Filosofía de a pie

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50 AÑOS RIÉNDONOS DEL MUNDO

Este año Mafalda cumple 50 años desde que fuera publicada por primera vez en un periódico de Argentina. Movido por la importancia que representa un evento de estas características en nuestra sociedad, en la que conmemoramos eventos como el siglo del nacimiento o muerte de un autor reconocido, en la que los matrimonios celebran de manera especial las bodas de plata y las bodas de oro, o en la que los 500 años del descubrimiento de América fueron una oportunidad para reflexionar acerca de la situación de nuestro continente, decidí sentarme a repasar esas lecturas que había hecho por primera vez hace tanto tiempo, y que con el paso de los años había vuelto a realizar, pero solo esporádicamente.

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 No me tomó mucho tiempo antes de sentir nuevamente esa mezcla de emociones: alegría, inocencia, ternura y al mismo tiempo ironía e irreverencia. Me encontré, siendo más maduro y quizá perspicaz, con una lectura rica en contenidos sociales, políticos y culturales, llevados al plano de la sátira y la comedia de una forma magistral. Al principio las situaciones en las que Mafalda, sus amigos y su familia se veían involucrados me producían momentos de risa infantil: una risa espontánea que no necesita buscar pretextos. Mi alegría inicial me llevó, en un corto periodo de tiempo a leer tres o cuatro de los libros compilatorios de la obra que se realizó a lo largo de años. No quería despegarme de Mafalda, ni de sus amigos, ni de las situaciones que, con mirada penetrante, fueron retratadas por Quino, autor a quien la sociedad debe reconocer su maestría.

 Sentí una ola de euforia que me hizo leer y releer una viñeta tras otra. A medida que fue bajando en intensidad, llegué a pensar esta tira cómica con cabeza fría. Es obvio que muchos lo han hecho y que, con algo de suerte, otros más tendrán la oportunidad de hacer. No obstante, para mí este ejercicio resultaba ser no solamente divertido sino también instructivo y enriquecedor de una forma que no había sido antes. Y es que ¿cómo no sentirse extrañamente enternecido al tiempo que incómodo con Susanita y su obsesión por casarse con un príncipe azul con el que pueda llenar el mundo de bebés? ¿O pensar que todos conocemos a alguien -o que a lo mejor somos- como Manolito, preocupados únicamente por las ganancias monetarias que les va a reportar su próximo paso? ¿Cuántas veces no hemos tenido uno de esos momentos en los que el deber nos llama, pero nuestros juegos o diversión son tan poderosos que ocupamos la mayoría de nuestro tiempo en ellos, y después estamos sufriendo para terminar ese trabajo que había que terminar y que dejamos para el final, igual que le pasa a Felipe en tantas ocasiones?

 Son muchas las situaciones de Mafalda en las que podemos extraer más que un simple momento de risa y con las que nos podemos sentir identificados y movidos a la reflexión sobre nosotros mismos y el mundo que vivimos día a día.

A medida que iba releyendo la tira cómica, hubo una serie de situaciones que llamaron fuertemente mi atención: Mafalda interactúa con su maqueta de globo terráqueo. Ese objeto con el que nos encontramos en la mayoría de los colegios, generalmente en el salón de ciencias sociales, que muchos de nosotros tuvo o tiene en casa por alguna razón, y que nuestra imaginación cinematográfica tiende a situar en los museos o en las bibliotecas. Alguna vez fue el medio con el que superamos el aburrimiento que nos producía no tener nada más divertido que hacer, o simplemente una tediosa clase que no nos despertaba el más mínimo interés.

 Pero lo interesante no fue solamente acordarme de esa maqueta con la que no he tenido la suerte de toparme últimamente y que siempre me invitaba a jugar como lo hace Mafalda tantas veces y de formas que a mí nunca se me ocurrieron: orbitando alrededor de ella simulando ser un satélite, o al médico de planetas.

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Lo que resultó interesante fue ver cómo Mafalda se encarga de manifestar ante “el mundo” los problemas que todos perciben pero que sólo ella señala, incluso enseñando a Guille, su hermano menor, que éste -el mundo- es, literalmente, una mierda.

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Fue cómico y mordaz pensar en una niña que gasta las cremas faciales de su madre en una tarea que tiene mucho más valor que embellecerse: hacer del mundo un lugar mejor. No pude evitar reírme cuando Mafalda, después de escuchar los titulares en las noticias, le dice al mundo que es una suerte para él no tener hígado.

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 Cuando las primeras risas fueron pasando y volví a leer estas viñetas en las que aparece el globo terráqueo, tratando de comprender por qué llamaban tanto mi atención: me di cuenta que esa sensación de desconsuelo ante el mundo -que tratamos de acallar para que nuestra vida no pierda sentido y sea soportable- había ganado en mí una nueva fuerza. Sentí también una desesperanza, quizá no tan común, pero sí bastante fuerte, que me decía que lo que hemos construido ha sido una mierda desde hace cincuenta, cien o mil años y que tal vez esté condenado a serlo siempre.

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¿Por qué me sentía así ante una obra cargada de tanto sentido del humor, de inteligencia y de valentía como Mafalda? Y, más aún, sabiendo que Mafalda es un personaje que muchas veces se siente triste ante el mundo ¿por qué no podía encontrar dentro de la obra una explicación para mi desesperanza?

 Y digo que me sentía incapaz de achacar la razón de mi desesperanza a Mafalda, pues creía, y aún hoy lo creo, que haber dicho que esta pequeña niña era la culpable de mi desesperanza ante la posibilidad de un mundo diferente habría sido atrevido. Esto por una sencilla razón, la desesperanza ante algo es propio de los adultos y de los viejos, a lo mejor de algunos desahuciados, pero nunca de los niños. Para los niños el futuro está abierto, y el mundo siempre trae diferentes posibilidades, y creo que Mafalda entendida como obra y como personaje trata de mandarnos ese mensaje. Para el desesperanzado, y ese era yo ante esa maqueta con la que Mafalda jugaba, el punto que sigue es final, la partida va terminar y las apuestas están perdidas.

 Ese globo terráqueo, que para una niña era un medio para declarar su insatisfacción ante el mundo que habita y una forma de exigirle un cambio, era para mí un símbolo de que nada ha cambiado y de que nada va a cambiar. Estas viñetas, que hace 50 años querían expresar el inconformismo de una niña rebelde e inteligente, medio siglo después me hacían cargar con el peso de haber recibido lo mejor que se puede recibir -la risa- a  cambio de perpetuar de lo que tanto se queja Mafalda.

¿Cómo encarar mi nueva lectura de algo que hace ya tanto había leído? Aún no lo sé con certeza. ¿Hemos sido incapaces de entender una denuncia tan evidente y hacer algo al respecto? ¿Debemos aceptar el mundo tal como es y tratar de hacer en él lo mejor que podamos?

Por José David Serrano Borda

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