Stanislaus Bhor reseña La poesía en Colombia ha dejado de existir, Antología crítica de la poesía colombiana, escrita por Harold Alvarado Tenorio. Especial para El Magazín on-line.
Stanislaus Bhor (*)
I. El canon
Harold Alvarado Tenorio, hijo y nieto de carniceros, nació en un pueblo del Valle del Cauca, tres años antes del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. Protegido por sus tíos maternos aprendió a leer, escribir, sumar y restar sobre hojas de pizarra en la escuela de una descendiente de esclavos…
(H.A.T. por Humberto Cobo)
Un crítico es un tipo peligrosísimo, capaz de reunir una sarta de gustos malos y venderlos como algo novedoso. T.S Eliot se inventó a los poetas metafísicos ingleses y al hacerlo acuñó los nombres de sus poetas favoritos. Edmund Wilson imagin%Cin/files/2011/06/Typewriter-Letters-Flickr-Laineys-Repertoire.jpg» alt=»Typewriter Letters, Flickr, Laineys Repertoire» width=»512″ height=»384″ />[/caption]
Stanislaus Bhor reseña La poesía en Colombia ha dejado de existir, Antología crítica de la poesía colombiana, escrita por Harold Alvarado Tenorio. Especial para El Magazín on-line.
Stanislaus Bhor (*)
I. El canon
Harold Alvarado Tenorio, hijo y nieto de carniceros, nació en un pueblo del Valle del Cauca, tres años antes del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. Protegido por sus tíos maternos aprendió a leer, escribir, sumar y restar sobre hojas de pizarra en la escuela de una descendiente de esclavos…
(H.A.T. por Humberto Cobo)
Un crítico es un tipo peligrosísimo, capaz de reunir una sarta de gustos malos y venderlos como algo novedoso. T.S Eliot se inventó a los poetas metafísicos ingleses y al hacerlo acuñó los nombres de sus poetas favoritos. Edmund Wilson imaginó el simbolismo narrativo partiendo de la escuela de Mallarmé, trazando un eje desde el Castillo de Axel de Villiers de L’Isle-Adam hasta El Ulisses de Joyce, pasando por Rimbaud y Yeats, saltando arbitrariamente de Eliot a Proust y mezclando sin guantes ese amasijo explosivo (por controvertido) que es meter a Paul Valéry y a Gertrude Stein, enemigos declarados, en el mismo costal.
Pero un crítico es peligroso no por sus simpatías, sino por sus rechazos. Cuando la mitad de los escritores que excluye del canon siguen vivos, estalla la polémica, los excluidos rasgan las vestiduras, afrentas vuelan en prensa y radio (y en blogs y fanzines), amenazan con enemistad los que aun quedaban de amigos, y una vez más la hidra de siete cabezas no puede dormir porque tiene jaqueca.
Harold Alvarado Tenorio era un tipo más peligroso cuando oficiaba de crítico literario, que cuando fustigaba a la farándula política, o que cuando acometía poesía. Su estilo crítico es la semblanza, la biografía grotesca, la falsa atribución y el dato inmisericorde. Fue por el camino de la infidencia y la recriminación que, durante sus últimos años, fue perdiendo prácticamente la amistad de todo el mundo (además del coqueteo del dinero y del trapo sudado con que reviste la gloria nacional a los poetas colombianos).
Y es que impugnó tanto a la sociedad de su país, una sociedad que él consideró desde muy temprano hipócrita y pacata, que nadie lo quiso tener de su lado. Demasiado sarcasmo de su parte hallaron. Demasiada intransigencia. Demasiada atrabilis de poeta.
Y él, por su parte, hallaba demasiada mezquindad, hipocresía y corrupción en todo lo que le rodeaba de una sociedad que sigue encajando con el mismo rosario de epítetos hoy como en sus comicios: camorrera, chivata, mafiosa, vil.
Pero no sólo le odiaron las camorras. A Harold Alvarado Tenorio lo odiaron tanto los guerrilleros del ELN (que quisieron secuestrarlo, pero desistieron porque accedió a irse con ellos si eran capaces de alzar sus doscientos kilos de peso con una grúa) como lo odiaron los paramilitares (que quisieron hacer una reforma agraria con su propiedad rural).
Lo odió la academia por atreverse a condenar públicamente a las mafias literarias, y por hacer un llamado a la crítica insobornable, a la honestidad y al desenmascaramiento de la caterva intelectual.
Lo odiaron sus compañeros de generación por excluirlos del canon y parodiar sus obras completas (ya resulta fútil recordar la cruzada de los gestores del festival de poesía más grande del mundo, el de Medellín, para minimizar sus embates cuando se sintieron amenazados jurídicamente por las recurrentes denuncia públicas que salían desde la Revista Arquitrave y donde se les acusaba de malversación de recursos del Estado para un evento estéril que le sirvió a la paz como le sirvieron las palomas y las canciones de Michael Jackson.)
A Tenorio lo odiaron porque reía con socarronería, porque a fuerza de humor ácido exponía con desparpajo sus convicciones incómodas. Porque logró hacer una crítica furiosa y hasta grotesca (pero exacta) del estado de decadencia que vivía un país y que se echaba a notar en su literatura esclerótica que se pudría en una sopa de lixiviados.
Su último libelo se promocionó con un lema parco y pugnaz: Ajuste de cuentas.
El título original: La poesía en Colombia ha dejado de existir.
Y llevaba, además, un subtítulo que condicionaba el contenido al ámbito estrictamente poético: Antología crítica de la poesía colombiana.
Nota. Si quiere saber de qué se habla aquí puede seguir el vínculo en el portal de la revista Arquitrave http://www.antologiacriticadelapoesiacolombiana.com/
II. El odio
Pero si en su talante JMR es idéntico a su maestro, un recuento de su vida pareciera indicarnos lo contrario. Mientras aquel conoció la gloria y el dinero fácil, Roca, que recibió de un rector magnífico de la Universidad del Valle, un Doctorado en Literaturas Comprometidas, si bien fue registrado como nacido en Medellín, se ha sabido recientemente, gracias a una investigación de la eminente insidiosa y filóloga de gran altura de la Real Academia Colombiana de la Lengua, Piedad Amalfi, que vino al mundo en el Hospital San Vicent du Paul, de Niuafunké, actual Mauritania, donde Rubayata Roca, su padre, compraba arena del desierto para apaciguar la violencia colombiana de los años cuarentas. Porque Roca, igual que su entrañable amiga difunta, la poetisa Maria Mercedes Carranza, también conoció en su temprana niñez los beneficios de ser hijo de emisarios, y pudo arrastrarse en las pirámides de Teotihuacán, hacer pipó en el Alcázar de Quetzalpapaloti o en las Tullerías y recibir, de boca del cantor del Cóndor de los Andes, el gran escaldo Aurelio Martínez Mutis, su consagración como el Poeta Nacional de la Metáfora
(H.A.T. Sobre Juan Manuel Roca)
Todo empezó hacia 1980, cuando H.A.T. escribió en una columna de prensa del periódico El Colombiano que la poesía en Colombia era una patraña. Fácil era decirlo, pero desde entonces habría que sostenerlo.
Y sostenerlo con argumentos literarios en un país donde las plataformas mediáticas destierran todo tipo de contradictores a un oasis de silencio en medio de un desierto de futilidad, es predicar a los lagartos y a las zarzas ardientes.
A pesar de que el poeta respaldara su vena crítica con un doctorado en la Complutense de Madrid y otro doctorado honoris causa traduciendo a Eliot y a Cavafis y a media docena de poetas chinos directamente del mandarín, a muchos su crítica pareció algo peor que un exabrupto: un disparate.
No tanto por lo que decía, sino por el modo en que lo decía.
Sin embargo, el poeta no estaba tan loco de remate como creyeron, puesto que la literatura etiquetada bajo el sello colombiano era por entonces una de las más pobres del mundo, de las más engañosas. Lo mismo que su periodismo, su filosofía inexistente, y casi todos los productos del intelecto de una sociedad sin academia, sin científicos y sin artistas.
Bastaba con descarnarla hasta el hueso, tomando directamente las obras y las biografías, para constatarlo. Y eso fue lo que se propuso el poeta metido a crítico: perpetrar una masacre intelectual que empezaría con una nota irónica en un periódico de tercera categoría (y que sería tomada como afrenta por parte de sus contemporáneos). Desde entonces, el repudio y la animadversión alrededor de la figura de H.A.T. se tornó odio cerril.
El mismo odio que llegaron a sentir los franceses por Blóy cuando publicó la biografía de Marchenoir (El desesperado) y acabó con el mundillo intelectual de París. O como odiaron a Sainte-Beuve que pordebajeó a Stendhal y ensalzó a dos ilustres desconocidos. O como odiaron a Eliot cuando excluyó a la mitad de los poetas ingleses de su antología. O como odiamos a Samuel Johnson, que ensalzó a sus amigos y minusvaloró Tristram Shandy y a Henry Fielding. O como odiaron a Bierce que destruía vidas y reputaciones en la Prensa Hearst. O como odió, más de un maltrecho escritor, al gordo Cyril Connolly cuando pontificaba desde Horizon y pulverizaba reputaciones y carreras pujantes de celebridades efímeras. O como odiaron los gringos a Henry Mencken (implacable y cínico) desde las páginas del American Mercury.
Lo odiaron porque se atrevió a decir que la poesía en Colombia estaba muerta.
Para demostrarlo, Harold Alvarado decidió pasarle la factura de cobro a cada generación literaria aparecida en este país durante un siglo. Decidió controvertir todo lo que ha sido dicho de bueno sobre la efímera historia de nuestra tradición poética. Y como la tradición de la sociedad del mutuo elogio en que terminó convertida la institución poética colombiana, ya a comienzos del siglo XXI, anquilosó todo sentido crítico y convirtió el arte en gestión y concentró los haberes públicos en pocas manos y bolsillos, a H.A.T. lo odiarían hasta la muerte sus amigos, los profesores, los gestores, los ex presidentes de bancos y repúblicas, los editores de revistas y de libros y todos aquellos que habían contribuido y puesto su grano de arena para esta gran obra de falsificación literaria.
Nota. Hablo en pretérito, porque el poeta ya está con un pie en la tumba y éste, un día, será su obituario.
Nota a los reproches que la nota anterior puede levantar. Es la primera vez en la historia de la literatura que el futuro muerto sabrá lo que dirán de él los periódicos (en este caso los blogs) cuando se muera.
III. La trinchera
Considerado por los liberales colombianos uno de sus grandes poetas, quizás porque su vida y su obra celebraron todo lo que ellos habrían querido ser: nómadas, embusteros, bribones, sofistas, drogadictos, transexuales, etc., Miguel Ángel Osorio Benítez, (Santa Rosa de Osos, 1883-1942) o Porfirio Barba Jacob, o Marín Jiménez, o Juan Sin Miedo, o Ricardo Arenales, o Juan Sin Tierra, o Juan Azteca, o Junius Cálifax, o Almafuerte, o El Corresponsal Viajero, etc., es hoy un escritor inclasificable e incoherente, así mucha de la crítica de estos últimos años del siglo pasado siga insistiendo en su importancia como poeta.
(Porfirio Barba Jacob, por H.A.T.)
Muchos de los damnificados por los enconos del poeta fueron amigos en otros momentos menos benévolos de la vida (cuando sólo buscaban los burdeles y la melancolía, Borges Dixi). Con los años, esos viejos amigos, que ahora buscaban una posteridad a prueba de enmiendas (y una pensión de seis ceros), convertidos en repentinos funcionarios de alto vuelo, se situaron en las cúspides de los bancos y ministerios y de las instituciones que impartían lo que debía ser o dejar de ser el arte y la poesía en Colombia. A quienes peor les fue, tuvieron que situarse y conformarse y defender su posición en tribunas de periódico, en una cátedra, o en un lugar influyente del parco mundo editorial. Una vez instalados, se dedicaron a pontificar en favor de los poemas del jefe de turno. La desatención a las críticas severas de H.A.T. que los salpicaba y controvertía en todo lo que parecían dictaminar sin que otra voz objetara ni les enmendara la plana, alude al grado de monopolización que alcanzaron los medios de difusión en el país, y sobre todo a la escases de lectores críticos. En contravención, y gracias al advenimiento de Internet, a comienzos del año 2000 de nuestra era, el monopolio de Gutenberg empezó a socavarse, y por fortuna H.A.T. fue de aquellos pre-mediáticos que se convirtieron en aficionados al mundo virtual y a las facilidades de difusión que los blog y los alojamientos on line ofrecían. Decidido a demostrar con creces lo que a su modo de ver era el panteón de imposturas de la poesía colombiana, el poeta abrió un modesto portal en la web, con poco diseño, pero excelente contenido, le puso Arquitrave en honor a Gil de Biedma, y desde allí empezó a difundir su crítica incendiaria y la obra de poetas casi secretos de todas las nacionalidades para cuestionar por contraste a un país fosilizado por el mutuo elogio y el ensimismamiento. La versión en papel de la revista, 300 ejemplares cada mes, se convirtió al mismo tiempo en una perla bibliográfica en el fondo de un mar de basura. La versión digital de la revista era renovable y ahí se concentraba la trinchera desde la cual H.A.T. encontró lugar para convertirse en esa suerte de francotirador solitario que combatió contra el cohecho poético y otros crímenes literarios imprescriptibles.
En un hipervínculo de la revista virtual, llamado La poesía en Colombia ha dejado de existir, apareció mes a mes, durante dos lustros, artículos y cápsulas que pasaban revista furiosamente a la plana mayor de los poetas que había tenido Colombia en un siglo. De la lista de clásicos sólo saldrían bien librados cinco nombres: Silva, Valencia, Barba, López, Arturo y Delmar. No era mucho, pero era la refundación del canon. Para quienes conocían las posturas desmesuradas y ociosas del crítico iracundo de los años 80s, era otro de sus menosprecios. En consecuencia, todos voltearon la cara, y optaron por el silencio, que es la forma más refinada de la censura.
Nota. Puede leerse una polémica (Faciolince Vs Tenorio https://blogs.elespectador.com/habad/2009/11/23/curso-acelerado-de-metro-y-rima/) siguiendo el link.
IV. Los orígenes
El país que leyó a Silva y oyó declamar a Valencia y Barba era, por causa de esta y las otras disputas, analfabeta, y quienes podían medianamente leer y escribir, debieron repetir y obedecer los dictados de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, a quien Núñez había canjeado la república por una licencia matrimonial a su favor con el Concordato de 1888.
(El modernismo, por H.A.T.)
Los estudios diletantes de la poesía en Colombia (Mejía Duque, Cobo Borda, Téllez), o los sesudos ensayos (Gilard, Menton, Girardot,) sobre la historia de esta literatura menor, en contraste con el Ajuste de cuentas de H.A.T., resultan pálidos, y producen un efecto ambiguo, entre la perplejidad y la desidia, por la alta dosis de retórica, y por la credulidad y miopía que demuestran. Tanto tiempo y papel perdido para no ver lo más evidente: que la literatura colombiana, desde su nacionalización abrupta a la par que la patria hace doscientos años, era lo que padecía: mediocridad. Literatura inferior, de una pobreza técnica y una coyuntura temática que causa ira, cuando no vergüenza, el que le hayan tenido en cuenta siquiera los cultores de la crítica sensata y el pequeño gremio de los colombianistas extranjeros. Entre los muchos males manifiestos, hay uno que descuella: una de las razones de la esterilidad poética colombiana se esconde en su origen: el cultivo del género poético como un pasatiempo o un mero accesorio retórico heredado de los padres de un país de analfabetas. Por vecindad, hay que extender el virus a la tradición crítica vista como una actividad de censura religiosa bajo el concordato eterno del país que dejó el siglo XIX, al mero gramaticalismo sin reflexión estética ya instalado en las postrimerías el siglo XX –y en Fernando Vallejo-, y la prosa usada como adoctrinadora ideológica, catecismo de costumbres y placebo para la evasión y la buena conciencia: todo el conjunto de la literatura, en suma, tomado como periódico, y la poesía, como hobbie. Esas son algunas de las pruebas primarias de esa enfermedad decadente (de la que Harold Alvarado no dudó en prescribir un diagnóstico inmisericorde: terminal).
El manoseo y vilipendio de la poesía por el gobernante de turno a finales del siglo XIX fue entonces el inicio de la crisis. Fue en ese tiempo cuando entraron en escena la moda de los presidentes poetas, los generales gramáticos y los terratenientes novelistas, y cuando la poesía, que debería ser la directriz de las demás escrituras, si no su punto de partida y el nicho de la anarquía total, quedó religada por décadas al poder del partidismo plutocrático, y de allí salió muy maltrecha. Todavía hoy (ya instalados en la era de los mandatarios zoquetes y los generales genocidas) un ex presidente echa mano del poeta León de Greiff y cita mal a sor Juana Inés de la Cruz cuando pretende legitimar su populismo chauvinista. Nada peor pudo haberle pasado a la literatura colombiana que ligarse a las élites y ser cultivada en sus orígenes como un pasatiempo, un mero accesorio retórico, o el vicio gratificante de cierta clase infecta de oligarquía, en un país plagado de miseria y analfabetismo funcional.
Al leer Ajuste de cuentas, se puede llegar a conclusiones varias sobre la pauperización de la poesía, entre las que cabe señalarse otra: la verdadera poesía tiene la lucidez de permanecer oculta en los momentos críticos de las sociedades para no ser extinta; es decir: que la poesía del XIX no era poesía. Lo explico: el ejercicio poético podía estar relegado a las élites, pero lo que hacían estas élites, no dañaba a la poesía. Porque simplemente no era poesía. Por eso la poesía permitió que las élites jugaran con su morro, para salvaguardarse de un mal mayor: la extinción. La literatura es un gato doméstico que se vuelve salvaje cuando ha muerto el amo. H.A.T. nos cuenta que a finales del XIX los hacedores de rimas estaban o aspiraban a los más altos cargos del gobierno y ejercían también el mecenazgo y acometían poemas y novelas como artilugio retórico y la hacían portavoz de buenas costumbres y de necia ideología. Hasta esos versos de arte menor (los cuartetos ruidosos que inmortalizó el poeta y presidente Núñez y que conforman hoy aquel Himno que dice: Del Orinoco el cauce/ se colma de despojos;/ de sangre y llanto un río/ se mira allí correr/ En Bárbula no saben/ las almas ni los ojos/ si admiración o espanto/ sentir o padecer/ ¡La patria así se forma, /termópilas brotando;/ Constelación de cíclopes/ su noche iluminó. / Oh, gloria inmarcesible/ oh, júbilo inmortal/ en surcos de dolores/ el bien germina ya!) de allí nacieron, del hobbie, de este absurdo divertimento, de realzar el río de muertos en octosílabos ininteligibles, cacofónicos, fanáticos, sin sentido como toda tautología, y desvinculados de la vida, versos compuestos por un absentista que no derramó una sola gota de sangre propia, y elevados a símbolo patrio el 28 de octubre de 1887 por la ley 33 del presidente gramático, Marco Fidel Suárez, y cantados desde entonces con la mano en el pecho por generaciones de hombres, mujeres y niños con el gusto musical atrofiado por culpa del compositor italiano Oreste Sindici que lo musicalizó en fanfarria, y el sentido poético peor que amputado por culpa del presidente Núñez que lo rimó. ¿Qué creían, que no les iba a tocar la rebelión de los poetas pobres y el sucedáneo de la música popular? ¿Pretendían que todo se quedaría en palíndromos y nunca calaría en la conciencia nacional ese ritmo y esas letras ejemplarizantes del mal gusto encabezadas por el Reguetón y New Vallenato, por no mencionar aun ese género —que merece escolio aparte— llamado Narco-Corrido y que ha tenido tanto éxito en una sociedad hipnotizada por el dinero fácil y las gestas de sus hampones más viles? A todo lo que heredó el siglo XIX, a sus ciento veinte novelas que hoy nadie recuerda, a sus José Manuel Marroquín, sus José María Samper, sus Miguel Antonio Caro, sus Rafael Núñez, sus Marco Fidel Suárez, sus Jorge Isaac, sus index librorum prohibitorum (que fue el modo de hacer crítica heredado para lo que vendría a ser poco después la Violencia del siglo veinte) y las generaciones de poetas melosos y necrofílicos del Centenario, el paréntesis derechista de Piedra y Cielo y la explosión demagógica, politiquera y fantoche de aquel grupo de selectos galancitos de salón llamado los Nuevos, a todos ellos se le debe una cuota muy especial en la ruina de este país y la pobreza de un siglo de literatura.
Nota. Habrán notado el poder de fervor que produce la antología de Tenorio en las mentes más sensibles.
Nota dos. Ser sensible es dejar que el mundo te influya.
V. Fusilados
En Colombia se había vivido no sólo un ramplón sometimiento a los conservadurismos peninsulares, sino un obcecado servilismo a las pretendidas superioridades de las culturas llamadas Clásicas. Los presidentes filólogos y los reaccionarios de derechas fueron quienes impusieron esos proyectos culturales. Luego de firmada la paz de Wisconsin, que puso término a la Guerra de los Mil Días, Colombia era un país de cinco millones de habitantes y uno de los más atrasados del planeta. Los primeros intentos por modernizarlo fueron propuestos por el General Rafael Reyes, una suerte de déspota a medio ilustrar, que fue expulsado luego de cinco años de dificultades que se verían agravadas por los gobiernos posteriores, todos de carácter marcadamente pro imperial y reaccionario.
(Los Nuevos, H.A.T.)
Los críticos literarios, esos tipos peligrosísimos como Johnson, Wilson, Eliot, Connolly, Bloom o el mismo Borges (que a su manera canonizó el género fantástico), son una suerte de astrólogos del porvenir literario. Que sus profecías se cumplan o no, estará mediado por el impacto, difusión y eco que su canon tenga, o por las fuerzas oscuras que muevan al azar hacia su orilla. A nosotros, efímeros lectores de paso por esta salvaje obsolescencia de la era internet, no nos queda sino aceptar o constatar si el simbolismo en realidad dio para transformar la prosa a comienzos del siglo XX, que los metafísicos refundaron la poesía del mundo, que los escritores fantásticos seguirán siendo una invención de Borges (mientras no los leamos) o que el gordo Johnson era un maricón hipócrita que aplaudió la obra de sus futuros amantes y despreció a un verdadero clásico llamado Lawrence Sterne.
Por lo que concierne al ámbito doméstico, esta Antología Crítica de H.A.T. cuenta con un afán sistemático que pretende no dejar fuera ni a los buenos ni a los malos. Pretende elevar más alto el listón: pontificar negativamente (como debe ser la buena crítica), y pasarle la cuenta de cobro al panteón de la poesía en Colombia. Su estilo de crítico (como tuvo la sapiencia de ver Ponsford http://xa.yimg.com/kq/groups/15106712/748719705/name/La+Lengua+Viperina+por+Marianne+Ponsford.pdf) toma por modelo a Sainte-Beuve, que hablaba sobre la vida de los autores y dibujaba el mapa social y político de la Francia de los siglos XVII y XVIII como pretexto para presentar las obras. Predomina, en el volumen, el ataque y el panegírico, los dos extremos que mejor van con el estilo de Tenorio (que odia las medias tintas y puede ser el más ácido de los críticos y el más generoso de los seguidores cuando odia o ama a un poeta.) En todos los fragmentos prevalece el fusilamiento y la decepción, más que la apología:
Quizás como ninguno otro de los llamados poetas, nadie ha hecho tanto daño a la cultura, en Colombia, como Álvaro Mutis, al estucar, con el prestigio y respetabilidad que da el género, su variado expediente de servicios a empresarios y gobiernos hegemónicos. Ayer, a los negociantes de hidrocarburos y el celuloide, hoy, junto a Belisario Betancur, a los millonarios españoles nacidos del franquismo, cuyas empresas se dedican no sólo al lucro y blanqueo de divisas, sino al fomento de la ignorancia entre las clases medias de América Latina promoviendo la frivolidad y el señorerío ideológicos. Por algo sus patronos fueron Nelson y David Rockefeller y en los últimos tiempos, el aliado de los petroleros Bush, José María Aznar, a través de Esperanza Aguirre y Gil de Biedma y la renegada de Bandera Roja, Pilar del Castillo.
(Ver, Álvaro Mutis por H.A.T.)
Una de las más inconsistentes imposturas de cierta crítica interesada, fue la superchería de hacer de Mario Rivero, primero un poeta, luego el autor de “uno de los más bellos libros de la poesía colombiana”, y de contera y por adelantado, sostener que con su primera extravagancia, titulada, impunemente, setenta años después de Baudelaire, Poemas urbanos, habría cambiado la lírica en Colombia. Ya veremos porque no hay tal. Mientras tanto, recordemos que Rivero fue “el propietario de la única empresa cultural y poética que deja utilidades en plata, la revista Golpe de dados”, y que en ella, precisamente, la inconmensurable obra del trovador antioqueño no sólo fue publicada y reeditada, sino extensamente comentada y elogiada. Así, Rivero hizo de Golpe de dados la mejor tribuna de su gloria y el más dilatado pedestal de su estatua: lleva en circulación casi cuarenta años.
(Ver, Mario Rivero por H.A.T.)
Para 1958, cuando Gonzalo Arango Arias publicó su primer manifiesto, Colombia era ya un país en ruinas no sólo económica sino social y moral. La dictadura había concluido la tarea malhechora de los gobiernos de Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez y Roberto Urdaneta Arbeláez, y la clase dirigente, una de las más perversas oligarquías latinoamericanas que surgieron luego de la muerte del Libertador, se disponía a repartirse el presupuesto nacional y la libertad de asociación y expresión, de manera paritaria, en los futuros veinte años. La dictadura de Rojas Pinilla instauró el culto a la personalidad, la censura a la prensa, cerrando diarios y emisoras y creando la Televisora Nacional como su principal instrumento de propaganda, con Gloria Valencia de Castaño y Fernando González Pacheco como sus iconos inmortales, asesinando estudiantes, volando barrios enteros con dinamita y masacrando opositores durante corridas de toros.
(Ver, Nadaísmo, por H.A.T.)
Sin maestros presenciales y sin infancia, Cobo Borda se educó a sí mismo en los cines de barrio de los años sesentas, en las conversaciones semanales con los ancianos intelectuales que pasaban por su librería, en las habituales visitas a los poetas consagrados y las redacciones de los suplementos literarios y luego, cuando hizo parte de las tareas culturales de los gobiernos de Carlos Lleras Restrepo, Julio César Turbay, Alfonso López Michelsen, Belisario Betancur y Ernesto Samper, en las subsidiarias e ineludibles lecturas para redactar profusos estudios sobre los autores que interesaban a esas administraciones: más de medio centenar de libros que ahora llevan su impronta de editor y antologista. Una vida consumida entre Escila y Caribdis: entre su admirado Jorge Luís Borges y el soporífero Germán Arciniegas, a quien consagró más de tres lustros de hipérboles y anacolutos.
(J.G Cobo Borda, por H.A.T.)
Y, sin embargo, es cuando acredita una obra, cuando recordamos que quien escribe la antología es más cauto que iracundo, más poeta que crítico:
La Unión es todavía un pueblo helado por la bruma que baja del cerro La Jacoba, con una esquina donde resiste, la incuria del tiempo, entre basuras y vendedores ambulantes, la casa donde nació el poeta. Su padre fue maestro de escuela. Su madre, que interpretaba canciones acompañada de un piano que había llegado a lomo de peones de brega, dio a luz siete hijos, y parece que tuvo, entre una legión de negros que servían en la casa, una niñera que luego Arturo recordaría en sus versos. Quizás fue esa mujer, ¿nieta de esclavos?, la que ofreció al poeta un mundo de frescos boscajes, aguas recónditas y vientos con olor de resina de finas maderas, donde encontró alivio ante la crueldad del presente.
(Ver, Aurelio Arturo, por H.A.T.)
Una foto nos ha dejado a Olga Chams Eljach de siete años. Tiene una diadema de flores y un inmenso ramo de orquídeas en sus manos. Está sentada en un tapete, con largas medias tobilleras y su rostro no delata, ciertamente, que en su madurez sería ese ser adorable, que todos los que la han conocido, recuerdan en su hermosa y amplia casa del barrio Prado, sentada en una silla de mimbre, meciendo su frágil cuerpo en el cuadrado blanco y negro del piso, mientras desde el fondo tenue de las cortinas emanaba alguna melodía del romanticismo y ella nos mira con sus claros ojos, casi celestes y la miel de sus cabellos parecen ser su tenue y tierna voz que viene de la historia milenaria de los desiertos del mundo, con sus amables costumbres para hacer plácida la visita del transeúnte. Todo ello evoca su poesía afligida de amores y mares, casualidades, descuidos, besos, soledades y llanto mudo.
(Ver, Olga Chams Eljach, por H.A.T.)
El tema (la poesía en Colombia) resulta un bodrio con el que no se podría hacer nada brillante de no ser el crítico un gran escritor incendiario, puesto que el panorama local de generaciones atropelladas en donde ninguna alcanzó siquiera la categoría de vanguardia (ese término deteriorado pero que indica justamente las afinidades estéticas de una generación) es paupérrima, aburrida y su bibliografía resulta un ladrillo, y su contexto, la Colombia del siglo XIX-XX, tan provinciana que todo lo que se diga de su acontecer parece lo que es: un chisme de cantina.
Para hacer fluir el material, H.A.T. ha aprovechado su memoria mordaz de aprendiz extraviado en las salas de espera de los poetas oficinescos, y echa mano de su experiencia personal y su amistad condicionada con personajes influyentes del mundillo intelectual, y exhibe el hecho de haber sido testigo privilegiado y haber estado en el centro de todo mientras el desastre ocurría. Además, el poeta infidente y disidente convertido a crítico, opta por otros artilugios retóricos más o menos nobles o imparciales (según el grado de subjetividad que impongamos): revisar las biografías y exagerar las hojas de vida de los poetas, reescribir la semblanza de prácticamente todo el mundo y añadir datos apócrifos, inventados, o no comprobados; es decir, a provechar una retórica extraída de la crítica de gacetillas que ha escrito la historia de la poesía en Colombia para usarla en contra, cuestionar su solidez y derogarla en clave de humor negro. Yo no sé si a otros les parezca inválido el procedimiento, pero lo cierto es que logra un toque de humorismo y de acrobacia en los textos que logra lo que parecía imposible con un texto crítico, la inmersión: su estilo hace leer con fluidez un texto que en otras manos sería aburrido. En ese humor ácido y de doble sentido, se nota la garra y el vivo interés que H.A.T. siempre ha tenido por la parodia del estilo (y que ha cultivado en simulacros y pastiches de Borges y de otros grandes del siglo que conoce como a sus excesos gastronómicos). De ahí que se permita la licencia panfletaria de utilizar retóricas ajenas para poner en evidencia que un poema no solo es malo sino ridículo y fácil y olvidable y trivial:
El brazo del río jamás esgrime espada.
Los dientes de ajo no comen duraznos.
El ojo de agua desconoce el monóculo.
El cuello de botella no porta collares.
La oreja del pocillo no escucha a Beethoven.
Las manecillas del reloj no usan guantes en invierno.
Los durmientes del ferrocarril no se despiertan a su paso.
Las palmas de las manos no dan dátiles.
La luna de miel no atrae a las moscas.
(Ver Juan Manuel Roca, por H.A.T.)
Le gusta insertar listas de nombres, no solo por cuestiones de ritmo, sino para establecer afinidades o complicidades en las obras que acusa:
La ESSO, que derrocó a Hipólito Irigoyen y Ramón Castillo, embargó las nacionalizaciones de Lázaro Cárdenas, tumbó a Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz en Guatemala, a Víctor Paz Estensoro en Bolivia, a João Goulart en Brasil, a Salvador Allende en Chile, a Juan Velasco Alvarado en Perú, colaborando en la derrota de Perón y derrocando a Arturo Frondizi, desnacionalizando el petróleo brasileño con la Operación Brother Sam, etc., etc.,
(Ver, Álvaro Mútis, Por H.A.T.)
Tiene una debilidad notable por las partidas de bautizo, y usa la sonoridad de los nombres de pila como una revelación numinosa del tipo de poeta que nacería de tal nombre:
Francisco de Asís León Bogislao de Greiff Haeusler,
Eduardo Januario Carranza,
Luis Nelson Vidales Jaramillo,
Jose Mario Arbeláez,
Eduardo Francisco Cote Lamus.
Finalmente, la proeza de abordar un siglo con un tema tan engorroso como la historia de las “vanguardias” poéticas de un insignificante país suramericano (que le ha aportado mucho a la historia universal de la tortura, pero poco a la literaria) la consiguió H.A.T. al narrar todo este bunde desde el comentario cínico y la parodia; con la elección que hizo de bautizar su masacre literaria con nombre funeral (porque sacudir el moho y la tela de araña que cubrió las cuencas de la calavera en que se convirtió la poesía en su país, sólo admitía un escolio tanto humorístico como explosivo: La poesía en Colombia ha dejado de existir); con el trabajo que se tomó de revisar la prensa (porque la historia del siglo XX en Colombia está por escribirse) y de contextualizar la semblanza y relacionar los lanzamientos al estrellato poético con un hecho político o una conveniencia social.
Este último punto tal vez sea su criterio más canónico: el crítico alude ¿por contraste? a los movimientos foráneos (algunos sí renovadores) que se estaban dando al mismo tiempo en otras latitudes y que fueron invisibilizados por la tendencia muy colombiana a rechazar todo lo que no surgiera del ombligo poético del mundo que pasaba por Bogotá D.C., la tenaz suramericana.
Esta Antología es un ejercicio totalizador. No está de más recordar que todo afán sistemático conlleva asimismo una angustia de la muerte. Podría pensarse que H.A.T. quiso al final de su vida alzar un memorial de agravios para pasarle la cuenta e cobro a todo mundo, mientras discriminaba un canon de la poesía colombiana (y de paso hacía caber a sus compañeros de generación en un invento de su autoría: la generación desencantada.)¿Por qué lo hizo? ¿Sólo para señalar en el mapa ese camino pedregoso que viene desde las praderas estériles del siglo XIX hasta las alturas de los años 90s? El crítico parte de rescatar el único faro que brilla en la poesía decimonónica: José Asunción Silva; luego distribuye en su mapa al único terrateniente poeta que le entusiasmó de los nacidos en el XIX: Guillermo Valencia; luego hace un bosquejo de Cartagena para saludar a Luis Carlos López, y enseguida un periplo irónico por un siglo que mantuvo oculto en una oficina al poeta Aurelio Arturo, y en una casona de la costa norte, a Meira Delmar, y desterrado a Barba Jacob; en el mismo mapa, desmonta, en formulas sencillas, casi aritméticas tipo (lisonja+dinero= gloria) las triquiñuelas y mecanismos de selección del mundillo intelectual doméstico; describe el proceder de la política bipartidista; recuerda algún concepto de preceptiva estética; y sonríe, sí, sonríe, sobre todo cuando señala la falacia de nuestra triste historia poética, mientras hace puré a todos los vates de diverso tamaño y ralea que compiten por la piltrafa del reconocimiento social durante un siglo. ¿Pero a qué apunta en realidad su crítica, y qué quiso decir con aquello de que “la poesía en Colombia había dejado de existir”?
Nota. Lope de Vega en carta al duque de Cieza: Señor, piense v. en el peor poeta del mundo, piense en Cervantes. Toda posteridad es relativa.
VI. La poesía ha muerto
En 1986 de los trece suplementos literarios que había en Colombia, sólo uno, el Magazín Dominical de El Espectador, tuvo una página semanal dedicada a la poesía. Para entonces ya habían muerto las revistas dedicadas al género, y sólo una, Golpe de Dados, sobrevivía. Hasta ese año, existió el programa Que hablen los poetas que auspiciaba el Banco de la República. Habían aparecido la llamada Casa Silva y el Festival de Poesía de Medellín y cerca de doscientos libros de poesía se publicaron cada año. Y el más importante diario nacional, El Tiempo, creó su página más consultada: la de ortografía. Colombia era ya el país en ruinas que es hoy, cuando la mafia y el paramilitarismo han elegido más de un presidente y controlado el parlamento. Una nación de analfabetos en la miseria absoluta, donde si alguien grita en la puerta de un café “poeta” todos responden. En 1997 el Presidente Ernesto Samper Pizano y su esposa Jacquin Strouss Lucena crearon el Ministerio de Cultura. Los poetas habían dejado de existir.
(H.A.T.)
En geometría, el camino más directo para ir de un punto a otro es una línea recta. En literatura, el camino más directo para generar controversia intelectual es decir que el trabajo ajeno es una puta mierda. En Colombia, el camino más directo para levantar ampolla en una Antología que se declararía “crítica”, era decir, desde el título, que la poesía en Colombia, estaba muerta. Aunque no lo parezca, el camino directo es el más difícil. Lo difícil en este caso era ver entre las ruinas del panteón, al aproximarse a constatarlo, una brizna de hierba brotar en medio de las grietas. La poesía, que según H.A.T. entró en crisis en el momento en que las élites se apropiaron de sus formas y las privatizaron como se privatizan bancos en el siglo XIX, feneció con el advenimiento de la poesía como espectáculo público en el XX. Y es que si el hipócrita lector sigue en el orden cada viñeta que H.A.T. dedica a cada uno de los movimientos de poesía colombiana durante su siglo y contrasta aquello con el panorama actual, descubrirá, con cierto encanto (iba a escribir espanto), que desde los poetas rimados del XIX (presidentes de república, hijos de presidente y futuros leguleyos) la poesía se fue desclasando hasta ser manoseada por cualquier hijo de vecino dispuesto a venderse al mejor postor por ver su nombre impreso en moldes de letras. Si uno lleva hasta las últimas consecuencias la teoría de Tenorio sobre la poesía como espectáculo, pensaría que hoy el panorama es más desalentador que en el siglo XIX. Hipótesis: la poesía colombiana era mejor en el XIX por tres razones: tenía metro y rima, había poca oferta, y por entonces no se dejaban escribir a los pobres. Hoy, las mafias dominantes están formadas por los últimos herederos de las camorras poéticas del XIX, y por emergentes que se les adhirieron y ganaron un lugar a punta de lisonjas. Desde los poderosos emporios mediáticos contemporáneos, a los que se suman los ministerios y las instituciones culturales, se sigue decretando lo que debe ser la poesía, mientras una multitud amorfa de poetas en ciernes espera a las puertas de la institución una morona del banquete público. Teoría: la poesía en Colombia sigue teniendo estrato, grado de escolaridad, apellido, género y filiación política. Conclusión: Es en la última generación (y no en la primera) donde puede hallarse la clave que ironiza el título de esta Antología: así como el crítico ataca a los decimonónicos por convertir la poesía en un hobbie de la élite hacia finales del XIX, en el final de la antología la rama de olivo será entregada discretamente a un apestado que nació en Cartagena, a un poeta urbano y anarquista perteneciente a un abolengo de antiguos próceres, a una dama de alto vuelo, directora de un museo de poetas y suicida soterrada, y a otros seis poetas de la generación, que el crítico llama, Desencantada. Es una conclusión paradójica, que se aleja del destino decadente manifiesto en el título, y que abre la puerta a ciertas preguntas: ¿Cómo puede haber dejado de existir la poesía cuando hay un poeta con el poder revitalizador de un Raúl Gómez Jattin, o la prosaica conjunción del metro clásico en el verso libre que hace un poeta anarquista de cuna noble como Ignacio Escobar, o cuando hay entre sus filas un poeta que a la vez es crítico y al igual que Eliot es capaz de pensar su tradición y reducir a la vida el trasiego poético y político de una nación, como lo hace el propio Tenorio, o cuando hay una poesía enclavada en la élite, producida por la élite, pero que se aleja del exclusivismo de la élite para sondear los pliegues del dolor metafísico y de la barbarie colectiva: María Mercedes Carranza? ¿Cómo puede haberse muerto una poesía que arroja al caudal a un poeta como José Manuel Arango?
La antología culmina cuando H.A.T. le pone nombre a su generación, la última registrada: la generación del desencanto, o desencantada, a la cual se filia. Por los nombres y el nivel de las obras que allí se dieron puede concluirse que la poesía en Colombia ha dejado de ser lo que creíamos que era, y sólo en ese sentido ha dejado de existir. Es decir que no hay por qué preocuparse: para la literatura, y para el crítico, un siglo era sólo un chiste, y la poesía en Colombia apenas comenzaba.
Nota. Harold Alvarado Tenorio, ha puesto en venta su biblioteca y tesoros bibliográficos. Para ver el catálogo pregunte en Arquitrave enlace http://www.arq