Coma Cuento: cocina sin enredos

Publicado el @ComíCuento

Sara

por: Lina Palacios @PalaciosLina_

De pequeña no comía mucho. Mi mamá inventaba recetas y cuando encontraba algo que me gustaba, lo preparaba recurrentemente. Se preocupaba por mi desarrollo y mi salud; mi historia clínica hasta los 12 parece un tomo de una saga best seller. Sin embargo, la comida que me gustaba, me hacía feliz. Con el entorno de mi familia y las invitaciones constantes a asados, descubrí mi gusto por la carne. Un lomo asado, con ají o tal vez guacamole. Se me hacía agua la boca de solo pensarlo.

Con el tiempo, mis complicaciones con la comida fueron desapareciendo, mientras se mantenía el gusto por la carne de res.  De res, principalmente.

Ya no había más preocupación por mis hábitos alimenticios. Comía suficiente proteína y era (por fin) una niña saludable.

Tenía tanto contacto con asados como con animales…vivos. Les ponía nombres e incluso les hablaba. Uno de ellos, al que llamábamos «105», era especial; el animal lloraba todo el tiempo. Sus lágrimas caían constantemente por lo que uno llamaría sus mejillas. Un día, dejé de ver a 105. Fue triste, pero llegué a almorzar y 2 días después lo había olvidado. No veía en mi plato al animal por el que sentía empatía cuando lloraba como yo podía hacerlo. La historia se repitió varias veces. Sucedió con Choncho (un cerdo), con Vicente (un chivo) y con muchos otros que tenían también un nombre. Hoy pronunciar sus nombres se siente diferente. En el momento, probablemente porque me criaron ignorando los hechos, no estaba comiendo a Choncho. Estaba comiendo costillitas en salsa bbq, con papas fritas y era un buen momento. La buena comida me hacía feliz.

Me pregunto qué hacía que mi sensibilidad se suspendiera cuando me sentaba en la mesa. Porque en realidad estaba ahí, siempre lo ha estado, esa capacidad de conectar y de sentir el dolor ajeno (que a veces es problemática, siendo sincera). Pero entonces, en el plato de comida, no había nada por lo que sentir empatía. No había un ser más que mi almuerzo. Y me gustaba.

Aborrecía la tauromaquia, las peleas de perros, de gallos, el maltrato para entretener. Pero estaba bien ignorar la muerte, porque lo encontraba justificable.

En medio de esto, mientras crecía, llegó Sara. Tiene estos ojitos oscuros por los que me es inevitable ignorar la importancia de su ser. No porque la amo, sino por su existencia en sí misma.

Sara me enseñó a amar de ese modo. Tal vez fue la cuestión de la sensibilidad desbordada o tal vez descubrí algo por todas las otras cosas que no puedo entender. Pero lo cierto es que este ser de otra especie, fue quien me hizo comprender lo que realmente es tener empatía por el otro. A pesar de eso, pasaron años hasta empezar a sentir empatía por lo que en la cena seguía sin ser un alguien; nada más que un alimento.

Fue cuando la vida me puso en situaciones, que parecerían no tener conexión con esto, pero que me llevaron a entender que necesitaba encontrar un equilibrio. Necesitaba cohesionar estos aspectos que parecían disonantes para hallar el balance sin el cual, creo ahora, no se puede vivir.

El equilibrio varía según la persona, según la experiencia, según el sentir, según el amar. Incluso habrá quien encuentre tranquilidad en el caos. Pero yo vi mi desequilibrio en lo que temía ser cuando no sentía empatía por los demás; cuando me encontraba a mí misma, siendo la persona con las cualidades que criticaba de un mundo cruel e indiferente. De esa manera, encontré mi equilibrio en la manera en que Sara me enseñó a amar.

Me decidí a respetar la vida del otro por sí misma y no por el valor que me había convencido que tenía, según mis preferencias. Y así, aprendí a encontrar un otro incluso después de su muerte, incluso después de pasar por el fuego, de estar servido y de haber perdido la forma que lo distinguía como un ser. Aprendí, con dificultad, a dejar la indiferencia del sufrimiento que era real, pero no siempre evidente por la facilidad de ignorarlo. Renuncié a la carne. No porque no me gustara. Renuncié a la felicidad que me daba la comida a la que estaba acostumbrada, cuando decidí ver su costo. Opté por no seleccionar qué vida importa. Finalmente, direccione la sensibilidad, que aún en ocasiones parece una carga, a buscar el balance que quisiera para el mundo. Nunca he pretendido cambiar nada, ni convertir a las personas, ni salvar el universo. Nunca lo he hecho, porque a fin de cuentas, esto era inevitable; yo conocí un tipo de amor del que no regresé y tal vez parezca inútil para algunos, necesario para otros, pero la verdad es que cuando cambié mi dieta, no fue una cuestión de hábitos alimenticios, sino una cuestión de ser y de cómo vivir.

Cuando interiorice todo esto que ya sabía, pero que nunca me había importado lo suficiente, al momento de comer hamburguesa veía a 105, con sus lágrimas y su capacidad de sentir. La misma capacidad de sentir que tiene Sara, con su mirada que no llora pero brilla y me acompaña cuando las cosas marchan mal.

Nunca más pude ver un filet mignon, un churrasco, un bistec. Veía lo que había sido. Tal vez sea una manía por regresar a donde no se debe.

Al fin y al cabo, lo que realmente hice, fue tomar la única decisión, que con mi experiencia, mi sentir y mi ser, podía tomar.

 

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