Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Otro Macondo bajo la Cruz del Sur

El 2 de este mes, en mi columna “Yo soy como el picaflor”, en este mismo diario, publiqué un texto que me vi obligado a recortar, debido al formato de la propia columna. Como creo que el público lector de los blogs no es idéntico al del columnario, inserto aquí el texto completo del original, enriquecido además con la aportación de un forista. Vale.

Existen territorios míticos en la literatura, algunos de los cuales fueron directamente creados por los autores, por supuesto que a partir de la realidad: no se crea a partir de la nada, a no ser en el caso de Jehová.

Los ejemplos podrían multiplicarse, y para sólo ceñirnos a nuestra literatura baste con recordar las mancuernas de Vetusta y Clarín, Comala y Juan Rulfo, Santa María y Juan Carlos Onetti, Macondo y García Márquez, Región y Juan Benet, y las menos conocidas de Yangana y Angel Felicísimo Rojas, en el Ecuador, y El Valle y Rolando Hinojosa, en Texas. El modelo de los más nuevos de entre todos ellos es el condado de Yoknapatawpha, por donde deambulan los personajes posesos de William Faulkner.

Pero también existen en la literatura otros territorios míticos que son la pura y escueta realidad, sin mezcla de invención alguna. Por ejemplo el París de Balzac y de Zola, al que luego se superpondría el de Simenon. Lo son además el San Petersburgo de Dostoiewski, el Londres de Dickens, el Madrid de Galdós, la Cristianía de Knut Hamsun, la Lübeck de Thomas Mann, el Danzig de Günter Grass y la Colonia de Heinrich Böll. Si un niño coloniense se llama Boris, no es en homenaje al autor de Doctor Zivago: es que sus padres fueron apasionados lectores de Retrato de grupo con dama, de Böll, no les quepa ni la menor duda.

[Sebastián Felipe, asiduo lector de mis columnas, dejó en su foro un comentario, aduciendo que «los indicados deben complementarse con el Paraíso o Edén de Adán y Eva (con omisión del Cielo de Jehová y el Infierno de Lucifer), el Olimpo de los griegos clásicos, la Troya de Homero (que no resultó ser mítica, como descubrió Schliemann), la Atlántida de Platón y demás, el Shambhala de los budistas, el Camelot del rey Arturo, La Mancha de Don Quijote, el País de las Maravillas de Alicia, el País de Nunca Jamás de Peter Pan, Oz y su Mago, El Dorado de los indígenas americanos precolombinos, el Marte de los marcianos, etc»

A lo cual le contesté dándole las gracias por seguir leyéndome, y diciéndole qué bueno que completase mi precaria lista de la columna, pero haciendo al mismo tiempo la salvedad de que echaba de menos en su lista los fantásticos territorios de Liliput y de Brobdingnag, del formidable Johathan Swift, así como la jungla de Kipling].

Y retomo el hilo de mi texto, tras este inciso : Hay dos territorios americanos que han atraído desde siempre la atención mitologizante de los escritores: Alaska en el extremo norte, la Patagonia en el extremo sur. Y mientras que Alaska tuvo en Jack London su irrepetible bardo, la Patagonia puede referirse a las obras del francés Julio Verne (El faro del fin del mundo), el español Bartolomé Soler, el argentino Osvaldo Bayer, el chileno Francisco Coloane, el inglés Bruce Chatwin, el estadounidense Paul Theroux y la alemana María Bamberg, la única de entre todos que se crió en la propia Patagonia.

A ellos deben añadirse ahora las novelas Fuegia (como lo escribía Darwin), del argentino Eduardo Belgrano Rawson, una que no he leído ni la he tenido nunca en mis manos, y Tierra de fuego, de la también argentina Silvia Iparraguirre, que sí he leído y la recomiendo. En ella se trata el tema de los buenos salvajes fueguinos en Londres y está posiblemente inspirada por una observación de Darwin en el diario de su viaje alrededor del mundo a bordo de la Beagle. Al promediar ese diario, la bricbarca deja atrás el estrecho de Magallanes, y Darwin habla de Fueguia, la muchacha fueguina que había vivido un tiempo en Inglaterra y que, junto con otros dos fueguinos, también llevados a Londres por la anterior expedición, ahora regresaba a su tierra natal. Allí fueron devueltos los tres por Fitz Roy, el capitán de la Beagle. Cuando años después prepara la edición de su diario, Darwin añade una nota a pie de página en este episodio y yo la traduzco restituyendo su nombre a la protagonista y el topónimo español a las que él llama “islas Falkland”:

«El capitán Sullivan, que desde su viaje con la Beagle estuvo ocupándose del levantamiento topográfico de las islas Malvinas, oyó en 1842 de labios de un cazador de focas, que en el límite occidental del estrecho de Magallanes había subido a bordo de su barco una nativa que hablaba un poco de inglés. Era sin sombra de dudas Fueguia Basket. Vivió (me temo que este verbo posiblemente oculta un doble sentido) algunos días a bordo». Honi soit qui mal y pense!

**********************************************************

Fe de erratas : En el texto se me deslizó un error en el nombre del autor argentino Eduardo Belgrano Dawson, escribiendo Belgrado como su primer apellido. Hice hasta media docena de tentativas para cambiar esa «d» por una «n» y fracasé en todas las ocasiones. La «d» parecía sentirse dueña y señora de seguir en ese lugar, y se negó en redondo, como las plazas de toros (© by Jardiel Poncela), a ser destronada por una «n». Quede constancia en acta, Señoría, de que tuve que enviar a la papelera el texto anterior y sustituirlo por este, con Fe de erratas al pie, triquiñuela que parece haber agarrado a los duendes de la imprenta virtual con los calzones en los tobillos. Vale.

Comentarios