Filosofía de a pie

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Frege y History Channel (primera parte): Gigantes de la industria

El industrialismo moderno es una lucha entre las naciones por dos cosas:

Tanto por los mercados y las materias primas

como por el puro placer de la dominación.

Bertrand Russell

©History Channel
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Gigantes de la industria The Men Who Built America—es una producción que History Channel nos dejó ver de nuevo a comienzos de este año. La miniserie —de cuatro capítulos en la versión original (2012) y ocho en la latinoamericana (2013)— es un producto audiovisual de altísima calidad. Aprovecha material fotográfico de archivos históricos, lo renueva con maestría valiéndose de última tecnología digital y le da nueva vida en una trama cautivadora y realista. No en vano fue candidata tanto a los premios de la Visual Effects Society como a los BANFF por mejor programa de historia. La miniserie cuenta cómo los Estados Unidos llegaron a ser la superpotencia que hoy todavía son. En ella se propone abiertamente que hay unos colosos, unos prohombres, que son los constructores de la nación norteamericana: Vanderbilt y sus trenes, Rockefeller y su petróleo, Carnegie y su acero, Morgan y sus bancos, Ford y sus autos.

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La historia es más o menos la siguiente. Aprovechando esa mezcla de aire nuevo y precaria situación política que dejó la guerra civil en el último tercio del siglo XIX, hombres con dinero y conocimiento crean pujantes industrias sin un fin distinto que su propio enriquecimiento [Capítulo 1: Una nueva guerra]. Su ambición de riqueza está por encima de toda otra consideración. Precisamente en ello está el meollo de la trama: la guerra entre el crecimiento económico y el respeto por las instituciones. Como reza el magnífico nombre inglés del primer capítulo, tras la guerra civil, con la emergencia de los gigantes A New War Begins.

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Los gigantes de la industria son hombres inteligentes, visionarios, ambiciosos, arriesgados y perseverantes. Sin embargo, resulta llamativo que en la miniserie se sigan unos a otros sin que nada se les interponga. Así, vemos a Rockefeller presionando a Vanderbilt [Capítulo 2: Petróleo], a Carnegie pretendiendo superar a Rockefeller [Capítulo 3: Rivales], a Morgan acorralando a Carnegie y a Rockefeller al mismo tiempo [Capítulo 5: Un nuevo contendiente], luego a los tres gigantes unidos comprando al gobierno [Capítulo 7: Estrategia electoral], etc. Un gigante sólo cae por la treta de otro ambicioso o por el desafío de la competencia. El poder económico sólo cae por un poder económico más fuerte o más sucio. Aplastando al otro, en medio de Bloody Battles —título inglés del segundo capítulo—, cada gigante logra ser el amo de su nación, al menos por un tiempo. Es inevitable preguntarse dónde estaba el Estado en medio de estas sangrientas batallas.

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Más desconcertante todavía resulta que, en su batallar, los gigantes parecen recorrer los Estados Unidos de costa a costa a caballo o en tren, trazar vías férreas o construir oleoductos como si no hubiera nadie más viviendo en tierra norteamericana. ¿Dónde estaba la gente en medio de esas luchas de gigantes en las que jamás entró el Estado? A esto hay que agregarle que la imagen del crecimiento industrial norteamericano que dibuja la serie es la de las refinerías, la de las fábricas de acero, la de las locomotoras a vapor o la de una hermosa Chicago iluminada por primera vez en la exposición mundial de 1893. Sin duda esto se debe a que para los gigantes la prioridad era hacer más acero, no la deforestación por minería; el objetivo era estabilizar los derivados del petróleo, no cuidar del agua; lo que contaba era trazar más vías, no las poblaciones indígenas ni los corredores de biodiversidad. De aquí surge una tercera pregunta: en medio de esas sangrientas batallas en las que no había Estado, ni gente, sino sólo gigantes ¿dónde estaba la conciencia ambiental?

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Esa es la historia de los gigantes que cuenta la serie: la historia de los que crecen sin mirar a la gente ni al ambiente y sin presión de las leyes. Si hay que contaminar el río Misisipi para construir un puente, ¡adelante! Si hay que hacer descarrilar un tren lleno de gente para que la gente desconfíe, entonces se lo descarrila. Si hay que abalear a una turba amotinada frente a una fábrica, se lo hace. Si deben morir dos mil personas porque los materiales baratos sólo permitieron armar una presa demasiado débil, que mueran [Episodio 4, Muerte]. Si hay que electrocutar animales para desprestigiar a Tesla, se los electrocuta. Si hay que comprar al presidente, se lo compra. No hay persona, río o animal por encima del negocio; no hay institución que pueda ante el poder económico; no hay elefante, hipopótamo o perra callejera que pueda detener las locomotoras de la prosperidad.

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Gigantes de la industria muestra así que el poderío estadounidense se forjó industrialmente, pero sin miramientos distintos que el de la consecución de riqueza. Nunca les importaron las personas, las leyes o la conciencia. Cada gigante se hizo gigante empequeñeciendo a otro. La prosperidad económica de un gigante es un positivo cuyo negativo —o falso positivo— es la falsa prosperidad de las instituciones. [Capítulo 6, El dueño de todo].

En los últimos dos episodios, sin embargo, la historia parece dar un giro: emerge un nuevo personaje, ya no de la industria sino de la política [Capítulo 7, Estrategia electoral; Capítulo 8, El automóvil]. Llegó a ser el más joven presidente de los Estados Unidos con la consigna —aparentemente novedosa— de contener el despotismo económico y fortalecer las instituciones. Como quien funda una civilización, Theodore Roosevelt sabe que un nuevo comienzo sólo se logra atacando la furia de los titanes. El nuevo mandatario —Fundador del efímero partido de los progresistas— asumió la voz del dominado y se levantó contra los gigantes con fuerza de ley; habría que decir: con la fuerza de las leyes que se inventó. Buscando la redistribución de la riqueza, proclamó el fin de los monopolios; democratizando la prestación de los servicios, idealizó la libre competencia e incluso dio sentido a la idea competencia desleal. Roosevelt detuvo a los titanes. Jugó con sus propias reglas —las de la ley—, no con las de ellos —las del comercio—; las de la gente, no las de la industria; las de los que van a pie, no las de los que van en locomotora.

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La aparición del gobernante progresista parece introducir un giro radical en la serie: si los gigantes imponen las locomotoras del progreso sobre las instituciones, el progresista impone las instituciones sobre las locomotoras. Pero, para ser sincero, no creo que la cosa sea tan simple. Gigantes de la industria no es otra de esas simplistas y maniqueas producciones norteamericanas donde se ve claramente al bueno y al malo. Aunque Roosevelt hace que los gigantes prohombres se vean como monstruos, no podemos perder de vista que los gigantes de la industria no son los malos de la serie sino los protagonistas de la historia ¡los constructores de los Estados Unidos!

Los gigantes de la industria son hombres ejemplares que construyeron a Norteamérica con un legado incomparable de pensamientos e ideas: enseñaron a crecer, a buscar el conocimiento útil para el país, dieron modelos de industrialización y de innovación, dieron ejemplo de constancia, dedicación y hasta de obstinación por conseguir las propias metas. Pero a los norteamericanos los gigantes no sólo les dieron ideas, también les dieron mucho dinero. De la expropiación estatal de sus irrepresentables fortunas salieron las compañías insignia de los Estados Unidos, su amada Reserva Federal y hasta sus mejores centros de investigación. El “malhabido” dinero de los monopolistas es la base del trabajo, el Estado y la educación norteamericana. Los gigantes de la industria fueron el mejor de los padres: el que da ejemplo y da plata.

Sin embargo, como nos enseñó el filósofo alemán Gottlob Frege, la historia de los pensamientos y la de los objetos transitan caminos muy distintos. Cuando un pensamiento pasa de una persona a otra, se multiplica y ahora ambos lo tienen; pero un objeto, cuando pasa de una mano a otra, es ganancia para uno y pérdida para el otro. La riqueza, como los objetos, se puede expropiar y redistribuir. Las ideas no. Por eso cuando Roosevelt detiene el paso de los gigantes, sólo frena su crecimiento material personal transfiriendo la riqueza al Estado. Otra cosa sucede con el ejemplo, el legado de pensamiento de los gigantes se siguió expandiendo.

©History Channel
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El último episodio termina en los albores del siglo XX cuando, aprovechando esa mezcla de aire nuevo y precaria situación política que deja la guerra, una nueva nación, rica, tecnológica y liderada por el progresista Roosevelt usa el dinero y la sabiduría de sus padres para construir un inmenso canal interoceánico en Panamá. Un canal construido con el acero de Carnegie, con los combustibles de Rockefeller, con la financiación de Morgan, los vehículos de Ford y un inmenso capital estatal. Un canal construido con la nueva riqueza de un gigante que tiene los mismos viejos pensamientos de sus buenos padres: hacer dinero a toda costa en una tierra donde al parecer no hay gente, ni instituciones políticas, y el medio ambiente se pasa por la cabeza de nadie.

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El final de la serie muestra entonces que no hay claridad en realidad acerca de qué es lo novedoso y qué lo continuista de Roosevelt. Lejos de maniqueísmos simplistas: ¿qué fue lo que terminó y qué fue lo que inició en ese aparente giro del capítulo 7? ¿Hay alguna continuidad o no? Lejos de maniqueísmos simplistas: ¿es el progresismo una innovación frente a la ideología de las locomotoras? ¿Hay algo común a ellos? Creo que la serie termina planteando una pregunta, una que puede armarse al hilo del hermoso título inglés del último capítulo: When One Ends, Other Begins. La cuestión es: Which One?

 Por Miguel Ángel Pérez Jiménez

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