Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

Mundial de fútbol 2014

El próximo 12 de junio, en Brasil, treinta y dos equipos de fútbol lucharán por ser campeones orbitales. El mundillo de ese deporte se agita y en la mente de los aficionados aparece una  pregunta: ¿cuál equipo será el vencedor? Como todo pronóstico, la incertidumbre ronda. Para los colombianos existe otra pregunta importante: ¿qué puesto ocupará Colombia?

Pues bien, en el momento de hacer pronósticos futbolísticos deben tenerse en cuenta tres factores importantes: la calidad de los equipos, el hecho de jugar como local o visitante y el omnipresente azar, o la suerte, si se prefiere. Demos un vistazo a estos factores.

Para la calidad de los equipos podríamos consultar el escalafón de selecciones de fútbol que la FIFA elabora periódicamente cuantificando los resultados de los encuentros más recientes disputados por ellas. Y aunque no es un factor determinante para medir las posibilidades de cada equipo en un torneo mundial, algo indica y, en consecuencia, un buen apostador debe consultarlo. El último escalafón disponible, con fecha abril de 2014, para los diez primeros calificados, es así: España (1460 puntos), Alemania (1340), Portugal (1245), Colombia (1186), Uruguay (1181), Argentina (1174), Brasil (1174), Suiza (1161), Italia (1115) y Grecia (1082).

Un factor sicológico, no despreciable en el momento de hablar de pronósticos, lo proporciona el hecho de jugar en su propio terreno o en el ajeno. Si se efectúa una estadística, se encontrará que el porcentaje más alto de triunfos, y con apreciable diferencia a favor, corresponde al equipo que actúa en calidad de local. Algunos explican estos resultados como consecuencia del natural endurecimiento de las decisiones del juez en contra del equipo visitante, o localismo del juez, explicable, pues también él está sometido a las presiones anímicas del territorio extraño. No se puede negar que este efecto influye en la estadística de derrotas de los visitantes, pero queda todavía algo por explicar: la gran cantidad de triunfos del equipo local en aquellas situaciones en que las decisiones del juez no fueron determinantes.

Al inevitable localismo del juez se deben añadir otros factores de peso, como son las condiciones particulares del campo de juego y las variables climatológicas locales. El equipo anfitrión posee una mayor adaptación a la temperatura y a la altura sobre el nivel del mar del escenario deportivo, condiciones que, en la mayoría de los casos, afectan en forma sensible el desempeño del visitante. En particular, la mayor altura sobre el nivel del mar significa un menor contenido de oxígeno, lo que hace que el foráneo, si no posee la adaptación física correspondiente, sienta más rápidamente la fatiga y su rendimiento atlético se rebaje en forma considerable.

Los efectos sicológicos llegan a veces a ser tan significativos, que por sí solos son capaces de explicar los triunfos fáciles del local frente a contendores mucho más poderosos. Mientras el dueño del territorio se muestra seguro, el visitante luce impreciso e inseguro, y comete errores inexplicables, lo que aumenta su inseguridad, y con ello, sumado a la hostilidad ruidosa del público, se incrementan las fallas, lo que, a su vez, se traduce en una mayor inseguridad. Este círculo vicioso se amplifica y refuerza hasta que todos los planes y estrategias del visitante se desmoronan.

Los diecinueve campeonatos mundiales realizados hasta hoy corroboran la ventaja significativa del local. Los resultados indican que el anfitrión ha resultado campeón en seis oportunidades, esto es, un 33%; que en ocho ocasiones, 44%, ha ocupado uno de los dos primeros lugares; y que en doce, esto es, 67%, ha quedado entre los 3 primeros. Alemania, Italia, Uruguay y Argentina, campeones en más de una oportunidad, obtuvieron uno de sus títulos jugando como local, mientras que Inglaterra y Francia, que sólo han logrado ganar una sola vez la Copa mundo, lo hicieron jugando en casa.

En los torneos realizados en Suiza, Suecia, Chile, México, Corea-Japón y Sudáfrica, los locales no conquistaron el título máximo, pero había una explicación sencilla: el nivel futbolístico de los respectivos equipos era en su momento muy bajo, comparado con el de los que ocuparon los primeros lugares. No obstante, el efecto territorial alcanzó a manifestarse: en Suecia, por ejemplo, los locales llegaron a la final y terminaron de subcampeones (nunca antes ni después se han acercado tanto al título máximo); en Chile, el tercer lugar fue para los de casa, y nunca más han llegado siquiera a semifinales; y en Corea-Japón, el débil seleccionado de Corea ocupó el cuarto puesto.

El azar también se entromete con fuerza no despreciable en el fútbol. Así que algunos resultados, que bien se explicarían acudiendo al azar, lo hacemos recurriendo a disculpas: malas estrategias, malos o buenos momentos de los jugadores, errores de los jueces. Pero la verdad es que un partido puede ganarlo un equipo mediocre contra otro muy superior: basta que el dios azar se compadezca del inferior. Y a veces lo hace. Esa es su lógica, caprichosa.

Muchos se preguntan: ¿por qué tantas veces los resultados de los partidos no se corresponden con lo pronosticado a partir de la calidad de los contendores? La respuesta es que el azar es un factor que no podemos olvidar en el momento de analizar resultados, y que es un factor errático, traicionero, injusto. Es la única salvación del débil. Contribuye a darle fuerzas al azar el hecho de que el fútbol es un deporte que se decide, generalmente, por un número pequeño de puntos. Y ante esa escasez, la participación de lo aleatorio en el resultado final, o la suerte, como suele llamarse, puede llegar a ser decisiva. Una pena máxima desperdiciada, un desafortunado autogol, un resbalón fortuito del portero, una mano involuntaria pero que el árbitro no considera así, una mano voluntaria, como la de Maradona en México-70 (la mano de Dios), o un “fuera de lugar” mal señalado por el juez de línea pueden ser elementos suficientes para decidir el resultado de un partido y arruinar todas las predicciones lógicas.

En 1950, por mucho el mejor equipo del momento, Brasil, perdió en su propio estadio la final del mundial frente a Uruguay (lo apodaron El maracanazo), un golpe bajo de la suerte, en una lotería para la cual el local contaba con, digamos, 9 boletas, mientras que su contendor apenas poseía una; pero la diosa suerte le sonrió al equipo que todo los analistas consideraban inferior. Hungría, en 1954, en el torneo jugado en Suiza, formó una máquina terrible de hacer goles, y derrotó 4- 2 a los máximos favoritos, Brasil y Uruguay, luego clasificó a la final con una goleada vergonzosa de 8-3 sobre Alemania; sin embargo, perdió 2- 3 el partido final, frente al mismo equipo germano (El milagro de Berna, lo llamaron). La gran vergüenza se trocó en orgullo nacional. Tenían los húngaros, digamos, 99 boletas para esa lotería y Alemania solo una, pero el azar se alía a veces, aunque pocas, con el inferior.

Francia fue campeón en 1998, pero en los dos torneos anteriores, 1990 y 1994, ni siquiera clasificó para participar en ellos. En el  mundial siguiente, en Corea-Japón, los mismos franceses, flamantes campeones mundiales, fueron eliminados en primera ronda. En 2010, España llegó a la final con Holanda, equipo que venía de ganar todos sus partidos, incluyendo los de la eliminatoria, y, contra toda lógica, la derrotó. Con esa final, Holanda completó tres cara y sellos mundialistas fallidos: en 1974 perdió frente a Alemania, en el 78 repitió el fracaso frente a Argentina y en el 2010, en Sudáfrica, volvió a perder el cara y sello frente a España.

En 1993, durante las eliminatorias para el campeonato mundial que se llevó a cabo en Estados Unidos, la selección colombiana derrotó a la argentina por un contundente 5 a 0, en Buenos Aires, en medio de la hostilidad feroz de las famosas “barras bravas”, y con el refuerzo sicológico de Maradona en la tribuna. Muchos colombianos ingenuos creyeron que la copa mundial ya nos pertenecía; sin embargo, al año siguiente, durante el campeonato, esto es, a la hora de la verdad, fuimos eliminados en primera ronda, mientras que los argentinos, nuestras víctimas, avanzaron hasta octavos de final. Cuando ocurrió ese histórico 5 a 0, los comentaristas colombianos no advirtieron que, como por encanto, en esa dichosa tarde todas las oportunidades de gol colombianas se concretaron, mientras que, en igual medida, todas las argentinas fallaron, y fueron más de cinco.

Es fácil darse cuenta de que en el factor suerte encontramos una de las claves para entender la lógica esquizoide de muchos resultados. La verdad es que en no pocas oportunidades los atacantes de un equipo fallan consistentemente por escasos centímetros, mientras que el contendor acierta en todas las ocasiones propicias, y no es raro que hasta convierta goles en condiciones casi imposibles. De allí ha surgido un principio perogrullesco: quien no hace goles los ve hacer. Ahora bien, durante un partido, una vez establecida cierta diferencia importante a favor de uno de los equipos, hay ocasiones en que el otro se derrumba sicológicamente: los jugadores pierden toda la confianza en ellos, aumentan el nerviosismo y el desorden, y por ende los errores, y se cometen faltas innecesarias, fruto de la desesperación, que se traducen a veces en expulsiones y en más goles en contra. Un axioma del fútbol dice que el equipo goleado siempre termina mermado.

Anotemos que el fracaso es como el éxito: se alimenta y robustece con sus propios desechos. Es autocatalítico: los errores generan más errores; los goles en contra, más goles en contra. Mientras el perdedor se desmorona, el ganador se robustece, pierde el respeto por el rival y aumenta su confianza. Un perfecto balancín: lo que baja el estado de ánimo del primero, lo sube el del segundo. La verdad es que muchas derrotas abultadas e ilógicas entre contendores relativamente equilibrados no se deben a la desaparición misteriosa de la calidad futbolística del vencido, sino a la acción del traicionero azar, reforzado en ocasiones por el concomitante desmoronamiento sicológico y táctico, todo ello alcahueteado por la dinámica de la bola de nieve. Ese pudo ser el caso de la vergonzosa derrota de los gauchos en el bendito día del 5 a 0, y el mismo que se ensañó contra los alemanes en Suiza en el primer encuentro contra los húngaros.

Cada partido de fútbol que se juegue equivale a poner en acción un sistema dinámico complejo, cuyos elementos, en este caso los jugadores, los jueces, los directores técnicos, el público, el terreno de juego y el entorno climático, están densamente interrelacionados. Los acontecimientos iniciales van actuando hasta configurar una situación de equilibrio precario, llamada por los estudiosos del caos equilibrio metaestable. El sistema es no lineal y, en consecuencia, impredecible, razón por la cual queda a disposición de las veleidades del caos. Éste, por consiguiente, se convierte en el indeseado jugador número doce, con tanto poder de decisión o más que el juez central.

Recordemos que los sistemas dinámicos en equilibrio metaestable responden con grandes cambios a pequeñas variaciones de los parámetros, fenómeno conocido con el nombre de efecto mariposa. Por tal motivo, una falta de concentración del portero, el titubeo de un defensor, un delantero que se adelanta unos pocos centímetros y queda en “fuera de lugar” cuando estaba ad portas de anotar, o una pequeña irregularidad en el terreno de juego pueden determinar el resultado de un partido. Ahora bien, si uno de los contendores es muy superior al otro, el efecto del azar casi siempre termina por atenuarse y se obtiene, con alta frecuencia, un resultado ajustado a las diferencias de calidad. Pero cuando existe cierto equilibrio entre los dos contendores, el caos puede llegar a ser el protagonista principal, en cuyo caso la lógica cede su turno al capricho de lo aleatorio.

Por esas razones no deben analizarse los partidos de fútbol a partir del resultado, costumbre de algunos especialistas deportivos, pues se termina produciendo ingenuas explicaciones ad hoc: El ganador siempre hizo las cosas bien, y el perdedor, mal. “Nos faltó definición”, dicen los perdedores, cómo si esto fuese asunto de voluntad o de estrategia. Tampoco debe suponerse que el resultado dice siempre cómo fue el desempeño de los equipos en el campo de juego. Además, un solo partido no permite afirmar nada sobre la calidad relativa de los equipos. “No es una muestra suficiente”, dicen los estadísticos. Recuérdese que hasta en juegos como el ajedrez, en el que los factores de azar son muy pequeños, el campeón mundial se decide después de una serie de partidas, no inferior a diez.

¿Dónde está, entonces, la lógica?, se pregunta el lego. En el fútbol no impera la lógica, le respondemos. No puede haberla pues al azar es un factor determinante, y el azar no sabe nada de lógica, ni tiene favoritos. Entonces… ¿cuál será el campeón? Adivinemos: Brasil tiene quizás más boletas que los demás, por su gran categoría y experiencia internacional pero, sobre todo, por jugar como local, con un estadio lleno de vibrantes camisetas amarillas; Colombia, tiene pocas boletas, pero tiene. Y Holanda se merece el título y tiene boletas. Sin embargo… esperemos, el 13 de julio por la noche responderemos.

Este artículo fue escrito por mi papá, Antonio Vélez M. Lo publico aqui en Catrecillo con el permiso de la Universidad de Antioquia. Este mismo apareció en:

Agenda Cultural Alma Máter, N.° 210, junio de 2014, pp. 6-10. Disponible en línea: http://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/almamater/article/view/19633/16687

No sobra decir que Antonio fue futbolista de la selección de Antioquia.

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