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Un día en Chile

Si hubiera muchos días como este, acabaría volviéndome supersticioso. Ocurrió el miércoles pasado, 28 de octubre, año 2009. Mis únicos planes para ese día eran ir a conocer la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, en la primera parte del día, y volver a Santiago a dar una conferencia sobre un poema, la cual estaba programada para esa noche. El caso es que desde el momento del desayuno empezaron a ocurrirme cosas extrañas que tenían que ver con poetas y con la poesía.

Antes de salir, para empezar, me encontré en el lobby con el gran poeta chileno Gonzalo Rojas. Estaba solo, sentado en un sillón y  lo reconocí por las fotos. Me le acerqué y le dije que había leído con pasión sus poemas y que me daba mucha alegría conocerlo personalmente. Él agradeció y luego me dijo que estaba esperando a alguien, pero que ya no recordaba a quién, que si era a mí. No era a mí, pero ahora pienso que tal vez sí era a mí, por lo que pasó después. Me despedí de Rojas y salí hacia Isla Negra con mi anfitriona, la profesora Cecilia García-Huidobro (prima lejana de aquel otro poeta, Vicente, que llevaba el mismo apellido), pero a los pocos kilómetros me arrepentí de haberme ido sin una dedicatoria y sin una foto. Cecilia, muy paciente, aceptó que volviéramos al hotel. Hasta ahí no había ocurrido nada muy extraño, salvo la feliz casualidad de estar hospedado en el mismo hotel en el que se estaba quedando un gran poeta. [Si no han leído a Rojas, léanlo. Nació en 1917 y es uno de los más grandes poetas vivos de nuestra lengua.]

Lo más raro vino luego. Cuando volví con un libro suyo recién comprado, en el lobby ya no encontré al poeta Gonzalo Rojas sino a un señor de unos sesenta años, Rodrigo Tomás Rojas, que se me presentó como el hijo mayor del poeta. Cecilia Huidobro acababa de decirle que un colombiano quería una dedicatoria de su padre y al pedírsela le había dicho mi nombre. Él, entonces, maravillado, se acordó de algo y le dijo a Cecilia que tenía que decirme algo a solas. Por eso me espera abajo y me cuenta la siguiente historia:

«En el 74, después del golpe de Pinochet, yo tuve que irme de Chile al exilio; su papá me ayudó: me consiguió un trabajo como profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Allá estaba también otro médico chileno que su papá había ayudado a salir después del golpe a Allende, Gustavo Molina, y entre los dos me sacaron de aquí. Yo trabajaba en la misma oficina que Leonardo Betancur. Cuando mataron a su papá yo ya vivía en Alemania (después de Medellín me fui para Alemania, donde vivo todavía) y le dediqué uno de los ensayos que escribí.»

Me entero así (y corrientazos de emoción me recorren el espinazo) de un nexo personal con el poeta Gonzalo Rojas, del que no tenía la menor idea. Era muy rara la sensación: el hijo de este poeta a quien yo tanto admiraba, un neuropsiquiatra de cuya existencia yo ni siquiera sabía, me estaba contando una historia increíble de hace 35 años, cuando yo tenía 15.

Subimos a la habitación de su padre, con una emoción silenciosa. El poeta me dedica el libro La miseria del hombre (el primero de todos, editado en 1948). Después su hijo nos toma esta foto:

Con el poeta Gonzalo Rojas
Con el poeta Gonzalo Rojas

Invito a Rodrigo Rojas a acompañarme, si puede, esa noche en mi charla, y salgo con Cecilia hacia Isla Negra, a conocer la casa de Neruda. La carretera al mar desde Santiago es hermosísima. Ha llovido esta primavera y las montañas y los valles tienen un color que no es tan usual en esta parte de Chile: un verde intenso. Hay muchos álamos, eucaliptos, sauces. Millones de flores a lado y lado de la autopista. Cecilia me instruye: se llaman «dedales de oro», por su color amarillo, y nacen siempre a la vera de las carreteras.

Llegamos a Isla Negra y nos asignan una guía excelente. Es la nieta del carpintero de Neruda y se sabe muchas historias del poeta. La casa es kitsch, como son todas las casas de los coleccionistas (Neruda era ante todo un coleccionista, y también un histrión), pero es al mismo tiempo muy bonita. Colecciona timones, barcos en botellas, caracolas, botellas raras, ángeles, zapatos, carteles de zapaterías, trajes, disfraces. La vista al mar desde su dormitorio es hermosísima. Su tumba no es tan emocionante como la de Tolstói, pero es bonita, por laica y porque también se asoma al mar. Su colección más importante es de mascarones de proa y de popa. El mascarón que él más quería es una especie de virgen. Él la llamaba María Celeste y tiene los ojos de vidrio. La quería mucho, era una especie de Magdalena, y el poeta decía que María Celeste lloraba en invierno. No era mentira; en invierno rodaban lágrimas de sus ojos. Una vez un amigo físico de Neruda le explicó la cosa: «Tú prendes la chimenea, todo está muy frío en la casa, y húmedo; en sus ojos de vidrio el agua se condensa, y al rato ruedan gotas, eso es todo.» Neruda se decepciona: «Yo no soy científico sino poeta, y ella llora porque ya no está navegando en el mar.» Me gusta esta historia. La guía también nos cuenta -aunque no nos lo muestra- que en el libro de visitantes ilustres García Márquez escribió: «Confieso que he venido».

Neruda recibía a sus amigos en el bar, un sótano atiborrado de botellas. Se inventó un coctel, el «Coquetelón», una mezcla de cointreau, cognac, champaña, jugo de naranja y hielo. Una bomba que emborrachaba al minuto. Después de dos copas Neruda bajaba disfrazado de cualquier cosa, porque le encantaba disfrazarse. Tenía una idea demasiado clara de su importancia, de su futuro como poeta póstumo, y parece dejar todo preparado para que se lo recuerde. Un actor. Un niño. Simpático, pero al mismo tiempo, no sé bien qué pensar. No es el tipo de personalidad que a mí me gusta. Excesivo en sus ganas de concentrar en sí mismo la atención, aunque acometió actos heroicos lindísimos, como ese barco, el Winnipeg, cargado de refugiados de la República Española, que tanto bien le harían a la cultura en Chile.

Pocos días después del Golpe, ya muy enfermo de cáncer de próstata, Neruda se agrava y lo deben llevar a Santiago en ambulancia. El viaje, que normalmente dura dos horas, se tarda siete, por los retenes de los militares. Allanaron sus casas, pero esta la respetaron un poco más, aunque todo lo revolcaron, dizque buscando armas entre sus mascarones de proa. Hay un poema de un libro suyo póstumo, 2000, un año que hoy ya es viejo, que es al mismo tiempo confesional y sincero. Se llama «El egoísta» y quiero citar aquí una estrofa:

Oh corazón perdido

en mí mismo, en mi propia investidura,

qué generosa transición te puebla!

Yo no soy el culpable de haber huído ni de haber acudido:

no me pudo gastar la desventura!

La propia dicha puede ser amarga

a fuerza de besarla cada día

y no hay camino para liberarse

del sol sino la muerte.

Qué puedo hacer si me escogió la estrella

para relampaguear, y si la espina

me condujo al dolor de algunos muchos.

Qué puedo hacer si cada movimiento

de mi mano me acercó a la rosa?

Debo pedir perdón por este invierno,

el más lejano, el más inalcanzable

para aquel hombre que buscaba el frío

sin que sufriera nadie por su dicha?

En Isla Negra no ocurre nada extraño. Me encariño, sobre todo, con el objeto más entrañable de la colección de mascarones de proa de Neruda: esa mujer tallada a la que él llamaba María Celeste. Aquí su foto, hoy sin lágrimas, porque estamos en primavera:

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María Celeste. Mascarón de proa preferido por Neruda

Esta Magdalena que lloraba con sus fríos ojos de vidrio tiene de verdad una cara tristísima. Mucho más triste que la misma tumba de Neruda, que tiene vista al mar y sin cruces ni nada es una cosa serena.

Salimos de Isla Negra casi a la una. Tenemos hambre, pero Cecilia me propone que hagamos el intento de llamar a otro poeta nonagenario, Nicanor Parra, que vive en el pueblo de al lado, Cruces, a ver si está dispuesto a recibirnos. Ella le dice «Don Nica», y don Nica acepta. Le llevamos de regalo una bolsa de almendras. Al llegar a su casa, Cecilia me muestra el Volkswagen que este hombre de 95 años todavía maneja. Me enseña también la casa que le incendiaron en los años de la dictadura. Queda a un costado de su casa de ahora, y ahí están los vestigios del incendio. Véanla:

Ruinas de la primera casa de Nicanor Parra en Cruces
Ruinas de la primera casa de Nicanor Parra en Cruces

Nos abre la puerta el mismo poeta. No parece tener 95 años; parece, si mucho, un hombre de 70. Es delgado y ágil, tanto de cuerpo como de mente. Elogio la vista que hay del mar desde el balcón de su casa. «Fea no es», me dice. Y dice también que esa es la única respuesta posible a un comentario así; negarlo sería falsa modestia; alabar aún más el panoramo sería vanidad. Nos sentamos y nos sirve vino tinto (Casillero del diablo) en tres vasitos. Conversa con gran fluidez, de distintos temas. Pasamos casi cuatro horas en su compañía y no sería fácil resumir la charla. Recuerdos de Violeta y de su familia; recuerdos de Neruda; comentarios sobre la agudeza verbal de los niños.

Me gusta mucho algo que me revela sobre la poesía. Se trata de «la ecuación canónica de la poesía occidental.» Según Nicanor Parra, es la siguiente:

{14 + 8 : 2 = 11}.

La explica así: los versos de 14 sílabas corresponden al mester de clerecía, el de Berceo. Yo le digo que también pueden contarse como dos versos de 7, pues los de 14 casi siempre tienen un cesura en el medio. Parra está de acuerdo, pero la cosa no cambia, 7 + 7 = 14. Luego viene el octosílabo de las coplas y de los romances, el mester de juglaría, la poesía popular. La división por dos da la medida intermedia, la perfecta, que no es culta ni popular: el endecasílabo. Y me dice algo más que yo tampoco sabía, recitando de memoria pedazos del famoso monólogo de Hamlet de Shakespeare: «To be or not to be, that is the question» es un endecasílabo. El endecasílabo es casi la medida de todas las cosas, en poesía, quizá por esa rara virtud de ser al mismo tiempo poesía alta y poesía popular. La combinación del madrigal es también maravillosa: heptasílabos y endecasílabos en distribución libre. Parra es una caja de música. Hablamos de Tolstói, de Silva, de Luis Carlos López como posible predecesor de sus antipoemas, de un viaje que hizo con León de Greiff  a Rusia, en 1959.

Pero de todo lo que dice en esta tarde, lo que más me gusta es lo siguiente, algo con lo que no puedo estar más de acuerdo: «No hay que imaginar. El que se pone a inventar está perdido. No hay que escribir lo que uno se imagina, sino lo que oye. No hay que tener imaginación, sino oído, porque en cualquier momento las frases y las historias están en la calle, y uno las tiene que captar. Hay que ‘cachar la güeá’ (algo así como captar la güevonada, darse cuenta de lo que está pasando, entender).

Durante la tarde le tomo un par de fotos. A la primera se resiste con un gesto. Tiene un cartel en la mesa, que dice: «Closing Remarks», para él la traducción correcta del título de su último libro, Palabras de sobremesa, que un gringo, en cambio, tradujo con alguna barbaridad. Aquí esa foto:

Closing Remarks: Nicanor Parra
Closing Remarks: Nicanor Parra

La otra es una foto de sus manos, que parecen el espejo de su increíble juventud, a los 95 años. Son manos ágiles, sin nudos, sin torceduras, sin una sola mancha, manos de persona joven:

Manos de Nicanor Parra
Manos de Nicanor Parra.

Salimos después de las cinco y media. Tenemos poco tiempo para llegar a Santiago e ir al sitio de mi conferencia sobre poesía. No llego tarde, afortunadamente, y la doy sin tropiezos. Al final me ocurre la última cosa extraña del día. En el público hay una señora elegante, alta, bonita. Al final de la charla hablo con ella y con su marido, un arquitecto chileno. Ella me dice su nombre. El apellido, Rumié, me recuerda otra cosa. Le digo que en el cuarto de mi mamá, en Medellín, hay un retrato al óleo de mi hermana muerta, Marta, firmado por un tal L. Rumié. La señora me dice: «Es mi mamá.» Le tomo una foto al retrato al volver a Medellín. Es el que sigue, y con esto me despido.

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