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La hija de Bertrand Russell

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Viaje a Cornualles. Dos días en la casa de Bertrand y Dora Russell en Porthcurno.

La región es Cornualles, en el extremo suroeste de Inglaterra. El lugar conocido más cercano se llama el Final de la Tierra, o Land’s End, la punta más occidental de la isla, donde las piedras y acantilados de la tierra firme oponen una resistencia heroica a las olas incesantes del Atlántico. Aquí el paisaje termina, con una última explosión de sí mismo, es decir, con una de las vistas más bellas del mundo. Para llegar allí hay que coger un tren en Londres, en la estación de Paddington, y viajar siete horas hacia el sur, hasta Penzance. En esta pequeña ciudad, al final de una calle empinada, de nombre Causeway Head, hay una tienda Oxfam de libros viejos y ropa de segunda mano. Y allí, a cualquier hora del día los martes y los viernes, atiende siempre una mujer de 87 años -lúcida como una navaja y ágil como un gato-, Lady Katharine Tait, más conocida en su juventud como Kate Russell, la única hija mujer y la única hija todavía viva del escritor, matemático y filósofo Bertrand Russell: mi ídolo, mi dios.

Vine a Cornualles porque me dijeron que allá vivía ella, en la misma casa que habían comprado sus padres, Dora y Bertrand Russell, en la primavera de 1922. No sé si Alá es grande o si lo grande es el azar. El caso es que mi traductora al inglés, Anne McLean, tiene un complicado parentesco con Lady Katharine, que no es del caso explicar aquí. Gracias a ella, entonces, más que a Alá o al azar, fui invitado por la hija de Russell a pasar un par de días en la misma casa donde sus padres, Bertie y Dora, vivieron quizá los años más felices y fecundos de su vida. Y yo dormí allí con una placidez asombrada, un par de noches. La placidez venía de la belleza, el sosiego y el silencio del sitio; el asombro, de mi extraña suerte: ¿a qué milagro se debía que yo pudiera dormir en un cuarto donde alguna vez durmió también Ludwig Wittgenstein, el gran lógico y colega de Russell en la Universidad de Cambridge? ¿Qué misteriosa fortuna me traía a conocer la única hija viva del intelectual que más influyó en mi formación moral e intelectual, Bertrand Russell? A veces el asombro no me dejaba dormir.

Desde la ventana de la casa
Desde la ventana de la casa


Pero vuelvo al principio. Cuando Lady Katharine (su título nobiliario se debe a que su padre era Earl) termina su jornada en la tienda Oxfam (comercio equitativo, lucha contra el hambre, la pobreza y la injusticia), tomamos todos un bus y llegamos a Porthcurno, un pueblecito diminuto que unos pocos viajeros conocen en las islas británicas, y sólo por tres hechos memorables: de allí partió el primer cable telegráfico submarino que se lanzó entre Inglaterra y sus colonias en 1870 (primero India, luego Australia y el lejano Oriente, finalmente América), hoy conocido como “el Internet victoriano”; por un fantástico teatro al aire libre, el Minack Theatre, labrado en los acantilados que miran al Océano; y por una casita sencilla a la entrada del lugar: Carn Voel, que fue la residencia de verano del segundo matrimonio de Bertrand Russell, frecuentada por ellos durante diez años, hasta 1932, y luego ocupada solamente por la madre, Dora, que moriría allí en 1986.

El Minack Theatre frente al mar
El Minack Theatre frente al mar

En el libro que Kate Russell le dedicó a la casa donde ahora vive, ella la describe así: “la casa es como el dibujo que hacen los niños de una casa, con su puerta en la mitad, una ventana a cada lado, tres ventanas más en la parte de arriba y luego un par de buhardillas en el techo, como dos cejas mal puestas.” La descripción es perfecta. Faltaría decir, tal vez, que la casa está rodeada de un magnífico escenario natural: potreros verdísimos con vacas y caballos, un gran campo sembrado de coliflores, suaves colinas con más casitas blancas dibujadas, y de repente una serie de acantilados que caen a plomo sobre el océano, con radas y bahías donde el agua es tan cristalina como en las islas coralinas del Caribe (cuando el mar está en calma), o turbia y furiosa de olas y corrientes submarinas que se estrellan contra las rocas, si hay mar embravecido, que es lo habitual.


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Tal vez hay pocos sitios en la tierra de una belleza tan suave y al mismo tiempo tan agreste e intensa. Un perfecto escenario para esa vieja leyenda tan amada por los románticos, la de Tristán e Isolda: El rey Karl de Cornualles manda a su sobrino, Tristán, a que le traiga de Irlanda a su nueva esposa, Isolda. Los dos jóvenes, en el barco de regreso, beben por error un filtro mágico y quedan irremediablemente enamorados. Sin poder resistir al filtro de amor, la joven esposa se vuelve adúltera y el joven sobrino es incapaz de no traicionar al tío. Un enredo familiar que en parte puede servir de prólogo a las dificultades conyugales que acabarían con el dichoso matrimonio entre Bertrand y Dora Russell. Pero de esto hablaré más adelante.

Por ahora diré que Bertrand Russell, mi ídolo, mi dios, se casó cuatro veces en su vida, y tuvo también numerosas amantes. Con todas sus mujeres, mientras las tuvo, pudo siempre dedicarse con ánimo sereno a lo que siempre hizo: mejorar el mundo, criticar su estupidez irremediable y liberar a los hombres de prejuicios inútiles, mediante una escritura clara, tersa, incisiva, devastadoramente inteligente. Es posible que en su cabeza de escéptico perviviera el mito de los amores sucesivos como combustible indispensable para la creatividad y la inspiración. Una nueva mujer era la gasolina que le daba un impulso renovado a sus ideas. Si esto fue así en él, podemos decir que Dora inspiró algunas de sus obras más importantes, tanto en matemáticas y filosofía (Filosofía matemática, El ABC de los átomos y de la relatividad, El análisis de la mente, En qué creo, Por qué no soy cristiano), como en pedagogía (Sobre la educación, Educación y orden social), y también en la vida cotidiana y la moral (Matrimonio y moral, La conquista de la felicidad, Ensayos escépticos). Todos estos libros los escribió, en tres lustros de maravillosa fecundidad intelectual, mientras estuvo con ella.

Dora Black, su amante durante varios años y luego su mujer, era también sin duda una personalidad fascinante. Socialista, feminista, pedagoga, escritora de varios libros y numerosos panfletos sobre la liberación sexual y de la mujer, ejerció durante más de 15 años una honda y positiva influencia sobre el filósofo. Ambos se empeñaron en distintas cruzadas libertarias a favor de una educación liberal y no autoritaria (fundaron una famosa escuela alternativa, Beacon Hill, que estuvo abierta más de quince años), por un pacifismo radical (del que sólo el ascenso de Hitler los haría renegar), y por una revisión profunda de todos los principios morales que habían regido la sociedad victoriana (en la que Russell nació), y también la eduardiana (en la que Dora creció).

Para poner un ejemplo, en los días en que estaban juntos, Dora fundó en Londres la “Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre una Base Científica”. Esta liga organizó en 1929 un congreso en el que hablaron, entre otros, H.G. Wells, Bernard Shaw, Hugh Walpole y por supuesto B. Russell. Para dar una idea del ánimo libertario y el sueño racional que los animaba, el discurso de bienvenida, para delegados de decenas de países, se dio en esperanto. Y las ponencias versaban sobre el derecho al aborto, a la homosexualidad, la libertad sexual en el matrimonio, la educación sexual de los niños, etc. Tanto Dora como Bertrand, en ese decenio magnífico de los años 20, creían todavía, con cierta confianza exagerada, en que los conflictos y las relaciones humanas podían ser regulados por el pensamiento racional, la tolerancia mutua y el método científico.

Para entender los intríngulis sentimentales de aquellos años, más que repasar la Autobiografía de Russell, que al respecto es algo rápida y reticente, conviene mucho leer el libro autobiográfico de Dora (El árbol de tamarisco) y el volumen testimonial de Kate (My Father Bertrand Russell). Leyéndolos uno puede darse cuenta de que el intento de llevar la vida más sensata, la más gobernada exclusivamente por una razón iluminada, se puede chocar de repente con las demandas primitivas del más irracional y apasionado instinto animal (por supuesto presente en el animal humano, incluso en un animal humano tan racional y compasivo como Bertrand Russell).


El pueblo y la casa
El pueblo y la casa

Paralelamente a su intensa vida intelectual, Dora y Bertrand quisieron instaurar, en la práctica, un nuevo tipo de matrimonio donde en vez de fidelidad habría lealtad, donde los celos no tendrían razón de ser, y en el que se podría hablar abiertamente de las aventuras sexuales que cada uno de ellos tuviera. La apuesta no era fácil, pero lo intentaron, y Dora lo llevó hasta sus últimas consecuencias. Dora, mucho menor (y sexualmente más animosa que su marido), llevó sus convicciones teóricas a la práctica y se consiguió un amante joven, un atractivo periodista norteamericano, corresponsal de guerra, aventurero, también de mente abierta: Griffin Barry. No estaba tan enamorada de él como de Bertie, pero hacían viajes juntos y pasaban momentos agradables.

Mientras Russell estaba en una gira de conferencias en Estados Unidos (donde le cancelaban los contratos, precisamente, por sus opiniones “inmorales” sobre el sexo y el matrimonio), Dora quedó embarazada de Barry. Al darse cuenta de su estado, le escribió a su marido, contándole sin mucho entusiasmo la novedad; como era defensora del aborto, le preguntó a él si prefería que interrumpiera el embarazo. El filósofo le contestó, con un telegrama, que no hiciera nada, que podrían criar al nuevo retoño como si fuera de los tres. Reconocía, además, que como él por su cuenta no había podido hacer “su parte”, estaba bien que otro lo hiciera, en vista de que ella quería tener más hijos. El periodista, Griffin Barry, en cuanto supo que sería padre, se escapó a París, como un seductor cualquiera, y sólo regresó meses después, para tener una entrevista con el mismo Russell.

Así nació Harriet, la tercera hija de Dora (antes habían nacido John, el primogénito, y Kate, la protagonista de este viaje). Russell hizo de tripas corazón e inicialmente, incluso, reconoció a la niña como propia, dándole su célebre apellido de lores y de condes. Pero al mismo tiempo se acercó mucho, física y sentimentalmente, a la niñera, Patricia (Peter) Spence. Mientras seguían sus viajes y su incansable actividad intelectual, el matrimonio de dos tenía ahora a su lado dos fantasmas. Quizá lo que Bertrand no pudo soportar fue la repetición de la preñez, por interpuesta persona, de su mujer. Porque en efecto Dora, que en realidad quería otro hijo del mismo Bertrand, al tiempo que este ya no ejercía con ella los deberes conyugales, volvió a quedar en embarazo de su amigo el periodista norteamericano. Y nació Roderick. Bertrand, entonces, se sentía más a gusto con su nuevo amor, Peter, y se alejó de su antigua compañera, Dora, quizá ya incapaz de seguir manteniendo en la práctica sus ideales teóricos de libertad sexual dentro del matrimonio. Esta estaba bien hasta cierto punto, pero no era posible pasar incluso por encima del problema de la paternidad.

Durante un tiempo sus ideales libertarios los llevaron a persistir en el intento y pareció posible seguir viviendo así: un equilibrio incierto en la infidelidad recíproca, los cuatro adultos con los cuatro niños, en un ménage à quatre (la expresión es de Dora) de cuernos consentidos. Incluso pasaron algunas vacaciones juntos en Hendaye, al lado francés del País Vasco. La rabia, el desamor, el desagrado, los implacables celos recíprocos, que dicta el corazón y la razón no entiende, desgarraron la unión. La separación y el divorcio no fueron amigables, sino la habitual y terrible pelea de abogados, las mutuas recriminaciones, el resentimiento. Al final Bertrand se casó con la niñera de apodo masculino, Peter, y la segunda guerra mundial los cogió en Estados Unidos, donde prefirieron permanecer. Con ella tuvo su último hijo, hoy ya desaparecido, Conrad. Su nombre lo escogió en honor de su amigo, Joseph, el marino escritor. Dora se quedó sola con los cuatro niños, aunque, como la custodia era compartida, los dos mayores, John y Kate, pasaban la mitad de las vacaciones con su padre. Unas vacaciones medidas con tanta precisión matemática que si los días feriados eran impares, a cada progenitor le tocaba medio día de la última jornada. También los niños y los jóvenes pasaron largas temporadas con el padre, al otro lado del Atlántico, y como la Segunda Guerra Mundial los sorprendió allí, estancia en Estados Unidos se prolongó mucho más de lo esperado. Los años de abogados y disputas sepultaron el sueño de Beacon Hill, aquel experimento de un colegio distinto, con una pedagogía novedosa, sin miedo, en libertad. También el colegio tuvo que cerrar, cuando la ausencia de Russell, y su desafecto, lo alejaron también de allí. La tozuda, la miserable realidad (que muchas veces asume el rostro de los problemas económicos) se impuso por encima del deseo y de las buenas intenciones.

Los niños de Dora crecieron y el primogénito, John, tuvo graves problemas de salud mental. Había en la familia Russell, genes intermitentes de locura, que Bertrand siempre temió, como temían el filtro de amor Tristán e Isolda. Tampoco la esposa de John era muy cuerda, y las hijas que tuvieron fueron siempre una difícil carga, y una especie de pesadilla para el filósofo. Ciclotimias, suicidios, manicomios, hospicios, hospitales y casas de reposo… El caso más triste es el de su nieta, Lucy Katherine Russel, que se prendió fuego viva, a lo bonzo, en el atrio de una iglesia cerca de Penzance, para pedir la paz en el mundo, como su abuelo, pero con un gesto mucho más radical. Con su tía visitamos la tumba donde hoy se encuentra. Anne McLean, con su dulzura habitual, despejó el epitafio enceguecido por la maleza, y un poco conmovidos pudimos leer las palabras que la abuela Dora le dedicó en la lápida: “Courageus in death, in life, she sought understanding, and for mankind, peace. Only the actions of the just smell sweet, and blossom in their dust.”*

Anne limpia la tumba de la nieta de Russell.
Anne limpia la tumba de la nieta de Russell.

Por este y otros fracasos de familia, los enemigos de Russell se alegraron. El castigo divino, dijeron los fanáticos del cristianismo. El castigo genético, dijeron los discípulos de Mendel o de Darwin. Lo normal, lo que a cualquier familia le podría pasar, decimos sus amigos. Tampoco el matrimonio con Peter duró demasiado, y Russell se divorció y casó una vez más. Como les ocurre a los hombres que se casan muchas veces es como si Russell hubiera seguido el consejo para el mal amor de Yehuda Amichai: “con las sobras del amor / de una mujer anterior / fabrícate otra mujer para ti / y luego con lo que sobre de esta mujer / hazte de nuevo otro amor, / y sigue así / hasta que nada quede.” Al final de sus días Dora cuidaba del hijo desequilibrado y visionario, John, que hacía largos discursos en la Cámara de los Lores y enviaba pastorales, interminables en su incoherencia, al Times de Londres, mientras fumaba cigarrillos, uno tras otro sin parar.

La casa de Cornualles, Carn Voel, mientras tanto, se venía al suelo, hecha pedazos. Dora no era rica. Goteras en el techo, humedades, insectos, mal olor. La última asistente de Dora, siempre borracha, escondía en el viejo jardín -puras malezas ya- las botellas de gin. Y mientras su hijo moría enfermo y solo y loco, mientras Dora moría, indignada, mandona e iracunda, cubriendo de alegría exterior su exasperación interior, Bertrand Russell, mi ídolo, mi dios, luchaba por salvar la humanidad. Era un destino melancólico, al final, el contraste entre las dificultades de la vida privada de la mujer y su hijo mayor, y la vida pública del marido, siempre más célebre, premio Nobel de Literatura, y enfrascado en maravillosos proyectos políticos a favor de causas justas internacionales. Esta pionera mundial del feminismo moría como una mujer cualquiera, divorciada y sola, bastante olvidada, al tiempo que su marido crecía en el respeto y la admiración universales.

En esos mismos años, su única hija mujer, Katherine, criada por su padre en el ateísmo, bibliotecaria en Harvard, donde había estudiado, se convirtió al cristianismo. Y, más aún, se enamoró y contrajo matrimonio con un pastor norteamericano de la iglesia episcopal. Bertrand Russell no tomó la conversión de su hija como otra tragedia familiar y tampoco como un fracaso personal. Lady Kate me muestra las respuestas amables de su padre cuando ella le anunció su conversión. “Creo que el cristianismo es un mal, pero lo acepto si el mismo te hace a ti feliz.” El marido de Katherine estudió teología y luego la pareja se fue a Uganda, a trabajar como misioneros. Pese a su ateísmo, Russell les ayudaba económicamente, y tenía por su hija un afecto inquebrantable. Ahora Kate ha dejado su militancia misionera, y vive su fe en la intimidad, y sin ningún ánimo proselitista. Cuando le pregunto por esto, simplemente me dice que se inclina a pensar que el universo, más que fruto del azar, es algo que fue creado. Pero de ahí no pasa.

Ahora Lady Katherine ha vuelto a vivir en este paraíso de su infancia, en Cornualles. Vive sola en la vieja casa restaurada, donde el jardín ha vuelto a ser jardín. El piso de abajo lo ocupa uno de sus hijos, que por estos días no está. El vigor, la alegría, la agilidad mental del viejo filósofo, han vuelto a tomar las riendas de la casa. Es una mujer solitaria, pero serena y sabia, que guarda de su padre un recuerdo amoroso, sin rencor alguno. Ella, dicen los biógrafos de Russell, es la demostración viva de que esa educación en libertad con que soñaron sus padres, a veces puede dar frutos excelsos. Si la materia prima es buena, la libertad florece en ella, de un modo ejemplar. A Kate, en esta hermosa casa aislada, en el final de la Tierra, o Land’s End, la acompaña una joven gata ciclotímica, que en vez de maullar hace un ruido extraño, como de pato que grazna. La gata estornuda y hace ruidos extraños, como un enfermo de asma o enfisema. Ella, sin ganas de darle un nombre, le dice Cat, no más. Esta mujer casi nonagenaria, ágil como su gato, con los genes longevos de su padre (que viviría hasta los 98 años), nos lleva a Anne y a mí, de la lengua, a caminar por los acantilados y por las playas de Cornualles, de una belleza absurda, indescriptible.

Lady Kate con su gata asmática
Lady Kate con su gata asmática

Y en este final de la tierra o Land’s End, en este paraíso terrenal donde el agua salada y cristalina del Atlántico se estrella incesante contra las piedras altas como castillos que resisten su sitio milenario, en este hogar de focas, de caballos y de vacas, en este verde intenso contra el azul del mar y el cielo gris yo siento, de repente, que me asfixio de razón, y también de libertad. Mis viejos ideales, la herencia intelectual de Bertrand Russell, entran en conflicto con la realidad. Pienso que hay una intuición de la vida, una inteligencia emocional que instintivamente percibe lo que a los otros seres humanos puede herirlos hondamente. Y que nada puede planearse tan solo con la razón, sino que siempre deberíamos tener en cuenta nuestro antiguo y tozudo instinto animal, nuestro viejo y tozudo corazón. Oponerse a esto puede producir mucha infelicidad. Con este sentimiento me despido de Cornualles, de Anne, de Lady Katherine, del hermoso recuerdo de Bertrand Russell, mi ídolo, mi dios.

Anne y Kate señalan la playa "Inaccesesble"

* Valerosa en la muerte, en la vida, buscó comprensión, y para la humanidad, paz. Sólo las acciones de los justos huelen bien, y en su polvo florecen.

Katharine Tait (Kate Russell)
Katharine Tait (Kate Russell)

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