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Hiromi Kawakami: Las cosas sencillas son melancólicas

Hiromi Kawakami

Alguna vez traduje, o mejor, hice una variación (a partir de una traducción italiana) de un antiguo poema japonés de autor incierto:

¡Ah, si mi ardiente corazón pudiera
-como el Sol a la nieve-
derretir el amor
que siento yo por ella…
así, sin dejar huella!

Del poema me gustaban, al mismo tiempo, su sencillez y su sutileza: el poeta no dice que su amada es fría como el hielo, pero se entiende; el poeta no habla del deshielo ni del cambio de las estaciones, pero es a esa primavera de su corazón a lo que aspira: a sacarse de encima el frío de un amor infortunado. Recordé haber hecho ese ejercicio poético mientras leía los libros de Hiromi Kawakami (Tokio, 1958), bellamente traducidos al español por Marina Bornas Montaña, para esa gran editorial catalana que es Acantilado: El cielo es azul, la tierra blanca y Algo que brilla como el mar. Lo recordé por algo muy sencillo, muy japonés y muy presente en estos libros de Kawakami: el minucioso registro del paso de las estaciones, como una manera de medir el tiempo del libro y el crecimiento de los personajes.

En ambas novelas las relaciones amorosas se van anudando y desanudando en la estación del hielo, de las flores, del bochorno y las tormentas, de la melancolía de las hojas que empiezan a marchitarse. Estas alusiones al paso del tiempo son de una sutileza esencial, y dependen del canto de un pájaro, de las cosechas, peces o frutos de estación, o de una tonalidad en el color del cielo. Cada detalle de la narración, si se lo examina con cuidado, es significativo e importante. Toda observación marginal es una clave.

Como nací y vivo en un país tropical (lleno de luz, de bulla y con una naturaleza excesiva siempre en crecimiento) a veces me pregunto si la fascinación que sentimos por lo japonés no proviene, precisamente, de la atracción de los opuestos, o incluso de la incomprensión de lo muy distinto. Porque el estilo de Kawakami, por ejemplo, es el antónimo perfecto del barroquismo (hijo de la exuberancia de los países cálidos, donde la naturaleza es tan exagerada que deja de ser descifrable, de ser significante, para convertirse en ruido) y lo contrario de la verborrea. Con trazos mínimos, pero amplificados, comprendemos la importancia de los detalles, de esas sensaciones que solo se perciben cuando estamos en silencio o a la sombra, no en el deslumbramiento meridiano ni en el alboroto bullicioso. Sin necesidad de énfasis ni de subrayados, una gota de rocío cobra significado, o un insecto, o un viejo objeto sin valor guardado, ya sea una tetera vieja o una cobija demasiado áspera, que adquieren importancia simplemente porque “nos dan pesar las cosas que no se usan”.

Ambas novelas se ocupan de situaciones que podríamos llamar arquetípicas. En El cielo es azul, la tierra blanca, una mujer madura siente la extrañeza de amar o casi amar a un hombre viejo, que además había sido su maestro de japonés en el bachillerato, y lo reencuentra en esa edad peligrosa para cualquier mujer solitaria y soltera: los 38 años. La novela recibió los mayores premios en Japón, ha sido muy comentada, se hizo una película a partir de ella, y se convirtió en una especie de best-seller internacional. Poco podría añadirse a lo tanto que ya se ha dicho sobre el libro: el contraste entre la escasez de recursos narrativos y la carga profunda de significados; la personalísima narración de una mente y una manera de observar que solamente se le podrían ocurrir a una mujer.

El cielo es azul, la tierra blanca
El cielo es azul, la tierra blanca

En Algo que brilla como el mar nos encontramos frente un trío canónico -dos hombres y una mujer- con el importante ingrediente añadido de que este trío se forma durante el paso de la niñez a la juventud, es decir dentro del esquema clásico de la Bildungsroman o novela de formación. El trío principal de la trama (el narrador de la historia, Midori Edo; su amigo del alma, Hanada; y su novia intermitente, Mizue Hirayama) parece duplicarse, además, en la vida privada de Midori Edo, el protagonista, que vive con su madre soltera e irremediablemente infantil, Aiko, y su figura familiar más importante, Masako, al mismo tiempo madre y abuela, la dueña de la vieja casa destartalada donde vive la trinidad original. Y en el fondo lejano, un padre biológico, joven de profesión, pobre e irresponsable, pero supuestamente experto en seducción femenina: Otori.

Los niños que crecen son siempre un enigma; de esa amorfa materia infantil uno nunca sabe lo que resultará. ¿El tímido lo será para siempre, el gracioso perderá su gracia? Hay indicios que importan. El narrador del libro, Midori Edo, observa lo siguiente, en un momento en que él y su amigo Hanada están solos frente a un peligro, solos frente al miedo en una isla desierta: “Hay dos tipos de niños: los que se quedan observando atentamente cómo la jeringa se clava en su piel cuando les inyectan una vacuna y los que cierran los ojos para no verlo. Hanada es de los primeros, y yo de los últimos. Mizue Hirayama también pertenece a la clase de niños que no se pierden detalle, y Otori es de los que prefieren cerrar los ojos.” A punto seguido, su amigo Hanada lo obliga a abrir los ojos sacudiéndolo por los hombros: la situación de miedo sobrenatural (hay extraños ruidos amenazantes en un templo abandonado, al caer la noche) tiene una explicación racional. “Lo que ves en el mar no son sirenas, lo que ves en el mar, sólo son olas”.

Algo que brilla como el mar
Algo que brilla como el mar

Pero Hanada, el valiente, tiene otro tipo de dudas y crisis existenciales. No todo está resuelto cuando uno no está del lado de los cobardes. Y un día la crisis de Hanada se manifiesta con fuerza: decide vestirse de mujer, y no en privado; empieza a ir al colegio ataviado con una falda. Parecería un acto de debilidad, una muestra de falta de virilidad, pero en su caso es más bien un experimento y la manifestación de la más alta rebeldía: con tal de no integrarse a la corriente del mundo, el más valiente y varonil, el que se trepa tan alto a los árboles que alcanza a ver el mar, o al menos algo que brilla como el mar, se arriesga a lo más ridículo, a lo más denigrante: la pérdida de su identidad sexual. Es un acto de gran valor (su intención es no fundirse progresivamente con la sociedad, no integrarse por completo al casi uniforme con que se visten siempre los adolescentes) que, sin embargo, revela una ambivalencia de fondo. El pequeño héroe parece ser capaz de una sensualidad total, es decir, de ser hombre y mujer para los demás, que lo aman todos en algún momento, más allá de su sexo. Porque Hanada tiene el raro poder de ser encantador.

No quisiera decir mucho más sobre el libro. Los personajes buscan, crecen, acometen aventuras arriesgadas que les dejan marcas y son como ritos de paso. Se hieren entre ellos, y así aprenden, más o menos, a enfrentar la verdad y a vivir. Midori Edo, ensoñado y silencioso, siempre preocupado por todo lo que ocurre, poco a poco, aprende a mentir, primero, y luego a decir solamente la verdad. Pero también acumula sufrimiento.

Hay un personaje más, sin embargo, al que me gustaría aludir, pues es como un eco del coprotagonista de la otra novela, El cielo es azul, la tierra blanca, el profesor de japonés. Su figura también es importante en Algo que brilla como el mar: el profesor Kitagawa. En los momentos clave de los personajes, el maestro acude a tratar de explicar el comportamiento o las situaciones difíciles de sus alumnos con alguna poesía, generalmente un haiku japonés, pero en ocasiones también algún poema occidental. En un libro donde se dice una y otra vez que las conversaciones “no parecen tener mucho sentido”, estos poemas también, a primera vista, no parecen tener mucho sentido. Nos obligan a una doble concentración y a asumir una actitud como de desciframiento de un acertijo: como si las palabras y las historias escondieran alguna enseñanza secreta que no está al alcance sino de las mentes más sensibles y sutiles. No sé si esto sea cierto o no, pero esta es la sensación que queda, e incluso la molestia, mientras se lee la novela. Quizá los demás son siempre más sensibles y más listos que uno: ven más allá, comprenden mejor. O de otra manera que no está al alcance de nuestra inteligencia. Los personajes de Kawakami tienen una especie de gracia, de magia interior, que nos hacen sentir como cuando llegamos a una fiesta en la que ya todos están bajo los efectos de la marihuana y enfrascados en una conversación muy oscura, pero que para ellos es clara, vibrante, visible, comprensible sin ninguna duda, pero absolutamente misteriosa y confusa para el observador externo, para el observador no iniciado en las visiones y la risa.

Cuando Hanada es capaz al fin de presentarse en la escuela vestido de mujer, el primer día, Kitagawa, el profesor de japonés, le dedica a su alumno el siguiente haiku:

Una nube en el cielo.
Cielo de invierno, nube de invierno.
De súbito, media nube.

El maestro explica que su autor es Koi Nogata y habla brevemente de la vida del poeta. Luego intenta explicar el haiku. Cuando habla de poemas que le gustan, observa Mizue, el maestro se entusiasma, tartamudea, y pierde el don de la claridad. Cuando trata de explicar el poema dedicado a Hanada, dice lo siguiente:
“Antiguamente, ichigohango, ‘una cosa y su mitad’, era un término perteneciente al budismo zen, pero yo creo que, en este poema, el término adopta el significado de ‘pocas cosas’. Hay una nube de invierno, muy pequeña, flotando en el cielo. Puede que sea la mitad de una nube que se ha partido en dos o que ha encogido. Es una escena melancólica, pero muy sencilla a la vez. Las cosas sencillas son melancólicas.”

A pesar de la explicación de Kitagawa, para este lector, el poema dedicado a Hanada, y la dedicatoria misma, siguen siendo oscuros. Como una conversación entre iniciados -o trabados- que no acabamos de entender del todo. Los libros de Hiromi Kawakami tienen esa virtud (que para otros será defecto) de no dejarnos conclusiones nítidas y claras sobre lo que quiso decir, de darnos siempre la sensación de que mucho de lo que se cuenta y se conversa no tiene mucho sentido. Ignoro si esta sensación se deba a la distancia cultural que hay entre los japoneses y nosotros, lectores tropicales de la extrema periferia de Occidente. Lo que sí sé es que estas cosas sencillas son melancólicas. Bellamente melancólicas, como el sol que derrite la nieve, sin dejar huella de ella.

(Publicado originalmente en la revista Coroto)

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