estar pendiente de las rutas que pasaban por la carretera. Le puedo asegurar que las conoce todas; hasta los tiempos que debe llevar cada una. De todas formas, si usted necesita otra entrevista yo estoy a la orden. ¿Va a tomar fotos?

Le dije que sí; lo entrevistaría después de hablar con su esposa. Las fotos, las tomaría otro periodista. Me agradeció y fue a llamar a Cecilia.

—Ya llegó el señor —gritó mientras subía por las escaleras.

Tres meses antes, al lado de la parada de bus, frente a la autopista que une Piedecuesta con Bucaramanga, se estacionó una motocicleta. La mujer que la conducía bajó una mesa pequeña; las que usaban antes para vender lotería, y esperó. Al rato llegó Cecilia. Una mujer joven, delgada, de baja estatura, mestiza, de cabello negro y ojos grandes. Caminaba despacio por la acera contraria, cruzó la calle y saludó.

—Buenas días, mi señora.

—Buenos días. Hay que llegar temprano.

—Es que había trancón.

Entre las dos ubicaron la mesita en la acera, debajo de la sombra de los bambúes.

—Espéreme un rato —le dijo a Cecilia.

Ella esperó junto a la mesa y se cruzó de brazos. Parecía nerviosa. Era su primer día de trabajo vendiendo minutos a celular.

—No era mi primera vez —me diría más tarde—. En mi barrio yo vendía. Y me iba muy bien. Pero cuando el negocio dejó de ser exclusivo, empezó a generar pérdida. En todos lados se encontraban minutos a celular, y baratos. Yo vendía cuando eran a doscientos. Yo era muy buena en eso. Las matemáticas son mi fuerte. Después, doña Cira me ofreció trabajar acá. Y aquí estoy.

Doña Cira llegó cargando una sombrilla, una escoba y dos bolsas negras. Primero sacó el chaleco verde que Cecilia debía llevar puesto todo el día. A él, le siguieron cigarrillos y celulares atados con cadenas, chicles y dulces, dos termos de café y un taburete azul tan incómodo que Cecilia tendría que sentarse cruzando las piernas. Después, traería un cojín.

—Veinte bombones, —Doña Cira empezó a contar mientras escribía en una libreta— siete cajas de cigarrillos, treinta chicles y cincuenta mentas. El vaso de café lo llena hasta acá. Esta es la medida. No lo llene. Por ahora, eso. Si usted ve que se vende más me dice y mañana traemos más. Mucho cuidado. Usted sabe cómo es.

— Sí señora —dice Cecilia mientras instala la sombrilla.

Hecho el inventario, Doña Cira le dice los precios de cada cosa y se va.

—El mejor consejo que me han dado —recuerda Cecilia mientras estoy en su casa— me lo dio la vieja ese día: Si se ve más pudiente, el cliente puede pagar cincuenta pesitos más. ¿No le parece? —sonríe.

Su esposo nos trae más galletas con café. Esta vez está frío. Mido el calor que hace por la humedad que se expande, cada vez más, por su camisa.

Cecilia sigue contando su experiencia en el trabajo que acaba de perder. Y dice que todo es culpa del embarazo. Miro de reojo a su esposo y no se inmuta. Él quizá piense lo mismo: el embarazo fue el problema.

Es inusual escucharle esa palabra a Cecilia: embarazo. Meses antes, no se atrevía a pronunciarla y esquivaba cualquier pregunta sobre su condición. Nunca creyó que se le notaría tanto, rezaba para que el niño no creciera mucho y la dejara trabajar. Pero faltando tres meses para nacer era imposible no verle la panza.

—Es mejor que ya no trabaje más —le dijo Doña Cira mientras hacían cuentas.

Usted sabe por qué lo hago. Con el sueldo de repartidor no alcanza.

—Es mejor, Cecilia, es lo mejor. —Después la llamaría por teléfono para decirle que no fuera al día siguiente.

—Cuando le insistía que por qué no me dejaba ir a trabajar —recuerda Cecilia— me decía que ya habíamos hablado sobre eso y que habíamos quedado las dos, imagínese las dos, en que ya no volvería más. Já. Me tocó aceptarlo. Total ni qué contrato ¿no?

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Cecilia se aburre mucho

Habían horas del día en que parecía ser la única habitante de la ciudad. Ni siquiera los buses llevaban gente. Sus conductores parecían fantasmas. A veces llevaba una revista y un crucigrama. Otras, antes de que se lo prohibieran, escuchaba vallenato por unos audífonos prestados.

— Incluso llegué a contar los pasos que había de aquí a aquella piedra que está allá —decía mientras vendía un café—. Noventa y ocho pasos si se es mayor. Sesenta si se es joven. Si va de afán son menos.

Sin embargo, en su segundo mes de trabajo encontró una manera divertida de pasar el tiempo: haciéndole bromas a sus clientes.

—Me da pena decirlo —dice sonriendo— a veces, entregaba los cigarrillos al revés para que los encendieran por el  filtro. La gente se daba cuenta del error pero se iban disimulando. Les daba pena. Caminaban, con el cigarrillo en la boca, como si nadie los hubiera visto. Cuando estaban lejos yo soltaba la carcajada. Y eso no es nada —Se acomoda en la silla— una vez, juro que fue una sola vez, le hice un huequito a un vaso, serví el café y la señora se fue como si no pasara nada mientras que, gota a gota, el café le manchaba la blusa. —Carcajea— Qué pecado.

Cecilia le pide a su esposo que haga más café. Ella está embarazada. Él se levanta, va a la cocina y desde allá le grita que mejor me cuente cuando la atracaron.

—Uy, sí —dice— ese sería un buen final para su artículo. Imagínese que estaba yo esperando a Cira para entregarle la producción del día, más o menos a las cinco de la tarde. Ella acostumbra llegar a esa hora, hacemos cuentas y nos vamos. Cuando, de sopetón, salieron dos tipos por atrás de los bambúes. Uno de ellos me empujó, me caí de la silla y grité. El otro sacó el cajón de la plata. Me imagino que lo desocupó en una bolsa. Al estilo de las películas. No pude verlo. Cuando me levanté ya se habían ido. No se llevaron ningún celular. Nadie me asistió, y eso que grité duro. Ese día fue muy feo. Doña Cifra no me cobró la plata que se perdió, pero me regañó una semana entera; que tenía que estar atenta, que tenía que cuidarme. Después se me pasó el susto.

El esposo de Cecilia llega con más café. Está hirviendo. Entonces, pregunta: ¿Y todo esto qué tiene que ver con el transporte público? Nos miramos y, cómplices, reímos. Le contamos la verdad y, en buen tono, sermonea a su mujer diciéndole que no sea tan desconfiada, que ni porque él fuera tan celoso y la besa.

Llega la hora de irme. Agradezco los tintos y las galletas y me pongo en pie.

No vaya a poner mi nombre de verdad —me dice.

—Si usted me lo permite —digo.

Le pregunta a su esposo un nombre. Él se encoge de hombros. Se le ocurren tres: Cecilia, Carolina y Liseth.

Ponga Cecilia —sentencia— Ese me gusta más.

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