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Acuérdate de olvidar

Héctor Abad Gómez con su nieta, Daniela Abad, dos meses antes de su muerte
Héctor Abad Gómez con su nieta, Daniela Abad, dos meses antes de su muerte

Una vez un amigo me contó una historia que yo siempre he querido olvidar. Hubiera querido que nunca me la contara, pero la historia ya está en mi cabeza y no he podido sacarla de ahí. Ahora ustedes la van a oír y tal vez me odien por contarla, porque de ahora en adelante también ustedes tendrán la maldición de recordar sin querer. Les doy una opción, que es lo que hacía mi hijo cuando empezaba la parte de terror en los cuentos infantiles: cierren los ojos, tápense los oídos. La historia tiene la sencillez que casi siempre tiene lo terrible: este amigo iba en carro con su familia para la Costa, en un pick up. Iba con la mujer, con los dos hijos, y con el perro de todos, Toni. El perro era un Springer Spaniel (blanco con manchas cafés) y lo amarraron atrás, en el espacio destapado, en el volco del pick up, pues el perro era necio y era muy incómodo llevarlo diez horas dentro de la cabina cerrada del carro. Eran las cuatro de la madrugada, estaba muy oscuro, y de vez en cuando todos revisaban que el perrito estuviera bien y a gusto atrás, donde le habían hecho un nido con una cobija. A veces ladraba, saludando, a veces aullaba, a veces apoyaba sus patas en el vidrio de atrás. Subiendo por Matasanos los niños se durmieron, y mi amigo, que iba manajando, pensó que el perro se había dormido también. Después de un tiempo sintió algo raro, le pareció extraño que el perro no volviera a asomarse, y les pidió a sus hijos que se asomaran hacia atrás, a ver cómo iba Toni. Ya no estaba; solamente se veía la correa colgando hacia afuera; sin que nadie se diera cuenta, el perrito se había tirado o se había caído de la cabina de atrás y estaba colgando de la cadena. Toni estaba colgado de la correa, estrangulado, dándose golpes contra el pavimento. Pararon. Un pellejo con manchas de sangre, magullado, destrozado. Una piltrafa. Y los niños lo vieron.

Otra vez otro amigo me contó otra historia peor que la anterior. Yo no hubiera querido oírla y tampoco quisiera tenerla que recordar. Tápense los oídos, cierren los ojos los que no quieran conservar horrores revoloteando dentro de las paredes del cráneo. Es la historia de un buen artista antioqueño que sale un día de afán de su casa. Este hombre tiene un niño pequeño, que ya gatea. El padre abre la puerta del garaje, se sube al carro, pone reversa, acelera. Algo blando se interpone entre las llantas, y el carro lo aplasta. Es el niño, su niño, que había salido gateando detrás de él. Sí. Estripado, muerto. Un simple descuido, una prisa, puede convertir nuestra vida para siempre en una pesadilla, en un infierno de remordimiento. En algo que quisiéramos olvidar. El momento fatal puede manchar de dolor la vida entera.

Hector Abad Gomez 1

Hoy estoy aquí hablando y escribiendo, porque hace 25 años -un cuarto de siglo ya- mi madre y yo encontramos a mi papá tirado en el suelo, empapado en un charco de sangre, su propia sangre. Quieto, abaleado, muerto, tibio todavía. Unos doce años antes mi papá me había llevado a la morgue de Medellín a conocer un muerto. Conocí muchos muertos ese día, hasta que caí desmayado por la vista de los huesos, la sangre, los cráneos aserrados, el olor a muerte y a formol. Tal vez mi papá, al llevarme a ver esos muertos, me estaba preparando para que yo fuera capaz de soportar su propia muerte violenta. No sirvió. Uno nunca está preparado para esto.

Cuando mi mamá y yo estamos sentados al lado del cuerpo de mi padre recién asesinado, insistimos tozudamente en algo: no se lo pueden llevar hasta que no vengan todas mis hermanas; estamos dispuestos a abrazarnos a él con tal de que no se lo lleven: pensamos que todas mis hermanas lo tienen que ver también ahí, exánime, destrozado por las balas de los asesinos, tirado entre la acera y el asfalto en la calle Argentina de Medellín. Dos de mis hermanas vienen y lo ven. Una de ellas, Vicky, viene, pero no se acerca, no lo quiere tocar, no quiere oler su sangre. Otras dos no quisieron venir, e hicieron bien. Al menos no tienen en la memoria esa escena que en la mente se repite una y otra vez. Que no se borra ni siquiera cuando uno pasa de ser joven a ser viejo.

Una de mis hermanas, Clara, la que lo ve, la que lo toca y la que está en el suelo al lado de mi padre, al cabo de unas semanas, pierde la razón. Esta es una de las pocas cosas que yo no quise contar en El olvido que seremos, un libro donde ya lo conté todo y un libro que me hace pensar que en días como hoy yo ya no tengo nada más que decir. Pero ahí yo no quise contar la locura de Clara. Era una intimidad demasiado dolorosa, que seguía casi viva, así mi hermana ya se hubiera recuperado cuando yo escribí el libro. Hace dos semanas mi hermana quiso contarlo en una carta que le escribió a mi papá y que se publicó en el periódico Alma Mater. Ahora lo puedo repetir porque ella lo quiso contar. Hay cosas que se viven, experiencias límites que se tienen, que nos pueden sacar de la realidad, que nos enloquecen como última vía, extrema, de defensa. Yo creo que si dos psiquiatras se han hecho cargo, en buena medida, de que el legado de mi papá no se pierda a través de la Corporación y de la Cátedra que lleva su nombre, los doctores Hernán Mira y Elkin Vásquez, es porque estos médicos psiquiatras, alumnos de mi papá, nos entendieron profundamente gracias a su profesión.

Fuera de la locura, de la salida de la realidad, otro mecanismo de defensa es el olvido. A mí me parece que muchos de nosotros en la casa hubiéramos querido olvidar. Una vez leí en una revista que hay estudios serios sobre la posibilidad de borrar de nuestra mente recuerdos traumáticos mediante procedimientos químicos o quirúrgicos en el cerebro. Yo, por lo menos yo, quise olvidar. Yo quisiera olvidar. Durante muchos años no hice otra cosa que tratar de olvidar ese día, ese 25 de agosto de 1987, al atardecer. Al menos durante 15 años no hablé nunca de ese día, nunca. Supongo que también la esposa y los niños de Pedro Luis Valencia, su hija música, Natalia, habrán querido olvidar ese día de agosto del mismo año, una semana antes de mi papá, hace un cuarto de siglo, en que el despreciable matón Carlos Castaño entró violentamente a su casa y frente a ellos disparó una y otra vez contra su padre. Supongo que Cecilia Alzate, la esposa de Leonardo Betancur, el discípulo amado de mi papá, habrá querido olvidar a su esposo desangrado con un tiro en el corazón, un tiro disparado por los mismos sicarios que mataron a mi padre. Supongo que también las hermanas del teólogo y antropólogo Luis Fernando Vélez habrán querido olvidar que el cuerpo de su hermano fue encontrado al borde de una carretera, cerca de Medellín, asesinado. Yo recuerdo a Luis Fernando Vélez en el acto heroico de tomar el puesto de mi padre, en octubre o noviembre de 1987, durante un acto en la Alpujarra. En diciembre ya lo habían matado.

Una de las funciones del recuerdo, se nos dice, es evitar que la historia se repita. Si conocemos el pasado, se nos dice, podemos escarmentar y hacer que el futuro sea distinto. Pero no; en este caso no sirvió de nada recordar, protestar, conmemorar. Luis Fernando Vélez sabía perfectamente lo que le había pasado a mi padre, y a pesar de eso, tomó la estafeta. Y lo mataron. Después de él, sabiendo muy bien lo que les había ocurrido a Héctor Abad Gómez y a Luis Fernando Vélez, Jesús María Valle se hizo cargo del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos. Conocer la historia no le sirvió para que no se repitiera. Diez años después, en 1998, tres sicarios pagados por Carlos Castaño, dos hombres y una mujer, entraron a su oficina de abogado, lo obligaron a tirarse al piso y acabaron con su vida.

Perdónenme que les haya hablado de tanto dolor, de tantas historias que tal vez, por nuestra propia salud mental, debiéramos olvidar. No creo que a nadie le convenga repasar tanta sangre. En realidad yo no quisiera ni ver ni imaginar ni recordar toda esa sangre. Cuánta razón tenía García Lorca:

¡Que no quiero verla!
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas. (…)
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
Cada vez con menos fuerza. (…)
No.
¡Que no quiero verla!
No.
¡¡Yo no quiero verla!!

De algún modo, conmemorar cada 25 de agosto la muerte de mi padre y de todos los otros profesores asesinados por la violencia política en Colombia, nos obliga una y otra vez a ver esa sangre. Como en el ritual católico alzamos un cáliz lleno de sangre: tomad y bebed todos de él. Y masticamos nuestro rencor, nuestra indignación, nuestra rabia. Incluso algunos usan nuestro dolor privado para sus fines políticos públicos. Es inevitable. Esos asesinatos fueron terribles y fueron injustos. Además en ellos, como últimamente confesó don Berna, estuvieron involucrados no solo paramilitares, sino también sus cómplices del Estado. Sí. Y ya los hemos denunciado una y otra vez. Pero nosotros no podemos quedarnos patinando en el recuerdo insistente y en la memoria precisa. Queremos olvidar; por lo menos a ratos, olvidar: no vivir con el horror siempre presente en la cabeza. El 25 de agosto de 1987 es una fecha, la última, en la vida de mi padre. Quizá sea, incluso, la más importante, pero no es la única fecha.

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Yo tengo memorias y fechas mucho más felices que esa memoria de su sangre en la acera. Recuerdo muy bien el 21 de julio de 1969. Yo tenía diez años y mi papá me sentó sobre sus rodillas, frente a una televisión en blanco y negro. Me dijo que tenía que fijarme muy bien: el Apolo 11 iba a alunizar y Neil Armstrong sería el primer ser humano en pisar la luna. “Mira, es un momento histórico, es como presenciar en vivo y en directo el momento en que Colón pone el pie en América, o el momento en que un grupo de cazadores cruza el estrecho de Boering, y penetra por primera vez en América”. Sentado sobre sus rodillas vi la llegada del hombre a la Luna. Mi papá vivía fascinado con los astronautas y además del Apolo 11 admiraba a Yuri Gagarin y a Valentina Tereskova, otros pioneros del espacio.

Lo recuerdo celebrando, en 1980, la erradicación definitiva de la viruela de toda la faz de la tierra. Él había participado, en los años 50, en la primera gran erradicación exitosa de la viruela, en todo el continente americano. Había vacunado, había hecho campañas de vacunación. Me vacunó a mi mismo, y llevo esa cicatriz de la viruela como un triunfo, ahora que los niños ya no tienen que ser vacunados contra la viruela, porque ya no existe. Pero cuando existió la viruela fue una de las enfermedades más devastadoras de la tierra. La viruela contribuyó grandemente al colapso demográfico de los indígenas americanos, en el siglo 17. Y durante milenios diezmó a todo el viejo mundo, Europa, Asia y África. Mataba a buena parte de los contagiados, y a los que no los mataba los dejaba monstruosos, deformes, con terribles cicatrices en la cara y en todo el cuerpo. Por eso mi papá estaba tan feliz cuando se erradicó la viruela. Son pocas las veces en que podemos estar seguros de que la humanidad ha conseguido algo que podemos llamar progreso sin lugar a dudas. La erradicación de la viruela es uno de esos casos.    Podría hablarles también de la poliomielitis, de la tuberculosis, de los acueductos y los alcantarillados, de todas las obsesiones de higienista que tuvo mi papá durante su vida larga y fructífera. El otro día, hace apenas una semana, mi hermana menor, Sol Beatriz, la única médica de la familia, me llamó a regañarme porque la prensa no había destacado lo suficiente una noticia positiva: la ministra de salud había anunciado que las niñas mayores de 9 años podrían recibir gratis las tres dosis de la vacuna contra el Virus del Papiloma Humano, un virus que a la larga puede producir cáncer de cuello uterino. Hace unos años recuerdo que yo llevé a vacunar a mi hija contra este virus. La vacuna era muy cara y era un lujo en salud que solamente podíamos permitirnos unos pocos, porque aquí la salud sigue siendo mejor para los que pueden pagar por ella. Pero al fin el gobierno comprendió que gastarse unas cuantas decenas de millones de dólares para vacunar a todas las niñas de Colombia, era mucho mejor que esperar a ver miles de señoras con cáncer dentro de unos decenios. Yo sé que mi papá hubiera gozado mucho también con esta noticia.

Esta faceta suya, de médico, es algo mucho más grato de recordar que su sangre derramada el 25 de agosto de 1987. Mi papá fue un activista, fue un luchador, y fue un gran optimista. Creía que el mundo y el país podían mejorar. Creía en el progreso ético y en el progreso material de la humanidad. Él no miraba al pasado con ojos románticos: no creía que los tiempos de las monarquías, de la esclavitud y de las pestes fuera un tiempo mejor que el nuestro. Conocía las estadísticas y las estudiaba con objetividad. Sé que se alegraría al ver disminuir los índices de homicidios en Medellín y en Colombia. La tragedia final de su vida, cuando el terror político de la guerra fría trajo el terror que acabaría con su vida, esa abominación del fanatismo político de la extrema derecha, la tragedia final de su vida no puede teñir de tristeza y desesperanza toda una vida dedicada a confiar y a luchar por la esperanza en un mundo mejor. Mi papá no nos enseñó rencor, sino alegría. No nos enseñó pesadumbre, sino optimismo. No subrayó la fealdad, sino la belleza. Al final de su vida cuando no estaba en las marchas a favor de los derechos humanos y de la justicia, hacía unas pocas cosas que lo definían como hombre y que lo hacían feliz: cultivaba rosas en su jardín, oía música clásica, leía grandes obras literarias, científicas y filosóficas, visitaba a su amigo Carlos Castro Saavedra y se tomaba con él cuatro aguardientes meditados, conversados, y nos llenaba de amor a todos los miembros de la familia. A mi mamá, a mis hermanas, a mí, a los nueve nietos que alcanzó a conocer. Muy pocos gritos de ira se oían en mi casa; en cambio se oían, una y otra vez, grandes carcajadas de alegría, gruesos lagrimones bajando por los párpados cuando leía algo muy bonito o cuando oía una melodía conmovedora. Ese es el recuerdo que yo quiero tener. No el otro, inevitable, de su sangre derramada. Hoy es la última vez que pienso conmemorar el 25 de agosto, porque yo odio esa fecha, porque yo ya estoy harto de hablar de su muerte, de su asesinato, y en el mismo libro que escribí sobre él, lo que quise recordar fue su vida.

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Yo creo que las familias de las víctimas tenemos muy buena memoria. Demasiada memoria. En general es así para todas las cosas de la vida: el ofendido recuerda, las víctimas recordamos.

Los ofensores, en cambio, quisieran que nada se recordara, preferirían que sus acciones malévolas fueran olvidadas. El rencor es una especie de alimento de la memoria: las víctimas suelen ser rencorosas, así no tengan intenciones de venganza. Los animales recuerdan el sitio donde fueron apaleados, donde recibieron un corrientazo; le temen a ese sitio, lo evitan. A los que hemos sufrido un golpe nos pasa lo mismo: si yo paso por la calle Argentina, recuerdo. Recuerdo, aunque no quiera. Recuerdo a pesar de mí, como mi amigo recuerda a su perro Toni destrozado; como el artista recuerda a su hijo aplastado por él mismo.

Yo reconozco la importancia política de tener una memoria larga. Eso hace que los asesinos no se sientan nunca a salvo: su crimen será recordado. Tal vez por nuestra memoria a ellos les tiemble la mano cuando piensen otra vez en apretar el gatillo. Sí, es importante recordar. Pero hay también una necesidad privada de olvidar, o mejor, de recordar otras cosas.

Mi papá fue un profesor, un buen profesor, como muchos de ustedes aquí en la Universidad de Antioquia lo pueden atestiguar. Como tal, luchó contra la ignorancia, contra el fanatismo, contra la estupidez. Porque en general la ignorancia, el fanatismo y la estupidez no producen sino sufrimiento. Y mi papá era un enemigo del sufrimiento. Yo sé que él, si pudiera, nos diría que ya no suframos más por su muerte, que ya no pensemos más en su sangre derramada. Que envejezcamos como él, gozando con la belleza del campo, con la compañía amena de los amigos, con la compañía de la buena música y los mejores libros. Que aboguemos también por la justicia, claro, pero que sobre todo gocemos de la vida, que es tan corta.

Una vez Carlos Gaviria llegó con un libro nuevo de Borges a la reunión del Comité por la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia. Carlos sabía lo sensible que era mi papá a la poesía y le pidió permiso para leer un poema, este poema que se titula “Los justos”:

Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

Ese día, cuenta Carlos, mi papá se emocionó tanto que suspendió la reunión. Cuáles Derechos Humanos, cuáles torturas, cuáles desaparecidos, cuáles muertos y muertos y más muertos, cuáles secuestrados, cuáles voladuras de puentes y de torres, cuáles tenientes atrabiliarios y guerrilleros sanguinarios. Ese día mi papá se negó a que hablaran de sangre y más sangre. Más bien desmenuzaron la belleza del poema de Borges. Primero que todo, la alusión bíblica. Según una tradición judía Dios está siempre colérico y al borde de dar la orden de destruir el mundo al ver lo mal que se portan los seres humanos. Sin embargo, en cada generación, hay 36 personas justas que con su manera de ser y de actuar salvan la creación. Estas personas no se conocen entre sí, pero los 36 hombres justos, sin saberlo, sostienen el mundo. Para Voltaire, que escribió su gran novela, Cándido o contra el optimismo, para enfrentarse a la tesis de Leibniz, según el cual el nuestro era “el mejor de los mundos posibles”. Voltaire, un gran pesimista, uno que siempre denunció los horrores del mundo, la peste del fanatismo, los daños de la religión, los absurdos de un Dios supuestamente misericordioso, Voltaire, sin embargo, termina su Candido diciendo que debemos cultivar nuestro jardín. Que cada hombre debe cultivar su pequeño jardín. Borges, que era un victoriano en los asuntos del amor, alude también al sexo en su poema. Los tercetos finales de un canto, se refieren a un canto de la Divina Comedia de Dante, el episodio de Francesca de Rímini y Paolo Malatesta, que están condenados al Infierno, en el círculo de los lujuriosos, porque un día, al leer un libro erótico, pararon de leer y se besaron. Esos dos amantes que se besan, según el victoriano Borges, también están salvando el mundo. Y el que acaricia un animal dormido. Y el que prefiere que los otros tengan razón. Este país nunca podrá reconciliarse consigo mismo y con su propio pasado si no les damos a nuestros enemigos, al menos, el beneficio de la duda. Tal vez también ellos tenían algo de razón. Siempre. Tal vez ellos creían actuar en defensa propia cuando mataron a los justos. Tal vez ellos mataron porque no sabían lo que estaban haciendo. Yo no soy cristiano, pero entiendo muy bien que cuando alguien no sabe bien qué es lo que hace, hay que perdonarlo.
En otro poema, un poema en el que tal vez está aludiendo al amor, Borges dice lo siguiente: “Yo no hablo de venganzas ni perdones: el olvido es la única venganza y el único perdón.”

Lope de Vega lo dice de otra forma:

Déjame, pensamiento.
No más, no más, memoria,
que mi pasada gloria
conviertes en tormento
y de este sentimiento
ya no quiero memoria, sino olvido;
que son de un bien perdido,
–aunque presumes que mi mal mejoras–
discursos tristes para alegres horas.

“Ya no quiero memoria, sino olvido”. Se dice que sabemos la buena memoria que tenemos cuando quisiéramos olvidar algo, y no podemos. Tenemos que vivir con la carga del recuerdo. Pero es necesario olvidar, por lo menos a ratos, para poder vivir. Los dueños de Toni, se tienen que olvidar de lo que le pasó a su perro. El padre no puede recordar todo el tiempo que aplastó a su hijo, y nosotros no podemos vivir de la memoria de la sangre de mi papá. Ya no queremos verla más. Ya no más. Uno también escribe para poder olvidar. Ya está escrito; el que quiera saber cómo fue, que lo lea. Pero a nosotros déjennos, por lo menos a ratos, olvidar. Tiene razón Borges: el olvido es la única venganza y el único perdón. El olvido también es un consuelo, tal vez el único consuelo que existe.

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