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La cantidad, la música, el origen (I)

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Sobre la Obra Poética de León de Greiff

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León de Greiff, con ese desdén irónico hacia las cosas propias y ajenas que siempre lo caracterizó, llamaba a sus libros “mamotretos”, y a medida que salían los iba numerando. Los solos títulos de estos mamotretos son ya memorables y una muestra más de su inagotable creatividad verbal. Tergiversaciones (1925), es el primero, publicado cuando el poeta tenía 30 años. Luego vendrían el Libro de signos (1930), Variaciones alredor de nada (1936), cuya última parte es el maravilloso “Libro de relatos”. Después salen las Prosas de Gaspar (1937), Fárrago (1954), con nuevas rondas de “Fantasías de nubes al viento” y Velero paradójico (1957). Su último mamotreto de poesía publicado es Nova et Vetera (1973), esto sin contar, obviamente, las numerosas antologías, las separatas de revistas, y la bellísima edición de sus Obras Completas (1960), realizada por Aguirre, insólito y elegante editor.

Después de la muerte del gran poeta antioqueño, en 1976, se han publicado algunas traducciones de sus versos, nuevas selecciones y antologías de sus prosas y poemas, numerosos ensayos y aproximaciones a su obra, y en particular Hjalmar de Greiff ha venido recuperando poco a poco, de entre el maremágnum de papeles y manuscritos de su padre, versiones, variantes, poemas inéditos y fragmentos inconclusos. Ahora la Universidad Nacional publica en tres volúmenes -que sumados dan 1.985 páginas- la apabullante Obra Poética (que esta vez sí podemos atrevernos a llamar completa) de quien es para mí el más grande de los poetas colombianos.

Decir “el más grande” o “el mejor”, no importa mucho. La poesía no es una maratón en el que alguien llega de primero o de quinto. A otros les gustará más Silva, Aurelio Arturo, Gaitán Durán o el Tuerto López. Estos pedestales muchas veces los dictan el temperamento de los lectores o su lugar de nacimiento. Porque contra la idea de los “poetas universales”, yo creo en realidad que todos los poetas son locales y hablan con una voz y unos referentes que solamente acaban de entender a fondo quienes hablan con su mismo acento. A pesar del exotismo de su léxico el tono de su poesía es nítidamente antioqueño, o, si lo prefieren, anti-oqueño, que es una manera muy paisa de soportar la lotería de ese nacimiento.

Nunca una Obra Poética completa puede ser pareja; será siempre imperfecta, desigual por momentos. Incluso a ratos dormita el buen Homero, y en la opera omnia de cualquiera (Quevedo, Lope, Garcilaso, el que sea) hay caídas de gusto, distracciones, arañazos de tedio. Un gran poema, como una demostración algebraica, se logra por sucesivos intentos, fracasos y aproximaciones. Además la poesía, como el ajedrez y las matemáticas, suele dar lo mejor de sí durante la juventud de sus cultores, por lo que en estos libros totales los primeros tomos suelen ser mejores que los últimos. Lo propio ocurre con León de Greiff, que hacia 1940 ya había escrito lo más memorable de su riquísima obra, salvo algunos grandes destellos posteriores que confirman su genialidad sin añadirle demasiadas páginas a sus poemas más necesarios.

Este paciente y exhaustivo trabajo de Hjalmar de Greiff es una maravillosa herramienta de estudio para los greiffianos, una obra de consulta obligada para eruditos y académicos, pero al mismo tiempo sería un festín excesivo, empalagoso, para quienes se quieran aproximar por primera vez a la deslumbradora obra de Leo Legris (y a la turbulenta turba de los demás nombres con que escribió De Greiff: Harald el Obscuro, Ramón Antigua, Gaspar de la Noche, Sergio Stepansky, Matías Aldecoa, Apolodoro, Proclo, Claudio Monteflavo, Palinuro, Erik Fjordson…). Para los principiantes puede bastar la antología de Germán Arciniegas, o la del mismo Hjalmar. Pero para quienes deseen conocer a fondo la obra total de nuestro “juglar ebrio”, para quienes quieran hurgar en el laboratorio poético de su mente, este gran esfuerzo editorial será un instrumento imprescindible.

2

Hace ya casi medio siglo, cuando Alberto Aguirre preparó la edición de las Obras Completas de León de Greiff, que no eran completas, por supuesto, pues el maestro habría de vivir todavía tres lustros y sus cajones rebosaban de cuadernos, Hernando Valencia Goelkel escribió unas palabras devastadoras. Voy a empezar con ellas pues es mejor prevenir y repeler de una vez la crítica más aguda que se le podrá hacer a esta Obra Poética. Como decía Apolodoro, “si juega a las Damas, ataque, / y si a los escaques, enroque”. Oigamos la crítica perspicaz, aunque injusta, de Valencia Goelkel para poder rebatirla:

“Sólo la pedantería de nuestro tiempo ha podido justificar y popularizar este sistema de reunir en uno o dos o tres volúmenes apretados todas las poesías de un poeta. Semejante arbitrio interesa sólo a los bárbaros -a los forzados de la filología-, a los superintelectuales […] Los espesos volúmenes se alinearán, sumisos, entre unos Trágicos griegos y una Sagrada Biblia (en edición luterana). La lírica no puede administrarse en dosis masivas. Es ya demasiado ardua la aproximación del lector a esta poesía como para agravar la dificultad al pedirle a aquel el esfuerzo faraónico de desentrañar lo (subjetivamente) esencial de una obra. Es cierto que todo lector de poesía lírica es un antólogo, pero en esta labor debieran precederlo la severidad del propio poeta y la temperancia de los editores.”

Valencia Goelkel se pone aquí la máscara del lector raso (que no lo era, pues su erudita labor crítica fue de profesional) y defiende el terror y la pereza de los lectores dominicales de hoy, que apenas sí tienen tiempo para leer revistas o libritos entecos de setenta páginas, y que al ver tres mamotretos como estos sentirán un helado escalofrío de repelencia. Los culpables de esta desmesura serán un editor intemperante (la Universidad Nacional) y un remero filológico superintelectual (Hjalmar de Greiff). En realidad, como lo advierte en el prólogo, el único propósito, humilde y sereno, de Hjalmar, ha sido “preservar una obra de la manera más fiel, con destino a generaciones futuras.” En cuanto al editor, la Universidad, lo que pretende es rendirle un homenaje a quien fuera uno de sus profesores.  Y en lo que se refiere al poeta como incontinente, o poco severo con su propia obra, habrá que decir que los mayores escritores de todos los tiempos, en castellano o en cualquier otra lengua, tienen una obra muy extensa, pues lo típico de un gran creador es que no sólo produce mucha calidad, sino también muchísima cantidad. No es necesario dar ejemplos, los grandes escritores tienen obras inmensas en los dos sentidos de la palabra inmensa.

Además hay que considerar que León de Greiff está curado en salud, o, mejor dicho, vacunado contra ese tipo de crítica personal (y contra todo elogio) por su propia ironía y por su propio desdén de solitario. Oigámoslo en esa “estampa” que tan bien lo define, y que debiera estar en toda antología de sus mejores poemas:

Leo Legris es el nombre que porta

para esquivar el irónico gesto

mi extravagancia, que rïendo soporta

la burla, la estultez y el elogio indigesto.

Mi aburrimiento es largo, pero la vida es corta.

Mi vanidad… ¡Mi vanidad no vale el resto…!

Y el resto es casi siempre lo que a ninguno importa…

Vanidad -para mí- es la toga de asbesto

pues nunca deja que me quemen las rabias

ni que de necios me atosigue la acerbia

ni que el aplauso me torne menos mío.

“Leo Legris que habita la ilusorias babias…”

-Concedido…- “Y la torre feudal de su soberbia!”

-Aceptado…- Y en prueba, mirad cómo sonrío…!

Se ha acusado a De Greiff de ser altivo, altanero, presuntuoso. Él mismo lo reconoce con una sonrisa distante. Como siempre, se pretende que los modestos sean aquellos que casi no hablan, que casi no escriben, que callan mucho -como los jesuitas- y ofrecen tan solo de vez en cuando unos pocos versos sotto voce, en susurros casi inaudibles. Yo nunca he podido saber bien quiénes son los modestos y quiénes los vanidosos, si aquellos que se escudan siempre en el silencio para no tener que reconocer jamás sus humanas imperfecciones (claro: el que nunca publica jamás se equivoca), o aquellos que en cambio van escribiendo como quien va viviendo, cada día, mostrándolo todo, sus logros y sus fracasos, sus eufonías y sus cacofonías, sus asonancias y sus disonancias. De Greiff, como Quevedo, como Lope, como Victor Hugo, como Whitman, como Octavio Paz, es un poeta copioso, de muchos versos, de una obra inmensa en todos los sentidos, con luces y sombras, cumbres y agujeros, pero con destellos de genialidad verbal incluso en sus momentos menos afortunados. No ocultó sus luchas ni escondió sus defectos. Y por esto, y por otros motivos que diré más adelante, han hecho muy bien los editores y Hjalmar de Greiff en publicar esta Obra poética, que incluye además las versiones, las dudas, las correcciones, los arrepentimientos, los poemas truncos e inconclusos, los versos de circunstancias, las ocurrencias lúcidas o tontas, los difíciles avances y dificultades de toda vida y de todo proceso creativo.

Dice Valencia Goelkel que “las sumas poéticas son implacables” pues “el fácil poeta vario y multívoco queda reducido a su definitiva insignificancia” ya que “no se pueden practicar exitosamente el mimetismo y el disimulo a lo largo de toda una vida.” Eso es lo que no entienden ciertos críticos: que De Greiff nunca quiso practicar el mimetismo ni el disimulo. Lo dijo en este verso del “Relato de los oficios y mesteres de Beremundo el Lelo” : “No salí de mí mismo sino a entrar en mí propio.” Lo que pasa es que a veces, de verdad nuestro gran poeta “Cantaba, cantaba, / y nadie oía los sones que cantaba. / Ni la selva, ni la noche le oía, / ni tú, ni nadie, ni nada!”

No voy a negar que De Greiff, como es elocuente, y sin duda a veces excesivo, es un poeta que nos queda grande, por sobrado, es decir, porque tiene poemas de sobra, sobrantes (¿cuál gran poeta no?), pero incluso más poemas buenos de los que se pueden digerir en una vida. Es obvio que una suma poética no es para iniciarse en León de Greiff, sino para los ya iniciados en él. Los que apenas se inician quedarían empalagados con su insaciable verbo. Así como no conviene inciarse en Bach con todas sus cantatas religiosas, y más convendría empezar con las Variaciones Goldberg o con algún concierto para violín, así mismo los primeros pasos greiffianos habría que darlos con una antología preparada por otros. Y luego, cada cual, si se anima, hará su propia selección greiffiana, como bien sugiere Valencia Goelkel.

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