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Egos revueltos

egos revueltos

Acabo de leer un libro de memorias. Se trata de los recuerdos de uno de los editores y periodistas culturales que más ha hecho por dar a conocer la literatura ibérica y americana. Su autor es también novelista (recuerdo su muy conmovedor Ojalá octubre), ganó con este libro el premio Comillas (para biografías o memorias), y se llama Juan Cruz. La lectura de sus Egos revueltos, en realidad un largo ensayo sobre la vanidad y la escritura, sobre la grandeza y las miserias de los escritores, me ha suscitado algunas reflexiones.

El ser humano, quizá para poder sobrellevar el peso de la existencia, suele ser más indulgente consigo mismo que con los demás. Se han hecho experimentos: preguntados los hombres por qué sitio creen que ocupan dentro de un grupo (por ejemplo en popularidad entre compañeros de clase o de trabajo), la gran mayoría se sitúa en un lugar mejor que el que les dan los demás. Si se pregunta a alguien por su estatura, en general se equivoca por algunos centímetros, siempre a su favor. En general la gente se ve como más poderosa, más rica, más apuesta, más alta de lo que es.

Uno supondría que personas dedicadas, por su profesión, a un mayor ejercicio introspectivo -escritores, poetas, filósofos- deberían ser más conscientes de su propio valor, o al menos e lo efímero y ridículo que puede ser incluso el mayor de los triunfos literarios. No es así: pocos egos tan inflados y fatuos como el que suelen exhibir los escritores, incluso aquellos que mejor lo disimulan. La explicación a esto debe de residir en el hecho de que sin ambiciones y sin vanidad, sin cierta hipertrofia de la autoestima, es muy difícil conservar el deseo y el entusiasmo de persistir en un oficio cuyas recompensas exteriores no satisfacen nunca del todo.

El escritor en general, pero más aún los poetas, dentro de esta categoría humana, son una especie de sismógrafos permanentes que deben registrar en la escritura los efectos que la naturaleza y la sociedad (los demás) producen en él. El escritor, un ser ensimismado, es un aparato receptor de emociones que tiene que confiar en que sus percepciones tienen algún interés. La escritura, como la aguja que registra un electrocardiograma, no es otra cosa que el resultado de lo que su mente procesa. Es un oficio duro, por lo egocéntrico.

Si nadie es realmente capaz de conocerse bien a sí mismo, hay una manera indirecta de conocerse mejor: mirarse en el espejo que son los demás. Ver cómo actúan los otros (en especial los colegas) para descubrir en ellos unas debilidades humanas que muy probablemente sean también las nuestras.

Son estos los pensamientos que se me ocurren al ir leyendo el libro de Juan Cruz, Egos revueltos, una memoria exhaustiva -y en mi caso hipnóticamente fascinante-, de su larga experiencia como editor literario de Alfaguara, como cronista y entrevistador de Cultura del diario El País de Madrid, y en parte también como relacionista público, o mejor, bisagra de contacto (ojalá sin fricciones) entre el poderoso grupo Prisa y el mundo intelectual que en parte ha nutrido a sus empresas editoriales y de medios de comunicación.  Prisa vive -como cualquier grupo de este tipo- de quienes han trabajado para ellos, y los escritores e intelectuales han (hemos) vivido también de Prisa -de su poder económico, de su capacidad de convertir en valor, o si quieren en mercancía, el trabajo intelectual. Esta es una relación compleja, delicada, siempre al borde de generar roces y malentendidos, pero también una relación de mutua conveniencia. El escritor no suele saber ni de empresa ni de negocios, y la empresa no domina el ejercicio, el vicio y la vanidad de escribir.

Juan Cruz, captado por Daniel Mordzinsky
Juan Cruz, captado por Daniel Mordzinsky

En un punto esas dos esferas de la actividad humana -la empresarial y la intelectual- se tocan. Y en el caso de Prisa ese punto de toque, esa bisagra, ha sido durante muchísimos años ese mago de las relaciones humanas que se llama Juan Cruz. En un momento clave de su libro el autor nos revela el gran secreto de su vida: él no quiere otra cosa, desde pequeño, que hacer que los demás se sientan bien. Nos lo confiesa, algo desengañado, con las siguientes palabras: «Mi vida ha sido una especie de confabulación para hacer que la gente sea feliz, y seguramente no lo he conseguido nunca» (p. 384). Y para que los demás sean felices, o al menos se sientan bien, él debe hacer cualquier cosa. Sacrificar su ego hasta tal punto que, si fuera necesario, será el hazme-reír de todos los escritores, aquel que los consiente y divierte y distrae, pero sin que ninguno se dé cuenta del esfuerzo que hay que hacer para mantenerles alta la moral a esa lamentable especie de quejumbrosos y depresivos. Consolar al triste, visitar a los enfermos, animar al depresivo. Para hacer esto bien, sin que nadie note que se lo hace deliberadamente, hay que ser un psicólogo extraordinario. Hay que entender los mecanismos, los abismos, las sutilezas de la mente humana. Es necesario tener la imaginación prodigiosa de ponerse, por un momento, en la mente de los demás: entender lo que aman, lo que temen, lo que detestan, y moverse como un gran bailarín entre los egos de los demás, sin ofender al de allá al favorecer al de acá, y complacerlos con piruetas de acróbata, que además no deben parecer actos de magia sino lo más normal, pura y ordinaria actividad. Los otros deben sentirse bien sin darse cuenta de gracias a qué o a quién se están sintiendo bien.

Lo anterior yo lo sé porque lo he vivido: cuando uno está con Juan Cruz, se siente bien. No es consciente de que es por él, pero al hacer después las estadísticas de cuándo se sintió uno bien en un ambiente de editores o escritores, ahí estaba él tras bambalinas. Aunque él esté siempre llamando por teléfono, simultáneamente, a cuatro extremos distintos de la tierra, aunque él esté consiguiendo aviones, langostas, libros, mariachis, entrevistas, jamones, whiskies, vinos, reseñas, elogios, diatribas, lo que sea (y todo al mismo tiempo) Juan Cruz hace la manera de que en medio de esos saltos mortales imposibles uno se sienta bien. Y lo hace como si fuera la cosa más fácil y natural del mundo, como si nada de eso que le ha sacado rabias y sangre, úlceras y asma, no le costara ni el menor esfuerzo.

Este libro es el recuento paciente, generoso, memorioso (pero también nervioso, saltarín, como su mismo autor) de una vida dedicada a intentar que muchos escritores del mundo -en especial españoles y latinoamericanos, pero también ingleses, alemanes, nórdicos, turcos, gringos- sean felices. Aquí el estilo es, por completo, el hombre. Cruz salta de aquí para allá en una serie incansable de asociaciones y ocurrencias amables, siempre benevolentes, que sólo se permiten una pequeña indiscreción aquí y allá, cuando el protagonista del cuento ha muerto y esto libera al autor de esas ataduras del respeto, que se deben a la bonhomía y por eso mismo se agradecen.

Al leer este libro el lector gozará con los retratos benévolos pero no condescendientes (nunca falta el picante y la mínima dosis de veneno que produce cierto cosquilleo de muerte, sin llegar nunca a matar) de los grandes protagonistas de las letras hispanoamericanas de la segunda mitad del siglo XX, desde Borges, Cortázar, Onetti, Saramago, hasta Ángel González, Camilo José Cela, Juan Marsé, Mario Vargas Llosa o Guillermo Cabrera Infante. Un desfile de vivos y de espectros, escrito con un tono a ratos juguetón y a veces introspectivo, con reflexiones serias sobre la vanidad humana y la caducidad de toda existencia, así como pequeñas infidencias que hacen la delicia de cualquier recuento de personajes que tienen la peculiaridad de ser también personas muy conocidas, muy amadas y elogiadas o vituperadas y odiadas.

Juan Cruz ante la tumba de Julio Cortázar. Foto de D. Mordzinsky.
Juan Cruz ante la tumba de Julio Cortázar. Foto de D. Mordzinsky.

En resumen puedo decir que son un plato muy paladeable y digerible, estos Egos revueltos cocinados por Juan Cruz: sabrosos, simples y esenciales a la vez, como esos huevos estrellados sobre un plato de papas fritas que tantas veces, en busca de lo sencillo y elemental, se van a buscar con él los amigos de Juan, para terminárselos comiendo en su compañía, en una cena o almuerzo definitivos, en una tasca pobre de Madrid, cuando ya se han tomado todos los vinos y todos los whiskies de esta vida, y cuando ya están hartos del caviar y el jabugo de la existencia.

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